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Huelga de basura

Visualmente es menos llamativa que las toneladas de basura hedionda que se desparraman en algunas de las principales ciudades españolas alrededor de los contenedores. Como si un solo día fuese bastante para destapar el lado más cochambroso de aquellos que inventamos el abrillantador de suelos o la colonia.

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No tiene una diana social tan grande y clara a la que culpabilizar como el colectivo de los servicios de limpieza, que pasan de ser la amenaza laboral con la que enderezar a los hijos que no quieren estudiar a unos privilegiados cuyas prebendas quieren defender a costa de nuestra salud en apenas dos portadas de periódicos y tres boletines horarios.

Su impacto en el día a día es menor, porque con ella no sirven las entrevistas a quejambrosas madres en las puertas de colegios de barrios desfavorecidos a los que las ratas empiezan a llegar, o a turistas con acento americano que se quejan de la imagen extrapolada que ofrece un aeropuerto de todo un país, como si existiera alguna clase de misteriosa relación directa entre el estado de la T4 y cualquiera de las calles de su barrio.

Pero la verdadera huelga de basura es otra más difícil de percibir, porque no huele, y más difícil de ver, porque permanece oculta en cuentas bancarias de paraísos fiscales. La verdadera huelga de basura es esta cuyos desperdicios afloran ya hasta un punto insoportable en prensa, radio y televisión: la semana pasada fue un ático; la anterior, unas adjudicaciones de contratos; esta, unos sobres; la que viene, unos artículos pagados a kilo de caviar de beluga; otra, un yerno real imputado; quizás la que viene, una infanta…

Se le desparraman las basuras a un sistema judicial que no da abasto a retirar tanta inmundicia, con la diferencia de que aquí no hay servicios mínimos y el hedor no se acabará con una negociación entre las partes, porque la parte perjudicada, nosotros, somos el objeto de negocio de aquellos cuya basura tenemos que sacar a diario. Por lo menos hasta que nos pongamos en huelga.

PABLO POÓ
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