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Cuando un hijo muere o el rostro del sufrimiento

Por razones familiares, este verano he pasado las vacaciones en Madrid. Puede resultar muy extraño decir que los días que tenemos destinados a descansar del ajetreo de todo el año uno lo pasa en la urbe más grande del país; sin embargo, en el mes de agosto la ciudad casi se vacía y, sorprendentemente, se puede ir a todos los sitios con gran tranquilidad, sin las prisas y las aglomeraciones que son habituales en las urbes.

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En mi caso, no es la primera vez que estoy en el mes de agosto, por lo que tengo conciencia de cómo van a ser los días estivales en la gran ciudad. En esta ocasión, he aprovechado los días para verme con el director de la editorial Eneida, que es donde habitualmente publico, ya que en octubre saldrá la tercera edición de El arte infantil, en la que incorporo un capítulo nuevo dedicado al dibujo de la familia.

Como el resultado de las publicaciones que he realizado en esta editorial es bastante favorable, el editor me ha encargado que para el próximo año tenga preparado un libro dedicado a estudiar las emociones y los sentimientos, positivos y negativos, de los niños y los adolescentes a través del dibujo de la familia.

Aunque este tema lo tengo muy avanzado, pues son muchos los años que llevo trabajando en él, la estancia en Madrid me ha dado la oportunidad de hacer acopio de una extensa bibliografía de autores, principalmente psicólogos, que han investigado en el ámbito de las emociones negativas (agresividad, envidia, celos, miedos, odio, egocentrismo, rencores…) y positivas (alegría, cariño, empatía, identidad, apego…) que, naciendo en la infancia, acaban configurando el mapa de los sentimientos que tenemos, de una u otra forma, todos los seres humanos.

Sobre ello iré publicando en Montilla Digital, pues he comprobado que hay un cierto sector de sus lectores que está interesado en esta temática, por lo que, de algún modo, será como un avance de la futura publicación.

Otros de los temas que me han hecho grata la estancia en Madrid durante estos días estivales son las exposiciones que estaban planificadas en los grandes museos de arte. Una de ellas ha sido la antológica de Antonio López en el Thyssen, ubicado frente al Museo del Prado.

La verdad es que Antonio López junto a Miquel Barceló forman la cumbre del arte español contemporáneo. Esto podía comprobarse por la masiva afluencia de gente de todo tipo que no quería perderse y disfrutar de la obra de este gran pintor y escultor del realismo.

Uno de los pequeños privilegios que disfrutamos los profesores de Arte de las universidades españolas es que podemos entrar gratis a la mayor parte de los museos públicos. Esto ha dado lugar a que el Museo del Prado, la mejor pinacoteca del mundo, sin lugar a dudas, me lo conozca muy bien.

Pero, en esta ocasión, lo que me interesaba era contemplar El Descendimiento de Caravaggio, que había sido traído a Madrid desde los museos del Vaticano y se exponía en una sala destinada exclusivamente a la obra.

Pulse en la imagen para ampliarCuando llegué a la sala en la que estaba expuesta había un grupo numeroso de visitantes con una guía que les narraba algunos de los aspectos esenciales de la obra, como el hecho de que fuera realizada en 1604 por Michelangelo Merisi, que se le conocería como Caravaggio, por encargo de la nueva orden de los Oratonianos de San Felipe Neri. Este detalle tenía importancia, puesto que en el cuadro no aparecían los elementos de la iconografía religiosa de aquella época.

Cuando se marcharon y me quedé solo pude comprobar la enorme belleza de este lienzo. Pero lo más interesante es que los personajes principales están completamente humanizados, sin que existan atisbos de exaltación mística.

Así, vemos el cuerpo yacente de Jesús que es el de un hombre que ha sido ejecutado, sostenido por Nicodemo, que mira al espectador, y por San Juan Evangelista. Tras ellos aparecen los rostros de María, la madre de Jesús, y el de María Magdalena. Se cierra el grupo con la figura de María de Cleofás, que es la única que muestra una expresión con carga mística, ya que mirando hacia arriba eleva los brazos hacia los cielos.

Me quedé impresionado con el rostro de María, ya que es el de una mujer con la edad real cuando su hijo fue ejecutado. Es la expresión viva del sufrimiento de cualquier madre que tendría al recoger el cuerpo inerte de su hijo ya muerto. En esos momentos asocio su rostro con el de la madre de Marisol, una alumna que he tenido este curso y que falleció a mitad del mismo.

Marisol era estudiante del último curso de Magisterio en la especialidad de Educación Infantil. Se le había detectado leucemia, por lo que venía a clase con muletas, puesto que la enfermedad iba, poco a poco pero de manera implacable, minando su salud. No obstante, ella con una tenacidad increíble asistía a clase como una alumna más, aunque era evidente que estaba al margen de todo el alegre y despreocupado bullicio en el que vivían sus compañeras.

En clase, yo la observaba con un fondo de inquietud: sus ojos negros resaltaban sobre las profundas ojeras que la enfermedad le marcaban. Internamente sabía (quizás ella también) que su existencia tenía un límite muy corto.

En un fin de semana que me encuentro fuera de Córdoba recibo un correo en el que una compañera suya me comunica que Marisol había fallecido. La noticia me conmovió, y en esos momentos me hubiera gustado haber acompañado a sus padres, pero la lejanía me impide hacerlo.

Pasadas un par de semanas, recibo a esta compañera que me trae los últimos trabajos que había realizado Marisol antes de fallecer. Una vez que despido a esta alumna, cierro el despacho y me quedo a solas contemplando mudo y absorto lo que ya no podía ser. Una fuerte emoción me embarga cuando miro el fotomontaje en el que se muestra una escena de solidaridad con la gente que sufre la pobreza en el Tercer Mundo. Los ojos se me empañan de lágrimas.

Puesto que soy laico, solo me queda recoger esa lucha, ese esfuerzo denodado, esas inmensas ganas de vivir y guardar para siempre en mi memoria la imagen de una alumna que arrastraba su frágil cuerpo con dos muletas en un intento de ganar la batalla contra una terrible enfermedad.

Con sus compañeros acordé que al finalizar el curso y en el día de la entrega de los diplomas se lo dedicaríamos a la compañera y alumna que nos había dejado. Fue el día que pude conocer a sus padres, puesto que residían en un pueblo fuera de Córdoba. La fecha en la que todos los alumnos y alumnas, arropados por sus padres y hermanos, felices celebran la terminación de sus estudios. Día de júbilo, para la mayoría; día de dolor y evocación de la hija que no está, para dos de los presentes.

Por mi parte, cuando saludé a los padres de Marisol solo pude esbozar: “Soy Aureliano, profesor de Marisol”. En esos momentos, ¿qué más podía yo decir a unos padres que habían perdido para siempre a su hija? ¿Acaso sé lo que es perder a un hijo? Era incapaz de expresar nada más ante el rostro que tengo ante mí, el rostro marcado por el sufrimiento de una madre que había acompañado en un doloroso vía crucis a su hija hacia un final inexorable.

Posdata: Han pasado algunos meses y tengo muy viva la imagen de la alumna que, a pesar de su juventud, nos mostró que la vida hay que defenderla y agotarla sin rendirse. Por mi parte nunca olvidaré su ejemplo, y cuando a las siguientes promociones les explique el tema del fotomontaje proyectaré el de Marisol y les hablaré de una chica valiente que luchó hasta el último aliento. Es lo mejor que puedo hacer en su memoria.
AURELIANO SÁINZ
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