:::: MENU ::::
JUNTA DE ANDALUCÍA - Consejería de Economía, Conocimiento, Empresas y Universidad

JUNTA DE ANDALUCÍA - Consejería de Desarrollo Educativo y Formación Profesional

Mostrando entradas con la etiqueta Mirada crepuscular [Daniel Guerrero]. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Mirada crepuscular [Daniel Guerrero]. Mostrar todas las entradas

19 de junio de 2023

  • 19.6.23
Todas las elecciones son importantes porque permiten que los ciudadanos elijan a quienes los van a representar en su municipio, autonomía o país por un período estipulado de tiempo. No es baladí, por tanto, que los gobernados escojan cada cuatro años a los que van a gobernar en su nombre en los distintos niveles de la Administración.


Solo por eso es imprescindible votar, aunque sintamos cierta desconfianza, frustración e, incluso, rechazo por algunos elegidos o las siglas con que se presentan. Ello sucede cuando percibimos que a quienes votamos no han sabido o podido responder a la confianza depositada o han incumplido las promesas e iniciativas prometidas.

Y es que, a veces, cuesta comprender que no siempre es posible materializar un programa electoral en su totalidad, debido a múltiples circunstancias, tanto propias como ajenas, e incluso a coyunturas nacionales o internacionales.

Tal cúmulo de condicionantes es lo que obliga a definir la política como el arte de lo posible, no de lo seguro. Desde esa perspectiva es como ha de valorarse la gestión de cualquier gobernante, siempre condicionada por el contexto y las circunstancias.

Y las que han rodeado al actual Gobierno han sido sumamente extraordinarias. Basta con recordarlas: una pandemia sanitaria que ha motivado el confinamiento de la población y una vacunación generalizada en sucesivas dosis hasta lograr una inmunización total; la erupción persistente de un volcán que casi sepulta en cenizas a toda una isla canaria; una impensable guerra en Europa y la consiguiente crisis energética e inflacionaria por el veto al gas del país invasor (Rusia) que ha encarecido el gas, los carburantes, la electricidad y hasta el precio de los alimentos hasta cotas insoportables . ¿Es posible lidiar con todo ello a la vez y aplicar un programa elaborado para un contexto más “normal”? Cuanto menos, habría que estimar el esfuerzo antes de cuestionar los resultados.

En cualquier caso, el desinterés y la desconfianza no deberían impedir ejercer un derecho de vital importancia en democracia: votar. Es el único instrumento de control sobre los gobernantes que disponemos los ciudadanos. Tanto es así que los electores son los que determinan la calidad del sistema democrático y su idoneidad para abordar los problemas de toda colectividad plural como es la sociedad española.

Porque no ejercer ese derecho supondría dejarnos vencer por la irresponsabilidad. Y tal desafección provoca anomia social, cuya mayor “virtud” es dejarnos en manos de unos pocos, de una minoría que, con su voto, determina el signo y las políticas a desarrollar por culpa del abandono o abstención de la mayoría social convocada a urnas.

Es lo que tiene la democracia: no satisface completamente a nadie, es bastante aburrida y parece un sistema ineficaz para los impacientes que prefieren soluciones tajantes, inmediatas y simples para los innumerables problemas complejos que amenazan a toda sociedad moderna, formada por grupos o colectivos desiguales y hasta opuestos en sus intereses. No hay, por tanto, que caer en el desánimo o la desidia como gustaría a quienes se quejan o intentan disuadir a los demás de que, en política, “todos son iguales”. Y ello no es así.

No todos los políticos son iguales ni todos los partidos y su ideario comparten el mismo fin. No niego que existan personajes que sólo busquen una mejora laboral o social en lo público que no consiguen, o para la que no están preparados, en lo privado.

Pero son, proporcionalmente, escasos y solo “trepan”, con su ambición y engaños, hasta niveles bajos y de menor repercusión pública, salvo esas “rara avis” excepcionales que todos conocemos. A los líderes y dirigentes de las formaciones políticas los impulsan otras motivaciones porque aspiran a implantar el modelo socioeconómico que propugnan sus ideologías.

¡Ojo!: siguen existiendo las ideologías, aunque algunos lleven anunciando su ocaso desde hace décadas. De ahí que los políticos no sean todos iguales ni se limiten a ser meros administradores o gestores de la “res pública”. Votar, por consiguiente, es la única forma, la palanca más formidable para escoger a nuestros gobernantes en función de nuestras preferencias o conveniencias.

Pero se trata, tampoco hay que negarlo, de una decisión difícil que exige un mínimo de conocimiento y coherencia. Conocimiento sobre lo que representa y persigue cada gobernante, y coherencia con nuestras necesidades, intereses y aspiraciones.

Sobre todo ello decidimos en las próximas elecciones generales, en las que, como en ningunas otras, nos jugamos no pocas conquistas que, como ciudadanos, creemos aseguradas, irrenunciables e inamovibles. Sin embargo, pueden ser puestas en cuestión y, llegado el caso, hasta ser eliminadas o recortadas si no atendemos al ideario del partido al que votamos.

Saber lo que queremos o conviene, como electores, nos enfrenta a una elección que ha de ser fruto del criterio basado en la razón objetiva, alejada en lo posible de todo impulso emocional, y acorde a nuestras convicciones. Como haríamos si nos enfrentásemos a un grave problema de salud: escoger al médico con experiencia contrastada y no a un curandero que, por muchos “milagros” que sus crédulos publiciten a través de las redes sociales, no deja de ser un charlatán y una estafa. En ambas decisiones, tanto para que nos extirpen un tumor como para disponer de educación pública, intentaremos escoger a los que merezcan, por su experiencia y prestigio, nuestra mayor confianza y credibilidad.

Porque votar no es un juego, sino algo muy serio y trascendental para todos, en el que ni todos los políticos son iguales, ni todos los partidos, cuando llegan al poder, implementan las políticas que convienen a nuestros intereses como ciudadanos, seamos o no asalariados, estudiantes, pensionistas, autónomos, agricultores, ganaderos, profesionales, empresarios, mujeres, parados, financieros, inversores, investigadores o cualesquiera actividad que desempeñemos. En todos influye, de una forma u otra, la política que implemente quien gobierne. Y por ello estamos comprometidos.

De ahí que en estas elecciones confluyan tantas cuestiones relevantes que afectarán a nuestra vida cotidiana, pero de las que no nos explicitan apenas nada o, si lo hacen, sólo muy superficialmente. Empecemos por las que, a mi juicio, provocan mayor rechazo social: las coaliciones o alianzas que permiten a una minoría mayoritaria poder gobernar.

Solo dos partidos pueden necesitar alianzas gubernamentales, a causa de nuestro sistema electoral y político: el Partido Popular (conservador) y el PSOE (socialdemócrata) son los que, desde la restauración de la democracia, se han alternado en el poder en los últimos 41 años.

Dada la fragmentación parlamentaria, con formaciones a derecha e izquierda de estos dos grandes partidos, parece improbable que alguno de ellos pueda obtener la mayoría absoluta que le permita gobernar en solitario, como antaño. Precisarán de acuerdos y hasta de coaliciones de gobierno, como la que tuvo de articular el PSOE con Podemos, en la última legislatura, sumando apoyos parlamentarios de otras fuerzas nacionalistas e independentistas.

O como las que está formando el PP con Vox (extrema derecha) en Autonomías y ciudades para disponer de esa mayoría que posibilita gobernar. ¿Son legítimas estas alianzas? Por supuesto que sí, aunque chillen tanto los de un lado como del otro cada vez que se vislumbra tal posibilidad.

Al PP le parece impresentable que el PSOE se alíe, entre otros, con BIldu (independentista vasco) y al PSOE le escandaliza que el PP haga lo mismo con Vox. Ambos potenciales aliados son partidos radicales que comportan “peligros” de diferente naturaleza, del mismo modo que sus “pedigrí” democráticos son distintos. Y eso es lo que no nos aclaran y de lo que hablaremos en otra entrega.

DANIEL GUERRERO

12 de junio de 2023

  • 12.6.23
Ya habíamos hablado, en una ocasión anterior, del lenguaje como peculiaridad exclusiva del ser humano. Nos referíamos entonces, naturalmente, al lenguaje articulado de signos del que derivan todas las lenguas que han sido y son para que los seres humanos se comuniquen entre sí, a partir del primer gruñido que rasgó, de súbito, las entrañas oscuras de una caverna en tiempos prehistóricos.


Se tardaría poco, en términos históricos, desde aquel momento para que una infinidad de lenguas se extendiera a través del mundo habitado por el más sapiens de los homínidos: el ser humano. Todas esas lenguas han ido evolucionando hasta conformar un complejo y simbólico sistema de significantes y significados que posibilitan a quienes los utilizan articular lo que sienten, piensan o desean, sin apenas margen para el error y los malentendidos.

Es más, tal sistema ha permitido lograr, incluso, que lo que expresado primero oralmente se conserve y perdure, trascendiendo el espacio y el tiempo, gracias a su trascripción dibujada o escrita en paredes de cuevas, en piedras, en tablillas de barro o madera, en pieles de animales y, finalmente, en papiro o papel. Así, podemos “oír” lo expresado por otros en cualquier lugar y época.

Este último, el papel tan denostado hoy en día, ha sido y es el soporte que ha posibilitado transportar o trasmitir las palabras y, con ellas, el conocimiento por todo el ancho mundo durante cientos de años. Como dejó escrito Carlos Fortea en Un papel en el mundo (Trama editorial, 2023), el papel ha sido el eje de la libertad.

Con su apogeo gracias a la imprenta y hasta con el desprecio que le dispensa internet, el papel ha saciado como ningún otro soporte la necesidad de comunicar del ser humano, de entenderse con otros y trasladarle sus pensamientos, emociones o sentimientos.

Comunicar para comprenderse, para comprender a los demás y comprender cuanto le rodea. Pero, sobre todo, para no sentirse solo, incomprendido y vulnerable. Todo ello es posible gracias al lenguaje, a cada una de las lenguas que los pueblos han heredado de sus ancestros y que permiten obrar tal milagro comunicativo y social que caracteriza a la Humanidad entera.

Y, entre ellas, nuestra lengua, una de las más importantes: la hablan más de 500 millones de personas en el mundo. Pero, como todas, ha sufrido a lo largo del tiempo una continua evolución –desde su origen como una forma de hablar el latín hasta la actualidad– que imposibilita que un hablante actual de español pueda entender lo escrito en la misma lengua de centurias pasadas.

Entre otras cosas, porque el español, que empezó siendo el castellano de Castilla y, en el siglo XVI, el castellano de España para acabar siendo el español que se habla en el mundo, es una lengua viva que continuamente evoluciona según dictaminan los cambios lingüísticos que imponen los hablantes. Porque son ellos, los hablantes, los dueños de la lengua y los que hacen que esta pueda cambiar, crecer, generar palabras y arrinconar otras, según su voluntad o modo de usarla.

Y, cómo no, algo también pertenece al esfuerzo de otros muchos enamorados de la lengua que se preocuparon por asentar y cuidar aquel viejo dialecto romance a lo largo de su historia, protagonizando hitos relevantes para su conservación y fortalecimiento.

Como el que hizo el rey Alfonso X el Sabio, allá por el siglo XIII, cuando apoyó decididamente la escritura en castellano de textos científicos, legislativos y administrativos, fomentando el rescate de los clásicos en las escuelas de traductores de Toledo y Tarazona.

O el de aquellos anónimos hablantes que, durante el período conocido como el Siglo de Oro en literatura, hicieron desaparecer sonidos medievales y engendraron otros que estabilizaron o resolvieron procesos lingüísticos, al tiempo que la lengua española se extendía a través de América, Filipinas y la expansión imperial europea.

Y los que motivaron e impulsaron la fundación, en el siglo XVIII, de la Real Academia Española, con la que se intenta por primera vez, desde arriba y no por los hablantes, establecer normas del español y regular su uso, posibilitando que cualquier hablante pueda consultar la etimología y significado de cada palabra, acudiendo a su obra más emblemática e indispensable: el Diccionario.

Es indudable, pues, que el castellano tiene una larga, fecunda y entretenida historia que los filólogos no paran de estudiar e investigar para comprender por qué hablamos como hablamos, usamos los términos y frases que solemos y pronunciamos y escribimos como lo hacemos.

Y es que tenemos una lengua muy muy larga, como precisamente titula su libro Lola Pons, catedrática de Lengua Española en la Universidad de Sevilla e infatigable divulgadora de la historia de la lengua en nuestro país. En esa obra, amena pero en absoluto carente de rigor, Pons explica con erudición y frescura mucho más de lo apuntado aquí, a través de más de cien relatos sobre el pasado y el presente de nuestra lengua.

Y lo hace mediante brevísimas historias que nos cuentan los sonidos que se escuchaban antes y las letras con que se plasmaban; las palabras que constituían esos sonidos y las estructuras en que esas palabras se combinaban en otro tiempo. Es decir, nos explica los fonemas, el léxico y la morfosintaxis del idioma sin que nos percatemos de ello a causa de la amenidad de los relatos.

Cualquiera que se haya detenido a pensar que ya no habla como sus padres ni tampoco como lo hacen sus hijos, que advierte el acento distinto de otro hablante o que le llama la atención las palabras diferentes o sinónimos peculiares que usa otro, incluso cualquier hablante pasivo de nuestra lengua, se sentirá fascinado y podrá disfrutar del conocimiento que sobre el español le aporta el libro Una lengua muy muy larga.

Una obra entretenida y sumamente recomendable en estos tiempos en que, como escribió Luis Vives, “no se puede hablar ni callar sin peligro”. Pero que, puestos a hacer lo uno o lo otro, procuremos hacerlo con propiedad, sabiendo lo que decimos o callamos.

DANIEL GUERRERO

5 de junio de 2023

  • 5.6.23
Las elecciones locales y autonómicas del pasado mes de mayo han supuesto una derrota sin paliativos para el Gobierno de coalición de PSOE y Unidas Podemos en particular y, en general, para el conjunto de la izquierda. Entre otras cosas, porque es más fácil perder que ganar, aunque los datos macroeconómicos de los que podía presumir la coalición gubernamental eran –y son– realmente impresionantes. Y las medidas sociales impulsadas, que ampliaban derechos y aumentaban prestaciones y otras ayudas, también eran indiscutibles. ¿Qué pasó entonces?


Pues, precisamente, que de eso no se trataba. No se estaban eligiendo cuestiones de política nacional, sino local y territorial. Y de ellas no se discutió ni se valoró nada o muy poco. No se cuestionaban las pensiones, sino las residencias de ancianos y las guarderías; no se discernía sobre el déficit público, sino de movilidad urbana y planes de viviendas protegidas.

Tampoco se examinaba la política exterior de España, sino la capacidad de municipios y comunidades para atraer recursos y fomentar el establecimiento de empresas locales que creasen empleo. Incluso no se validaba la gestión de las crisis sanitaria y energéticas últimas, sino simplemente las carencias que hacen de los centros de salud y los ambulatorios un motivo de queja permanente para sus usuarios y los propios profesionales. Por no hablar, no se habló ni se confrontó ningún programa de política municipal o autonómica que pudiera convenir a los vecinos.

En estas elecciones, lo que se ventilaba era la política local, la más cotidiana y cercana a los ciudadanos, y la regional, la que vertebra los distintos territorios para que participen y compartan de manera solidaria del progreso del país y de la gestión de la riqueza nacional que entre todos se genera.

Pero de ello no se habló. Se prefirió plantear estas elecciones como un plebiscito previo a las generales, previstas para finales de año. Por eso se habló de Bildu y los terroristas; de “compra” de votos y presuntos amaños electorales; de racismo y xenofobia; de partidos ilegítimos y de Vox como peligros para la democracia.

También se habló de bulos y fake news que interesaban a la derecha y que se empeñó en propalar como solo ella sabe. Por ello, se perdieron las elecciones para la izquierda y se han adelantado las generales para cuanto antes, en julio próximo, como un remedio inmediato que pueda resarcir de la derrota.

Las últimas elecciones las perdió la izquierda y las ganó la derecha. Sobre todo, ganó el PP, que recuperó a sus votantes idos a Ciudadanos, al que dejaron sin representación en alcaldías y cámaras autonómicas. Y también ganó Vox, las siglas de la extrema derecha que sigue acumulando poder para decidir en los gobiernos de municipios y comunidades.

Nunca es fácil ganar, pero a la derecha no le fue difícil hacerlo, esta vez, porque solo tenía que dejar que la izquierda perdiera ella sola, con su sopa de letras y sus trifulcas nominativas. Con todo, la manera más fácil de perder es quedándose en casa y desentendiéndose de todo.

Los votantes de izquierda, en su conjunto, no se han sentido involucrados en estos comicios, en parte, por lo descrito más arriba. Salvo los del PSOE, partido que mantiene el mismo porcentaje de votos que obtuvo en las elecciones generales de 2019.

Pero los que preferían a las formaciones del ala izquierda del PSOE (Podemos, Izquierda Unida, Más País, Compromís, Comunes...) han comprometido, con su abstención, no solo la existencia de sus formaciones, sino la constitución de gobiernos de izquierda en pueblos y comunidades y, lo que es más grave, la continuidad del Ejecutivo de España.

Las luchas entre ellas, más tácticas que ideológicas, y los desencuentros frecuentes entre los socios de la coalición gubernamental han sido determinantes para esta indiscutible derrota de la izquierda en su conjunto. Si a ello se añade el cambio de ciclo que se está extendiendo por todo el continente a favor de partidos conservadores apoyados por populistas de extrema derecha, se podría explicar y hasta prevenir lo que ha sucedido en España. Pero nadie, ninguna encuesta ni ningún experto tertuliano, lo previó en las magnitudes con que se ha producido.

Solo queda aprender de la derrota para no cometer los mismos o semejantes errores. De ahí la apuesta –sumamente arriesgada– del presidente del Gobierno, de adelantar a julio las elecciones generales, con la intención de impedir que la derecha pueda afrontarlas con los instrumentos institucionales de los poderes locales y regionales que acaba de conquistar.

Y para que las formaciones a la izquierda del PSOE decidan concentrar sus fuerzas en la plataforma Sumar, que promueve su líder, Yolanda Díaz, vicepresidenta del Gobierno y ministra de Trabajo. Ello no exime al propio PSOE de presentarse como partido de mayorías dispuesto a ganar, movilizando aun más a su electorado socialista y centrista, y no contentándose con resultados previos.

Se busca, también, obligar al PP, partido vencedor de las últimas elecciones, a clarificar sus alianzas. Es decir, evidenciar si está dispuesto a gobernar con el ariete de la extrema derecha de Vox, como ya ha hecho en Castilla y León, o busca pactos con partidos nacionalistas, allí donde su falta de mayoría absoluta lo requiera.

Si estos efectos perseguidos con adelanto electoral se materializan, es decir, si Sumar logra integrar a la izquierda del PSOE en un proyecto unitario y el PP no tiene más remedio que visibilizar y admitir su abrazo con la extrema derecha, es posible que la pérdida actual no sea completa y permita la continuidad de un Gobierno progresista en la nación.

Siempre y cuando, ante el vértigo de una derrota aún mayor, los votantes se sientan impelidos inexcusablemente a acudir a las urnas. No es imposible, pero es sumamente difícil, aunque sea julio, haga calor y muchos disfruten de vacaciones. El reto es mayúsculo y digno de estudio.

DANIEL GUERRERO

29 de mayo de 2023

  • 29.5.23
Ahora que han finalizado las elecciones municipales y autonómicas y, con ellas, la insoportable matraca con la que nos han machacado, y cuando sus resultados, increíbles para unos e inesperados para otros, no hacen sino reflejar el despiste de unos ciudadanos que, indefensos ante las maquinaciones del poder, botan con su papeleta, cual pelotitas de un pinball, para votar en función del impulso que les imprimen los flippers de la desinformación, llega la hora, por fin, de hablar de otras cosas, quizás más serias y preocupantes. Hablemos, cómo no, de racismo.


Se ha puesto de actualidad el asunto, nada trivial, del racismo en el fútbol debido a que, justo a mitad de la campaña electoral, un jugador del Real Madrid, de origen brasileño, fuese insultado en el estadio del Valencia con gritos de “mono” y otras lindezas por el estilo.

Sin embargo, no era la primera vez que una cosa así se producía en los campos de juego españoles contra jugadores que pertenecen a otras razas o etnias, aunque vistan las camisetas de equipos tan nacionales como el citado. Pero, esta vez, el “incidente” ha acaparado la atención de los medios de comunicación por la airada reacción del jugador, enfrentándose verbalmente a los agresores, y, dado que se estaba en plena campaña, por la consiguiente “condena” pública, algunas con matices, que los políticos y otros personajes se apresuraron a expresar con la intención de arrimar el ascua a su sardina.

Incluso los de Vox, que tanta xenofobia irradian en la mayoría de sus manifestaciones y mensajes, aprovecharon la oportunidad para asegurar que, en comparación, algunos de sus candidatos son objeto de una violencia mucho mayor. Para ellos, lo condenable es la gradación del delito, no el delito en sí.

Algo parecido a lo que opina la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, incapaz de mantener la boca cerrada, para quien tan grave es el insulto xenófobo como los abucheos al rey en algunos estadios. También, dirigentes de LaLiga y la FIFA y hasta el presidente de Brasil e, incluso, la propia ONU han terciado en lo que, a todas luces, es una muestra intolerable de racismo en la España que se supone moderna y plural.

Y algo de razón deben tener. Porque de lo que no hay duda es que el racismo en el fútbol representa, cuando menos, un síntoma alarmante de un problema enquistado en la sociedad. Un problema que se manifiesta puntualmente, como la erupción de un volcán, cuando las heridas económicas, educacionales, sociales y, en este caso, deportivas se abren, dejando supurar lo que de verdad sentimos o pensamos.

En tales situaciones se escapan expresiones que, aunque esporádicas, no dejan de ser escandalosas y paradigmáticas de un mal estructural que deteriora, si no se ataja con severidad, la convivencia y la tolerancia en nuestra sociedad.

"Moro", "sudaca", "panchito", "moreno", "negrata", "japo" o "chino" para cualquier ciudadano asiático, unidos al "gitano tenía que ser" –cuando cometen algún delito–, son ejemplos de términos o expresiones peyorativas con las que nos referimos, de manera discriminatoria, a ciertas minorías que cohabitan entre nosotros y que forman parte de la comunidad plural y diversa que todos integramos.

En muchos casos, no somos conscientes de ese comportamiento pues solemos manifestarnos de forma racista de manera no intencionada. Es más, ni siquiera nos reconocemos racistas, entre otras cosas, porque asumimos como normalizado el insulto en determinados contextos y situaciones. Lo que es aún peor por evidenciar una lacra larvada que sublimamos cuanto podemos, pero que denota lo que realmente pensamos y que influye en nuestra conducta y relación con otros grupos sociales.

Es por ello que, cuando las barreras educacionales y de corrección política se ven desbordadas por cualquier motivo, brotan de súbito a nuestra boca los exabruptos e insultos contra el que se distingue por su raza, color de piel, rasgos físicos, costumbres, creencias religiosas y hasta por el modo de vestir, aunque se trate de personas tan naturales del país como cualquier español de pura o impura –que eso es otra– cepa.

No podemos remediarlo. Alguna de las múltiples caras del racismo que portamos con nuestros prejuicios emerge de pronto cuando nos sentimos superiores en enfrentamientos emocionales con minorías que consideramos inferiores o peligrosas para nuestro concepto de identidad colectiva.

Y tampoco podemos reprimirlo porque somos hijos de una cultura colonial que muchos todavía añoran, de una práctica religiosa que pretende imponer una tutela moral al conjunto de la sociedad y cuyo dogmatismo busca prevalecer sobre leyes, derechos y libertades duramente conquistados, y de un nacionalismo patriotero excluyente, tanto de lo propio (de ahí los conflictos entre autonomías) como de lo ajeno, especialmente si es pobre y sin recursos, como los inmigrantes que arriban a nuestras costas en frágiles embarcaciones y no en yates a Puerto Banús.

Se trata, en definitiva, de un problema que, afortunadamente, todavía no está generalizado pero que continuamente es alimentado por esas invitaciones al odio y a la intolerancia que se proclaman desde diversas tribunas públicas. Apologías al odio que arraigan con facilidad en suburbios periféricos o núcleos urbanos en los que la frontera entre la zona rica y la pobre determina el disfrute o carencia de servicios, oportunidades y derechos.

Aunque cueste admitirlo, sigue existiendo un racismo basal en nuestro país, y no solo en el fútbol, a pesar de las políticas, las campañas y la legislación con que se intenta combatirlo y erradicarlo, fomentando la igualdad, la tolerancia y el respeto a cualquier persona, sin importar su condición social, sexual, racial, cultural, económica o sus creencias.

De hecho, el racismo y la xenofobia continúan siendo un problema por resolver, como recoge un informe publicado por el Ministerio de Interior, puesto que de los 1.133 casos tipificados en 2021 como delitos de odio, 465 tenían una motivación racista o xenófoba. Son casos denunciados, cuyo volumen podría ser una décima parte de los reales.

Y ambos, racismo y xenofobia, constituyen uno de los déficits o rémoras, como el machismo o la violencia contra la mujer, la comprensión lectora de muchos estudiantes y hasta nuestra incapacidad para los idiomas, que el sistema educativo no ha logrado corregir de manera satisfactoria.

Pero esa es la única vía, según los expertos, de enfrentarnos a este problema: con educación temprana y la permanente concienciación social sobre la igualdad en derechos y el respeto a la dignidad que merece todo ser humano, sin distinción. Nos queda, por tanto, mucho camino que recorrer para lograr una sociedad libre de expresiones y actitudes racistas, como las exhibidas en el campo de fútbol. Y no solo ahí, desgraciadamente.

DANIEL GUERRERO

22 de mayo de 2023

  • 22.5.23
Hace unos días comenzó oficialmente la campaña para las elecciones autonómicas en 14 comunidades y para los comicios municipales, aunque ya estábamos “de facto” en plena diatriba electoral desde primeros de año. Desde entonces, el Gobierno y la oposición no han desaprovechado ninguna oportunidad para emitir eslóganes y proclamas electorales en toda ocasión propicia, viniera o no a cuento.


Tanto es así que, una vez aprobadas las leyes sobre la reforma del “solo sí es sí” y la de “la vivienda”, la Legislatura podía considerarse extinguida, por lo que, de inmediato, se puso en marcha lo que se les da bien a los partidos políticos: pugnar por las mejores posiciones mediáticas de cara a la opinión pública y no dejar de hacer promesas y ofrecer soluciones que ni se cumplen del todo ni resuelven apenas nada.

De este modo, cualquier acto e iniciativa gubernamental, parlamentaria o partidaria, a partir de entonces e incluso desde antes, ha servido para hacer propaganda electoral, donde todos se afanan por presumir de méritos y bondades propios y en desmentir y desacreditar al adversario.

Es decir, lo habitual en toda competición por el voto ciudadano, en que lo que a uno le parece bien, al contrincante le parece fatal. Y viceversa. Ya nos tienen acostumbrados tras más de 40 elecciones generales, autonómicas, municipales o europeas, desde 2015, y más de 200 si hacemos la cuenta desde la Transición.

Sin embargo, en esta que actualmente estamos soportando, el clima político es especialmente bronco, como si se pretendiera caldear adrede el ambiente de cara a las generales del próximo otoño, las que de verdad importan a las formaciones con posibilidad de gobernar.

En semejante contexto, llama particularmente la atención la ferocidad con que la oposición de derechas en general, y el PP en particular (Vox e Isabel Díaz Ayuso son caso aparte), atacan al Gobierno con su argumentario de campaña.

Da la impresión de que están indignados por no ocupar el poder en cualesquiera Administraciones en que podrían hacerlo. Van a por todas y con todas las armas a su alcance. Las legítimas y las ilegítimas. Con verdades y con mentiras. Con todo, incluyendo su capacidad mediática para obligar a sustituir programas de televisión por otros desde los que pueda proyectar su estrategia electoral (Ana Rosa Quintana por Sálvame, por ejemplo).

Todo vale para desalojar, “expulsar”, “echar”, “cercar” o “derrocar” (entrecomillo los términos utilizados) al socialista Pedro Sánchez y a sus socios “comunistas” de Podemos del Palacio de la Moncloa e impedirles que se apoyen en una mayoría parlamentaria con independentistas (ERC) y “terroristas” (Bildu).

Esta alianza, que permitió la investidura de Pedro Sánchez al frente del primer Gobierno de coalición en España desde que se restauró la democracia es, al parecer, insoportable para la irritante “sensibilidad” conservadora, la única depositaria de las esencias nacionales, patrióticas, constitucionales, morales y tradicionales de este país, por lo que se indigna hasta el arrebato cuando no está en el machito dirigiendo el cotarro. Con ese talante resabiado diseña su campaña electoral. Lo cual es peligroso y despierta mucha desconfianza, por no decir "desafección ciudadana" –que, por cierto, le conviene–.

Nos enfrentamos a que, en esta campaña como en anteriores desde Trump en adelante, se genere una cantidad no despreciable de bulos y fake news que operan, fundamentalmente, con la desinformación (Gobierno “Frankenstein” ilegítimo; blanqueo de independentistas y terroristas; facilidad a violadores y okupas; inmigración criminalizada, etcétera) y que, en su mayor parte, favorece a los partidos de la derecha y desprestigia a los de izquierdas.

La capacidad de persuasión de esta información falsa o tendenciosa es notoria y, en algunos casos, determinante para el triunfo electoral. En especial, cuando el consumo de información política y el debate público se hace a través de las grandes plataformas digitales, las redes sociales y, en menor medida, los medios de comunicación de masas convencionales, no exentos estos últimos de contaminación o sesgo ideológico que alimenta una cierta polarización afectiva, que induce a valorar más las emociones y los prejuicios que los hechos, como luego veremos. Y esto lo saben todas las formaciones políticas y sus gurús publicitarios, aunque unos sean más descarados que otros a la hora de hacer uso de tal manipulación.

Y esto es, precisamente, lo que está haciendo el PP cuando vuelve a enarbolar la bandera de ETA y las “listas manchadas de sangre” en esta campaña, en vez de enfrentar programas y medidas alternativas a los problemas cotidianos de pueblos y autonomías, que es justamente de lo que se trata.

Y lo hace mediante medias verdades, tergiversaciones y ocultando lo que no le conviene de los hechos, a sabiendas de que así promueve actitudes emocionales que obnubilan el juicio crítico y la capacidad de discernimiento ponderado en los receptores de sus mensajes.

Saben que, emocionalmente, da asco que antiguos terroristas, que ya cumplieron condena y están reinsertados en la sociedad, figuren en las listas electorales de un partido vasco plenamente democrático y legal, cual es Bildu, heredero de Sortu, vástago a su vez de la vieja Batasuna, brazo político de los simpatizantes y exmiembros de ETA.

Pero que ello sea así, que los que en el pasado se valieron de la lucha armada y el asesinato por sus ideas separatistas puedan defenderlas ahora de manera pacífica y democrática en las urnas, es un triunfo de la democracia del que deberíamos sentirnos particularmente orgullosos.

Costó mucho trabajo, vidas y sangre acabar con el terrorismo de ETA y para que los violentos asumieran que la única manera de defender sus ideas es con la palabra y la paz, participando de la política en democracia. Pero se consiguió: la democracia venció al terrorismo. Y todos los partidos democráticos que gobernaron España hicieron lo imposible por lograr tamaña proeza.

No es cuestión, por tanto, de instrumentalizar el dolor de las víctimas y el recuerdo amargo de aquella época atroz, que todos deseábamos dejar atrás, por unos réditos o cálculos electorales. Y no lo es, además, porque todos, incluido el mismo PP que ahora denuncia cualquier relación con el partido abertzale y exige su ilegalización, han alcanzado acuerdos con los violentos por conseguir la paz.

No hay que tergiversar la historia ni rasgarse las vestiduras con hipócrita indignación. Porque si Sánchez es un “indecente” al permitir lo que legalmente es legal y dejar que rehabilitados socialmente, sin deudas penales pendientes, figuren como elegidos en un partido legal, ¿qué calificativo merecería José María Aznar, expresidente y todavía referente del partido que ahora clama al cielo, cuando desde su Gobierno, en 1998 ensalzó a ETA como “movimiento vasco de liberación”?

¿Y Borja Sémper, el actual portavoz del PP, cuando en 2013 afirmó que “Bildu no es ETA, lo importante es que ETA se ha acabado (…) el futuro se tiene que construir también con Bildu”? ¿O el hoy portavoz en el Senado, Javier Maroto, entonces alcalde de Vitoria, cuando alardeaba de que “no me tiemblan las piernas por llegar a acuerdos (con Bildu)”? ¿O el mismísimo PP vasco, cuando votó más de 200 veces junto a Bildu en el Parlamento de aquella comunidad, mientras su matriz nacional cuestiona ahora al PSOE por hacer lo mismo?

Estas “artes” electorales de la derecha, en las que involucra a todos sus sectores de la política, la judicial, la mediática y la económica, es nauseabunda. Porque no todo vale en unas elecciones, y menos aun intentar manipular a los ciudadanos al ocultarles hechos y promover actitudes emocionales para que piensen y decidan con el corazón y no con el cerebro, ateniéndose a la verdad.

Y porque si a todos nos provoca asco que exterroristas puedan ser elegidos, aunque estén en su derecho, también sentimos repulsión y vergüenza por la utilización espuria de esos sentimientos –y de las víctimas– por meros intereses partidistas.

El peligro que conlleva una campaña así es el fomento del odio y del sectarismo más enfermizo en amplias capas de la población, cuando no se respetan ciertos límites, como sucedió con una portada de ABC, en la que aparecía una pancarta con una soflama ofensiva contra el presidente del Gobierno, destacando sobre el resto de la imagen. Y aunque el periódico se disculpó posteriormente en un editorial, no es casual ese reclamo emocional al odio en el fragor de la campaña electoral.

Como tampoco es aceptable valerse recurrentemente del rechazo a ETA como ardid electoral, hasta el punto de que la propia Consuelo Ordóñez, hermana de Gregorio Ordóñez, diputado vasco del PP asesinado por ETA en 1995, criticara abiertamente esa estrategia: “El PP siempre nos está utilizando, jugando con ese tema. La dignidad de las víctimas empieza por el respeto”.

Por mucho que haya en juego, no es digno acceder al poder sin importar los medios y a cualquier precio. Aunque sea factible. Tales “artes” son propias de políticos sin escrúpulos ni moral, de los que, desgraciadamente, tenemos sobrados ejemplos en nuestro país como para permitir que sigan ofendiendo nuestra inteligencia e intenten manipularnos tan descaradamente. No, así no se juega.

DANIEL GUERRERO

15 de mayo de 2023

  • 15.5.23
No es mi intención hacer un juego de palabras con el título de la novela de León Tolstói, que tan bien describe la barbarie de la guerra y desmitifica la aureola mítica de sus “héroes”, sino enfrentarme a mis propios dilemas. ¿Qué actitud adoptar ante la guerra en Ucrania a causa de la invasión rusa? ¿Ayudar al agredido a defenderse? ¿O declararse a favor de la paz negando todo envío de armas a quien las necesita para combatir la invasión?


El mundo se debate hoy entre ambas disyuntivas. Europa y EE. UU. decidieron desde un primer momento enviar armamento al país invadido. China y Brasil (entre otros) se decantan, con motivos diversos, por hallar la paz mediante el diálogo y desde una cierta neutralidad.

Incluso en el Gobierno de coalición español, volcado en ayudar con tanques a Ucrania y acoger a refugiados que huyen de la guerra, existen divergencias entre los socios: PSOE apoya sin reservas el derecho de los ucranios a luchar contra la invasión y expulsar al agresor; Podemos, en cambio, es de los partidarios de la paz que prefieren no socorrer al agredido porque consideran que toda ayuda militar alimenta el conflicto.

Todos hablan de paz, uno inicia la guerra y otro la sufre en su territorio. Entre tanto, el enfrentamiento bélico se cronifica y se estanca en trincheras (como las de Bajmut) que ni avanzan ni retroceden, pero que dejan un reguero de decenas de miles de víctimas, entre muertos y heridos, que no para de crecer en ambos bandos. ¿Quién tiene razón? ¿Cuál actitud es más realista y sensata?

Lo que parece cierto es que, tras más de un año de una inaudita e inconcebible guerra en el continente europeo, ambos argumentos albergan su parte de razón y, también, de error. También mucho de hipocresía. Hacer de ellos una síntesis sería lo deseado si no fueran excluyentes. Se trata, por tanto, de un dilema de complicada resolución. A ver si logro aclararme.

Los que buscan la paz, liderados por China en un afán por asumir protagonismo en las relaciones internacionales y representar al Sur global, apuestan por explorar vías alternativas que, si no bastan para frenar la guerra, al menos podrían servir para acortar su duración y los daños que ocasiona. No lo expresan abiertamente, pero anteponen la consecución de la paz al restablecimiento de la justicia.

Ejemplo de ello es la actitud del presidente de Brasil, Lula da Silva, para quien Volodímir Zelenski, presidente de Ucrania, es igual de responsable que Putin de la guerra. El mandatario sudamericano insinúa en sus declaraciones que, en la búsqueda de la paz, ninguno de los bandos puede resultar vencedor ni perdedor, por lo que Ucrania deberá aceptar que no conseguirá todos sus objetivos militares o, lo que lo mismo, no logrará recuperar íntegramente su antiguo territorio.

Algo parecido a lo señalado por Jürgen Haberman, filósofo alemán representante de la Escuela de Frankfurt, en un artículo publicado en Süddeutsche Zeitung y El País en mayo de 2022, titulado “Guerra e indignación”, aconsejando negociar porque esta guerra no se resolverá en los términos derrota/victoria. Ni Rusia puede ganarla ni Ucrania perderla. Entre otras cosas, porque si las dos primeras guerras mundiales arrasaron Europa, un nuevo conflicto nuclear la destruiría para siempre.

Por su parte, China, que mantiene estrechas relaciones comerciales y diplomáticas con Rusia, además de compartir con ella el repudio a la preponderancia norteamericana no sólo en Occidente sino como garante del orden mundial, presentó un documento de 17 puntos como base para una posible negociación.

El país asiático desea convertirse en intermediador neutral a escala internacional (como puso de manifiesto al conseguir, en marzo pasado, la reanudación de los lazos diplomáticos entre dos archienemigos. Irán y Arabia Saudí), puesto que ha sido el único de los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU que ha presentado un plan de paz sobre la mesa.

A pesar de su postura ambivalente, China no oculta sus preferencias, pues llega a calificar la guerra de simple “crisis”. Sus propuestas de paz no dejan de ser un catálogo de grandes principios que todos comparten, pero pocos –y menos la Rusia de esta “crisis”– respetan.

Así, afirma, entre otras cosas, que debe respetarse la soberanía, la independencia y la integridad territorial de todos los países. Sin embargo, China, alineada con Rusia, no condena la agresión a la soberanía, independencia e integridad territorial de Ucrania de manera explícita.

Es verdad que tampoco ha reconocido la anexión rusa de Crimea. Y que de momento no envía armas a Rusia, aunque le presta todo el apoyo económico, diplomático y comercial que permite a Putin sortear las sanciones económicas de Occidente.

Por su parte, quienes ayudan a Ucrania a resistir la invasión rusa y defenderse de la agresión buscan reparar una injusticia. Perciben la guerra como un acto de suprema e intolerable injusticia, contrario al Derecho Internacional y a la legalidad, tratados, acuerdos y convenciones que rigen las relaciones entre Estados y países del mundo.

Legalmente, la invasión rusa de Ucrania es una violación de la Carta de las Naciones Unidas. En sí misma, tal agresión constituye un crimen de Derecho Internacional al perseguir derribar un Gobierno legítimamente elegido. Se trata, por tanto, de no dejar pasar una flagrante y descarada violación de la legalidad internacional y mostrar un necesario deber de solidaridad con la Ucrania invadida por Rusia sin motivo alguno. Y ello no solo por meras razones morales, sino también prudenciales y estratégicas, entre las que también se cuelan intereses particulares u oportunistas.

El respeto a la integridad territorial y soberanía de los Estados es, en la arquitectura legal internacional, un principio sagrado e indiscutible, piedra de bóveda en la que se basan el orden y la estabilidad mundial. De ahí que la citada Carta de la ONU reconozca el derecho inherente de todos los Estados a la legítima defensa individual o colectiva, recogido también en los Principios del Tratado sobre el Comercio de Armas. Socorrer al Estado que es víctima de una violación de su derecho a la soberanía e integridad territorial es un deber para quienes defienden la democracia y el imperio de la ley.

No hay duda, pues, de que Ucrania debe resistir y rechazar la invasión de su territorio, contando con el derecho a recibir, con tal fin, toda la ayuda armamentística, financiera, humanitaria y de cualquier tipo que necesite para su defensa.

En ese sentido, Europa está especialmente involucrada en la reparación de la injusticia y el restablecimiento de la legalidad en Ucrania. Se juega su razón de ser. Porque, aunque Ucrania no pertenezca -todavía- a la Unión Europea, es parte integrante de un continente que configura progresivamente su proyecto de unidad política, lo que la convierte en el tercer ente económico-político a escala global, tras EE. UU. y China.

Y desde tal punto de vista, Europa no puede dejarse chantajear con esta agresión, entre otras cosas, porque supondría una muestra de debilidad que la condenaría para siempre en sus relaciones con el agresor y otras potencias, además de un escándalo político y moral sin precedentes, contrario a sus intereses geoestratégicos.

Bajo esta perspectiva, no se puede consentir que Rusia llegue a considerar, de ningún modo, que ha ganado o puede ganar este pulso a Occidente, en que el ser de Europa está en juego. Por eso, ayudar a Ucrania a defenderse es contribuir a proteger a Europa de una agresión injusta, ilegal e inmoral.

Es reparar una injusticia y restablecer la legalidad y el orden mundial quebrantados. Y evitar males mayores. Porque si cualquier “matón” puede hacer lo que le antoje, sin atenerse a ley alguna y sin que nadie le pare los pies, ¿cuál sería la siguiente balandronada rusa, su próxima víctima? ¿Georgia, Moldavia, algún país báltico? ¿Quizá Bielorrusia, si cambia de gobierno?

¿Incluso Finlandia, con frontera con Rusia como Ucrania y que ya, sintiéndose amenazada, ha ingresado en la OTAN, o Polonia que comparte historia cosaca y valores con la cultura eslava? Es mucho lo que hay en juego para Europa en la guerra de Ucrania como para confiar en que solo las palabras y las buenas intenciones, sin más, detendrán al agresor.

Aun así, los que colaboran en armar al ejército ucranio miden muy bien el alcance de dicha ayuda, limitándola escrupulosa y proporcionalmente a material defensivo y no al potencialmente ofensivo. Y ello es así porque, tanto EE. UU. como los países miembros de la OTAN y la propia UE, facilitan armamento y equipamiento a Ucrania y contribuyen a la preparación de su ejército sólo hasta un punto infranqueable: entrar en guerra con Rusia o que así perciba ella la colaboración occidental.

De ahí que el objetivo de esta ayuda no sea una victoria militar sobre Rusia, sino que Ucrania no acabe derrotada ni pierda su derecho a ser un país soberano e independiente, cuya existencia como Estado y nación ucranianos niega Putin. No hay que olvidar que este país es el más reciente de las naciones europeas y que logró su independencia tras la caída de la Unión Soviética, después de siglos bajo dominio de Polonia, Austria y Rusia.

Existe, además, la posibilidad de uso de armas nucleares, con las que ha amenazado reiteradamente Rusia, lo que conferiría al conflicto bélico una inmediata magnitud devastadora no solo para Ucrania, sino para el Centro y Este de Europa por la probabilidad de la lluvia radiactiva (lluvia ácida) que generan las explosiones atómicas, de persistentes y nocivos efectos para la población. Un temor que –imagino y deseo– también guarda el mandatario ruso, a pesar de sus amenazas.

En este dilema entiendo ambas posiciones, pero me inclino por que sean castigados quienes no respetan el derecho internacional y la independencia y soberanía de los Estados. El diálogo y la negociación siempre son preferidos y necesarios, pero especialmente como método para abordar conflictos y evitar el empleo de la fuerza y la violencia. Cuando estas se desatan, contraviniendo cualquier ley y todo orden, es prioritario el restablecimiento de la legalidad y la reparación de la injusticia.

De lo contrario, cualquiera que se sienta poderoso podría aplastar al débil, algo que es intolerable en democracia, sistema que reconoce a todos los Estados, grandes y pequeños, el derecho a la inviolabilidad de su soberanía, la independencia y la integridad de su territorio.

Si se transige con el quebranto de estas normas básicas de convivencia pacífica entre naciones, nadie estará seguro y la inestabilidad y la desconfianza dominarán el mundo, todavía más que ahora. Y la diplomacia sería un procedimiento innecesario, por inútil. La civilización regresaría a la época medieval, cuando la actividad de muchos pueblos era el saqueo y la conquista.

En definitiva, soy partidario de dialogar y negociar, pero antes de que se emplee la fuerza o si el agresor renuncia a ella. Mientras persista en la violencia, hay que hacerle frente para evitar mayores abusos y atropellos, y para que respete un orden que, tras la segunda guerra mundial, ha traído la paz y la prosperidad a esta parte del mundo. No sé si me explico.

DANIEL GUERRERO

8 de mayo de 2023

  • 8.5.23
No es una pregunta trampa ni retórica. Tampoco filosófica, al estilo de Kant, cuando elucubraba sobre los sentidos y los “marcos apriorísticos” mentales, como el espacio y el tiempo, con los que estructuramos el conocimiento, aunque no andaba mal encaminado. Es mucho más y tremendamente más complejo: es científica.


La ciencia lleva décadas tratando de averiguar cómo el órgano rector del sistema nervioso –que ni ve ni oye ni saborea ni palpa ni huele lo que hay fuera de su solitaria, silente y oscura cárcel craneal–, interpreta y reacciona a las señales que recibe a través de sensores externos, los sentidos.

Según el neurocientífico Anil Seth (Oxford, 50 años), que investiga desde hace años el cerebro y la conciencia, es nuestro cerebro el que elabora una "alucinación controlada" de la realidad que creemos percibir, “que es más y (también) menos que lo que el mundo real es de verdad”.

Percibimos un árbol, olemos un café, oímos el trino de un pájaro, distinguimos lo dulce de lo salado o notamos lo liso de lo rugoso y lo frío de lo caliente cuando nuestro cerebro ya ha acumulado, con toda nuestra experiencia perceptual, datos ingentes de unos “inputs” sensoriales que les llegan desprovistos de color, forma y sonido, y elabora con ellos una conjetura posible, la mejor de muchas –esa “alucinación controlada”–, sobre las causas probables que pueden producirlos.

Vemos un árbol cuando nuestro cerebro elabora el “concepto” de árbol. Si no, no lo distinguiríamos de entre la amalgama de ondas electromagnéticas que capta el ojo y procesa el cerebro. Según Eric Kandel, otro neurocientífico, no existe ninguna “mirada inocente”, sino conceptos previamente clasificados para interpretar la información visual. Lo que le sirve a Seth para subrayar que “cualquier percepción es algo que un organismo hace, y no una información pasiva que se le suministra a una 'mente' centralizada”.

¿Y por qué nuestro cerebro elabora estas construcciones perceptivas como si fuesen objetivamente reales? Porque la finalidad de la percepción es guiar la acción y la conducta: potenciar las posibilidades de supervivencia del organismo. No percibimos el mundo como es, sino como nos es más útil percibirlo.

¿Y cómo nos “percibimos” nosotros mismos? Mi “yo”, tu “yo”, cualquier “yo” se elabora de idéntico modo, pues también es una inferencia de la percepción, otra alucinación controlada, aunque de un tipo muy especial. La percepción del mundo, a través de los sentidos, se le llama "exterocepción". Y a la percepción del cuerpo desde dentro, "interocepción".

Estas últimas se transmiten desde los órganos internos del cuerpo hasta el sistema nervioso central. Sirven, básicamente, para facilitar información de esos órganos y del funcionamiento del estado general del organismo. Y ello es así porque en lo más profundo del yo se sitúa la experiencia de ser un organismo vivo. De hecho, el principal objetivo de todo organismo es mantenerse con vida. Todos los seres vivos procuran conservar su integridad fisiológica ante los peligros y las oportunidades. Por eso tienen cerebros.

La conciencia de “ser yo” es sumamente compleja. Hay distintos grados de yo: una yoidad corporeizada relacionada con el cuerpo; un yo narrativo, que configura nuestra identidad personal, al hilo de recuerdos autobiográficos, de un pasado recordado y un futuro proyectado; un yo social, relativo a cómo percibo a otros que me perciben a mí. Y un yo volitivo, que nos provoca experiencias de volición, esa especie de “libre albedrío” con el que proyectamos un poder o una influencia causal en el mundo.

Todos esos “yo” están unidos entre sí y subsumidos dentro de una experiencia unificada global: la experiencia de ser uno mismo. Pero como toda percepción, esa experiencia de una yoidad unificada no significa la existencia de un “yo” real, como tampoco existe un “color” real en las cosas, sino la mejor conjetura que se infiere de todas esas percepciones.

Ninguna percepción es un registro directo de lo que existe, sino una interpretación, una construcción activa. En realidad, el “tú” es la colección de creencias a priori relativas al yo, de valores, de objetivos, de recuerdos y de mejores conjeturas preceptivas que, sumados, componen la experiencia de “ser tú”.

La consciencia (que parece depender de la actividad neuronal del sistema talamocortical) no es algo que tengamos gracias a un poder sobrenatural o divino, sino que surge y es parte de la naturaleza. La evolución ha moldeado y dotado nuestros cerebros para el control y la interpretación de las percepciones, externas e internas, indispensables para la supervivencia.

Ello nos ha permitido manejarnos por los complejos entornos en los que surgimos, crecimos y prosperamos los seres humanos, facilitándonos, también, la capacidad de aprender de actos voluntarios previos para hacerlo mejor la siguiente ocasión. Por eso, no vemos las cosas como son, las vemos como somos. Incluidos nosotros mismos.

DANIEL GUERRERO

1 de mayo de 2023

  • 1.5.23
Un personaje famoso de la prensa del corazón, adicto a los posados veraniegos en biquini, ha puesto de súbita actualidad (si no, no sería actualidad) el asunto de los vientres de alquiler, hasta el punto de haber provocado un debate social y, por ende, también político.


No es para menos. El tema de la “gestación subrogada”, como la define la Organización Mundial de la Salud (OMS) –eufemismo que suaviza la realidad a la que alude–, no deja indiferente a nadie pues remueve las más íntimas convicciones de quienes, incluso, son partidarios de derribar tabúes que todavía cercenan ámbitos de libertad a la mujer y desearían su total emancipación para disponer de su cuerpo, su sexualidad y, por supuesto, para decidir sobre su exclusiva capacidad biológica de engendrar, aun cuando fisiológicamente no pueda.

Sin embargo, a mí personalmente me genera serias reservas éticas el hecho de que algunas mujeres puedan “alquilar” su útero para “incubar” un hijo que no es suyo sino ajeno, con óvulos, espermas o embriones de otra persona que “alquila” su vientre fértil.

Se trata, sin duda, de una posibilidad que permite la técnica médica, pero que me cuesta aceptar sin más, sobre todo en aquellos casos en que el componente mercantil o psiquiátrico parece figurar entre las motivaciones para recurrir a ella. De ahí que esta práctica me parezca, en tales supuestos, sumamente obscena, cuando menos.

Porque no se trata solo de aplicar un recurso para resolver un problema de fertilidad en parejas que no pueden tener hijos por impedimentos congénitos o derivados de tratamientos farmacológicos (quimioterapia, etc.), quirúrgicos (histerectomías, abortos espontáneos, etc.) o patologías varias, sino de utilizar la fecundación in vitro para injertar unos embriones "de laboratorio" en una gestante que no tendrá ninguna relación con el hijo que va a alumbrar.

Es decir, ese hijo alumbrado tendrá dos madres: la biológica y la genética. Y esto se produce porque lo que empezó siendo una técnica de reproducción asistida ha devenido en comercio sumamente lucrativo allá donde se permite, como en Rusia, Estados Unidos, Ucrania, Israel, Canadá y otros países, hasta el punto de que, según un estudio de The Global Surrogacy Market Report, generó el pasado año unos beneficios de 14.000 millones de dólares en todo el mundo.

¿Y de qué estamos hablando? Del método de reproducción asistida en el que la mujer gestante no será finalmente la madre “oficial” del hijo que alumbre. Según el Diccionario Panhispánico del Español Jurídico, la mujer que da a luz es la que, “previo acuerdo o contrato, cede su capacidad gestante para que le sea implantado un embrión ajeno, engendrado mediante fecundación in vitro, y se compromete a entregar el nacido al término de su embarazo”.

Tal método se denomina "gestación subrogada", "gestación por sustitución" o, popularmente, "vientre de alquiler", y consiste en que una mujer fértil accede a gestar en su vientre al hijo de otra persona o pareja. Estas otras personas son lo que se conoce como padres de intención. Tras el nacimiento, el hijo se entrega a los padres de intención y la gestante renuncia, como estipula un contrato previo, al derecho de maternidad y a la filiación del recién nacido.

Existen distintos tipos de gestación subrogada: la tradicional o parcial y la gestacional o completa, en función de si la inseminación artificial se realiza con material genético (óvulos) de la gestante o si no aporta ningún material genético, sino que proviene de la futura madre o de un banco de óvulos donados.

En ambos casos, en función de si la gestante recibe compensación económica por el embarazo o solo un pago por los gastos del parto, se puede hablar de "gestación subrogada comercial" o "altruista". Y entre las personas que recurren a este método de reproducción suelen destacar las parejas homosexuales, hombres o mujeres solteros y las parejas heterosexuales que no pueden tener hijos.

En España, la gestación subrogada está prohibida desde que se promulgó la primera Ley de reproducción asistida, en 1988, que consideraba nulo de pleno derecho todo contrato de subrogación de útero. Una doctrina que el Tribunal Supremo ratificaría cuando, en una sentencia de la Sala de lo Civil, de 2022, señaló que los “contratos de gestación por sustitución vulneran los derechos fundamentales tanto de la mujer gestante como del propio niño”. Y por si quedaban dudas, la última reforma de la Ley del Aborto recoge, además, que esta técnica es una forma de “violencia contra las mujeres en el ámbito de la salud sexual y reproductiva”.

Legalmente, por tanto, está prohibida en nuestro país y no caben interpretaciones -y mucho menos sentimentales, como las que esgrime el personaje de la farándula que ha protagonizado el debate– para considerar que los vientres de alquiler sean una opción más al supuesto “derecho” a tener un hijo.

Solo cabe la posibilidad de acudir, previo pago de los emolumentos correspondientes, a esas clínicas foráneas donde se practica este tipo de intervención, como han hecho Miguel Bosé, Cristiano Ronaldo, Ricky Martin o la artista en el candelero. De hecho, en nuestro país se contabilizan más de 2.500 niños nacidos por gestación subrogada.

No obstante, la fertilización in vitro sí es perfectamente legal, pues está indicada en mujeres o parejas con problemas de fertilidad. Aproximadamente, un 12 por ciento de parejas en edad de procrear (de 15 a 45 años) es estéril. En esos casos, la fecundación in vitro es un válido procedimiento de reproducción asistida que permite a estas parejas cumplir el sueño de tener descendencia. Pero se aplica hasta determinada edad de la madre, por razones obvias.

Así y todo, se dan casos de quienes buscan sortear este límite de edad acudiendo también al extranjero, como la mujer de 67 años que dio a luz dos niños y que murió tres años después de ello. O el de aquella otra, de 64 años, que parió gemelos tras una fecundación in vitro y que anteriormente tuvo otra niña por el mismo método, cuya custodia le fue retirada tras declararse una situación de desamparo, por detectar problemas de aislamiento del menor, deficiencias en su higiene, vestimenta inadecuada y absentismo escolar. Los psicólogos que valoran estas peticiones saben que existen componentes obsesivos o trastornos psiquiátricos en el empeño de ser madre cuando la naturaleza o la biología no lo permiten.

De ahí mis reservas éticas a la extensión de esta técnica reproductiva, más aun si es ilegal, en toda persona de cualquier circunstancia que pueda costeársela. Me despierta especial cuestionamiento ético el papel de la madre gestante y el del hijo “adquirido” a cualquier precio.

Considero, sinceramente, que quienes recurren a este procedimiento de “embarazo en diferido” no piensan ni en la mujer que “vende” su útero ni en el ser que viene al mundo en tales condiciones. Ambos son actores forzados (motivación económica en la gestante y egoísta en el niño alumbrado por encargo) que plantean a mi conciencia el interrogante de si lo que la técnica hace posible es aceptable, sin más, desde la ética o la moral. Porque ambos están involucrados en un procedimiento animado por un lucro que recuerda sospechosamente al tráfico comercial de la compraventa de niños y el de órganos, en este caso vientres, que son mujeres.

Ambos actores, en definitiva, son cosificados y discriminados como mercancías al servicio de terceros que instrumentalizan a la gestante y al niño para satisfacer cuestionables deseos, intereses o apetencias no exentas de componentes patológicos.

Esa explotación de la función reproductiva y de la instrumentalización del cuerpo (vientre) de la mujer con fines lucrativos, particularmente en mujeres vulnerables (¿existe de verdad alguna mujer que se preste a ello sin necesidad, por puro altruismo?), es una clara afrenta a su dignidad y una forma de violencia contra ella.

Además, también se instrumentaliza al niño así concebido, pues es considerado mero producto resultante de un proceso “fabril”, como si fuera un bien o un servicio, encargado para satisfacer un supuesto derecho, el de los padres intencionales.

Más allá del sentimentalismo por tener un hijo o un nieto, no existe en el derecho internacional ningún “derecho al hijo”, sino el hijo como sujeto de derecho. Según la Convención sobre los Derechos del Niño, el interés superior del menor tiene una consideración primordial.

La dignidad que lo ampara como ser humano de especial consideración se ve afectada cuando se altera y mercantiliza su filiación, de capital importancia para su identidad, ya que en estos casos viene determinada por quien formaliza el contrato de gestación y no por la madre que realmente lo ha concebido.

Máxime cuando en España la filiación de los hijos nacidos por gestación de sustitución será determinada por el parto. Este obstáculo para registrar o inscribir al niño lo sortean los padres comitentes aportando una resolución judicial del país donde han efectuado el procedimiento, certificando la filiación del nacido a favor de los padres intencionales y no de la gestante subrogada.

Pero más allá de estas reservas ético-legales, me plantea una amarga preocupación el hecho de que, en no pocos casos, estos niños de vientre de alquiler sean “encargados” por padres intencionales que difícilmente los verán crecer hasta la adultez, educar y formarse para ocupar su sitio en la sociedad y disfrutar de una vida plena.

Carecerán de la compañía, el ejemplo y el apoyo de unos padres que los protegerán hasta que se valgan por sí mismos. Es decir, me entristece que hayan sido concebidos más por el egoísmo obsesivo de quienes, a cualquier precio, pueden permitirse el lujo de comprar un embarazo para colmar el deseo de ser padres o abuelos como sea. Vamos, que no lo tengo claro, a pesar de que la señora Obregón reluzca feliz en la portadas de la prensa rosa, como cuando posaba en bañador.

DANIEL GUERRERO

24 de abril de 2023

  • 24.4.23
Todos los desiertos que conocemos en el mundo antes fueron otra cosa: lugares repletos de vegetación, lagos o espacios en los que el agua y la vegetación no escaseaban. No nacieron siendo esos inmensos territorios áridos, llenos de arena o rocas, inhóspitos para la vida, como los del Sahara, Gobi, Australia o Kalahari, entre otros.


El mayor desierto del mundo, el Sahara del norte de África, era hace 6.000 años una región de sabanas y exuberantes y frondosas praderas, con lagos y regada por abundantes lluvias, donde corrían animales de gran tamaño y en la que los seres humanos dejaron sus pinturas rupestres dibujadas en la piedra.

También el de Gobi, entre China y Mongolia, era hace milenios un paisaje, a gran altitud, con mesetas de estepas y campos herbáceos, al menos durante la estación húmeda. Y el de Kalahari, en África del Sur, fue anteriormente un gran lago de agua dulce llamado Makgadikgadi. Incluso el de Arabia, que se extiende por Arabia Saudí y Egipto, albergaba hace unas decenas de miles de años un gran número de lagos en los que chapoteaban hipopótamos y búfalos de agua.

Aquellos vergeles originales son ahora páramos desérticos donde las condiciones extremas de calor o frío los convierten en lugares desnudos, secos, despoblados, en los que a la vida le cuesta adaptarse. Al menos, a esa vida cómoda y sedentaria a la que el hombre civilizado está acostumbrado y a la que no renuncia aunque esquilme al planeta.

Pero han sido los ciclos geológicos y climáticos los que han transformado tales espacios en desiertos, cuando se retiraron las últimas glaciaciones y se alteraron las épocas de lluvias. El Sol y el calor completaron la tarea al evaporar cualquier vestigio de humedad que pudiera haber en ellos. Es decir, la disminución de las precipitaciones y el aumento de la evaporación son las condiciones que generan los desiertos que hoy conocemos.

Esas condiciones pueden ser debidas a causas naturales o a la acción del hombre. Tanto es así que, si nadie lo remedia, será el ser humano y su actividad económica los que condenarán al Parque de Doñana, esa joya ecológica Patrimonio de la Humanidad, a acabar como un desierto más del mundo. Va camino de ello.

No importa que sea uno de los más importantes ecosistemas mediterráneos húmedos, con una costa que todavía sigue siendo una franja virgen sin asfaltar, excepto esa espinita letal de Matalascañas, y una marisma que alterna un lago en invierno y un secarral en verano que atrae especies de ambos ambientes.

Para muchos, y por muchas razones (ideológicas, económicas, culturales), no es más que un terreno desperdiciado y despreciado que solo sirve para que aniden aves migratorias, se solacen el lince ibérico, los ciervos o el tejón, bajo la mirada escrutadora del águila imperial, y se distraigan unos cuantos turistas amantes de la naturaleza que apenas cubren el coste de los guardas que los guían.

No es de extrañar, pues, que para algunas de las poblaciones de su entorno, el Coto de Doñana sea, simplemente, un hándicap, un obstáculo o un freno a su economía que lastra el desarrollo y el progreso de aquellas poblaciones y su fuente primordial de ingresos: el cultivo intensivo de la fresa y otros frutos rojos.

Y hacia esos detractores va dirigida, oportunamente en período electoral, una iniciativa legislativa de la Junta de Andalucía, consistente en aprobar la ampliación del regadío agrícola hasta aquellas fincas que lo tenían prohibido pero que regaban sus tierras con agua de pozos ilegales.

Tampoco importa que la zona tenga prácticamente agotados sus recursos hídricos debido a la sobreexplotación del acuífero del subsuelo que nutre la reserva natural y su comarca. Ni que ello contribuya a acelerar la falta de agua que determina la aparición de un desierto.

Con todo, no es la primera amenaza que acecha tan emblemático espacio. Ya, en los años sesenta del siglo pasado, tuvo que sortear un plan agrario que lo reduciría a su mínima expresión, a un simple jardín forestal. También hubo de enfrentarse al proyecto de una carretera que, como una herida lacerante, lo atravesaría desde Huelva a Cádiz.

O a aquel gasoducto para transportar derivados del petróleo que transcurriría desde el puerto onubense hasta una refinería en Badajoz (Extremadura). Sin olvidar a la presión urbanística que aun se cierne sobre la costa, al dragado del río Guadalquivir que nunca se descarta sino que se aplaza o a la contaminación de afluentes que alimentan el parque a causa de residuos agrícolas o escapes de agua ácida y lodos tóxicos procedentes de la minería, como el acontecido en Aznalcóllar, hace justo 25 años, y del que sus responsables salieron impunes.

No hay que ser adivino para predecir que Doñana será un desierto. Y lo será no por factores climáticos o naturales, sino por obra y gracia de la estulticia humana y del egoísmo materialista de la sociedad en la que vivimos, solo interesada en el rédito inmediato y el máximo beneficio, aunque ello suponga pan para hoy y hambre para mañana.

Su transformación en una área estéril, seca, tórrida y vacía no sucederá al cabo de milenios de evolución geológica y climática, sino de forma progresivamente acelerada, de pocas décadas, en virtud de la mano del hombre y su sinrazón económica, medioambiental y política.

Porque, aunque es cierto que la debida preservación del Parque de Doñana plantea problemas sociales y económicos a la comarca, al restringir unos usos y una actividad centrados en la agricultura de regadíos que debería de ser compatible y sostenible con la existencia de un espacio natural protegido, no se consigue escapar a la dicotomía de una cosa o la otra.

Al parecer, no hay medios ni voluntad, ni antes ni ahora, para compatibilizar ambas necesidades, las ecológicas y las productivas, y ofrecer alternativas que permitan la conservación de un espacio natural junto a la garantía económica y laboral de los pueblos del entorno que carecen de más medios de vida que la agricultura.

Y ello pasa por llevar agua al Parque no para ampliar regadíos sino para alimentar sus recursos hídricos y contrarrestar la falta de precipitaciones. Y por disminuir el número de regadíos, cerrar los pozos ilegales y estimular, con rebajas fiscales, subvenciones e infraestructuras, la instalación de empresas, cuya actividad no sea perjudicial al medio ambiente, que ofrezcan una alternativa socioeconómica a una población obligada a abandonar sus cultivos tradicionales.

Si en la actualidad no hay agua ni subterránea ni superficial, si los científicos nacionales y foráneos advierten del “insostenible punto crítico” por el que atraviesa la reserva y si una sequía extrema está dejando el acuífero en niveles nunca vistos y los embalses medio vacíos, la sorprendente decisión de la Junta de Andalucía de legalizar cerca de mil hectáreas de nuevos regadíos va en contra del Parque de Doñana y a favor de su transformación irremediable en desierto.

Lo que perjudicaría a la postre, aunque parezca contradictorio, a los propios agricultores por la degradación, erosión, aridificación y desertización de un territorio que acabará afectando al suelo limítrofe destinado a labores agrícolas.

Asistiremos entonces a un caso más de empobrecimiento y destrucción de ecosistemas bajo el impacto del hombre, que se sumará a los 12 millones de hectáreas que cada año se pierden por la desertización del suelo. Tal será el legado que dejaremos a las generaciones futuras: el desierto de Doñana.

DANIEL GUERRERO

10 de abril de 2023

  • 10.4.23
Que los poderosos arrancan beneficios a los momentos de crisis –representan una oportunidad, según ellos–, es algo que en este sistema capitalista en el que vivimos nadie discute, salvo cuando esos beneficios son escandalosos –caídos del cielo– y se consiguen empobreciendo aun más a los humildes y desfavorecidos, que son los que soportan en verdad todas las crisis, tanto financieras como sanitarias, bélicas, económicas, energéticas y las que sean.


Algo así es lo que sucede actualmente en diversos sectores de la economía española. Los muy ricos están sacando tajada del cúmulo de crisis que nos golpea sin cesar. No hay más que ver el panorama. Los bancos (CaixaBank, Santander, BBVA, entre otros) obtienen pingües ganancias en la actual coyuntura, con las que reparten suculentos dividendos entre los inversionistas, mientras niegan facilidades a los atrapados en deudas e hipotecas cuyo interés no para de comerse la nómina de cualquier trabajador.

Las compañías petroleras, pobrecitas ellas, tan quejicas cuando el Gobierno les obligó a adelantar la rebaja de veinte céntimos por litro de gasolina a los consumidores con la subvención al combustible, están haciendo su agosto, pues recaudan como nunca en plena escalada de precios del petróleo. Así lo reflejan los balances de Repsol, Cepsa, CHL y demás petroleras, que tampoco reparten tales beneficios –también caídos del cielo– con sus clientes, abaratando el producto de los surtidores. Todo les parece poco.

Incluso Inditex, la mayor empresa textil española, propiedad de Amancio Ortega, ha cerrado la temporada 2022-23 con beneficios récord de miles de millones de euros (4.130), que sirven para aumentar la retribución de sus accionistas en un 29 por ciento, y la de su fundador y máximo accionista, que se embolsará más de 2.200 millones de euros en dividendos.

Sin embargo, semanas antes, la compañía se negaba a nivelar los salarios de las trabajadoras de tiendas con las de sus compañeras de logística, fábricas y centrales, lo que suponía un incremento en incentivos de poco más de 65 euros al mes.

Tras huelgas y cierres de tiendas, la empresa finalmente aceptó -calderilla para sus ganancias– ese plus en las nóminas de sus empleados. Eso sí, repartido entre varios ejercicios, no vaya a ser que el agujero que provoque en la cuenta de resultados aboque la quiebra.

Y como estos, se podría hacer una larga lista de ejemplos sobre la sensibilidad empresarial a la hora de arrimar el hombro en períodos en los que siempre se hunden los mismos, aquellos que hacen rentables los negocios a costa de apretarse todavía más el cinturón y pasarlas canutas.

Sin embargo, los que no se hunden, sino que flotan y engordan todavía más sus ganancias, son los poderosos e inmensamente ricos, los que patronean y controlan sectores imprescindibles para la población en su conjunto y la economía nacional. La lista sería interminable y vergonzosa, si no diera asco.

Pero todavía hay ejemplos aún más hirientes. Porque afectan a las cosas del comer, con las que no se juega ni debería especularse. Tal es el caso de Mercadona, esa cadena de supermercados propiedad del valenciano Juan Roig. Es el colmo del enriquecimiento gracias al hambre o apuros a la hora de adquirir alimentos de los clientes, cosa que también practican Carrefour, Día, Hipercor y otras grandes superficies, cuyos balances han sido espectaculares.

El lenguaraz y cínico empresario valenciano, cuando tuvo a bien presentar los beneficios del último año, reconoció textualmente: “hemos subido una burrada los precios, pero (había) que hacer sostenible la cadena de montaje”. Asegura el ínclito patrón, a modo de excusa, que los precios en sus supermercados se han incrementado solo en un 10 por ciento, mientras las compras a proveedores lo hicieron un 12 por ciento.

De esta manera, pretende dar a entender que ha hecho un sacrificio en favor de los clientes. Y lo dice como si hubiera perdido dinero. Pero no es así. Sus ganancias (beneficio neto) han sido de más de 700 millones de euros, un 5,6 por ciento mayores que las del ejercicio anterior (680), batiendo un récord de ventas de alrededor los 31.000 millones de euros, un 11,6 por ciento más. Y por si fuera poco, se atreve alardear de aportar a las arcas del Estado, vía impuestos, una cantidad ingente de dinero que exige que sea bien utilizado por los políticos.

Al parecer, para muchos de estos pudientes, contribuir al bien común y redistribuir la riqueza nacional es sinónimo de despilfarrar un dinero que ellos ganan con esfuerzo y sudor. Como si fueran los únicos que se esfuerzan y sudan, obviando que cualquier asalariado soporta, proporcionalmente, mayor presión fiscal.

La insinuación del señor Roig es, simplemente, una variante, aplicada a sus cuentas, del eterno mantra de los conservadores: la eficiencia de la gestión privada frente al supuesto derroche de la pública. Es decir: Mercadona lo hace bien y el Estado, empero, gasta el dinero en fruslerías, como carreteras, hospitales, escuelas, policías, juzgados, pagar pensiones, subvenciones a parados, ayudas a los vulnerables, becas a los estudiantes, comprar vacunas cuando hay alguna epidemia y un largo etcétera. ¡Qué manera de tirar el dinero!, pensarán Roig y sus conmilitones, pudiendo cada cual costear sus propias necesidades.

O cuando las arcas públicas dejan de recaudar para disminuir unos precios que, en los alimentos, están encareciéndose de manera vertiginosa. Por ello, el Gobierno modificó a la baja, desde enero, el Impuesto del Valor Añadido (IVA) a ciertos productos alimenticios. A los de primera necesidad, como el pan, harina, leche, queso, huevos, frutas, legumbres, cereales, etc., de hecho les aplicó una rebaja hasta el 0%.

De poco ha servido, pues según la organización de consumidores Facua, “uno de cada tres productos afectados por esta rebaja del IVA ha subido de precio”. Subidas que se han producido a lo largo de toda la cadena alimentaria (aquella que quería hacer sostenible el dueño de Mercadona), incidiendo mayormente en los canales de distribución.

Es lo que explica esas extraordinarias ganancias –como caídas del cielo–, que benefician a las grandes superficies de alimentación. ¿Es eso legal? Si lo fuese, ni es ético ni estético. Por el contrario, nos parece absolutamente inmoral e indecente porque afectan a una necesidad básica del ser humano: la alimentación.

Un sector en el que se está produciendo una estrategia especulativa por adelantarse y compensar un probable tope a los precios de determinados productos básicos que impida tales márgenes de beneficios. Con estas subidas no justificadas ya se ha “amortizado” la rebaja de impuestos (IVA) implementada por el Gobierno, favoreciendo la temible inflación que encarece precisamente lo que más duele a los ciudadanos: la cesta de la compra (un 16,6 por ciento en febrero).

Una inflación alimentada por los beneficios empresariales y no por los sueldos, según datos del Banco Central Europeo, puesto que crecen el doble que los costes laborales. Sin ningún pudor, las empresas están trasladando a los precios el grueso de sus aumentos de costes. Así consiguen unas ganancias extraordinarias sin hacer frente a subidas salariales. De ahí, también, que se nieguen en redondo acordar un pacto de rentas que permita un reparto adecuado de la carga que soportan unos más que otros. Prefieren el máximo beneficio para el capital y las penurias para el trabajo.

Y todo ello en un contexto de crisis múltiples -energética, económica, financiera (otra vez los bancos), más las incertidumbres derivadas de la guerra de Ucrania–, que devastan cualquier economía doméstica. Ante tal situación, ¿es admisible, como si fuera inevitable, que el sector alimenticio y la cadena de distribución obtengan esos enormes beneficios a costa de las estrecheces y dificultades de una gran parte de la población?

¿Es suficiente que el mercado, sobre todo el alimentario, se regule únicamente por la Ley de la Oferta y la Demanda, como exige el capitalismo más desalmado? ¿O debería ser intervenido puntualmente, en circunstancias como las actuales, para evitar abusos y avaricias (topar precios, cheques para la compra o tasas a las ganancias extraordinarias)?

¿No era función de la política fiscal y económica la redistribución de la riqueza nacional, haciendo que aporten más los que más ganan? ¿No se define constitucionalmente España, aparte de "democrático" y "de Derecho", como un Estado "social"? ¿Tiene alguien alguna respuesta, además del señor Roig? Pues eso.

DANIEL GUERRERO

27 de marzo de 2023

  • 27.3.23
"Somos polvo de estrellas". Esta hermosa frase de Carl Sagan, astrónomo y divulgador científico estadounidense, me vino a la mente cuando leí que habían hallado moléculas de uracilo –uno de los “ladrillos” o cuatro bases nitrogenadas (adenina, guanina, citosina y uracilo) que componen el ARN, el ácido ribonucleico presente en todas las células de los seres vivos y que “copia” el ADN, entre otras funciones, cuando la célula se divide para multiplicarse– en las muestras extraídas de un asteroide por la sonda espacial japonesa Hayabusa 2.


Se trata de un hallazgo sorprendente pero no inesperado, además de un éxito absoluto del ingenio astronáutico de Japón, miembro “reciente” de la industria espacial, que ha sido capaz de enviar, en 2018, una sonda hacia el asteoide Ryugu, situado a millones de kilómetros, “aterrizar” en él para recoger esas muestras y enviarlas a la Tierra en una cápsula que cayó sobre el desierto de Australia en 2020.

Y aunque ya se habían encontrado compuestos similares en algunos meteoritos ricos en carbono, de los que existía la duda de si estarían contaminados por el contacto o exposición al ambiente terrestre, esta es la primera vez que se tienen muestras directas de un asteroide, selladas antes de viajar a la Tierra, que no dejan lugar a la duda: nuestro planeta fue “fecundado” por otros cuerpos celestes con las sustancias orgánicas complejas que favorecieron la aparición y evolución de la vida hace millones de años.

De ahí que la frase de Sagan retumbe en mi cerebro con renovado fulgor, máxime si se recuerda al completo (“Somos polvo de estrellas reflexionando sobre estrellas”), ya que lo que asumimos como una metáfora poética parece convertirse en profecía científica, al preconizar que estamos constituidos por elementos que procedieron de estrellas muertas en el remoto pasado del Universo.

Y es que asteroides como Ryugu, junto a meteoritos o cometas, están formados con el material procedente de la nube molecular que dio origen al Sistema Solar, hace unos 4.500 millones de años. Gracias a ellos, estos elementos orgánicos llegaron a la Tierra y otros planetas a través de impactos meteoríticos en los albores del tiempo.

Una sonda similar, la Osiris-Rex, fue lanzada por la NASA en 2016 hacia el asteroide Bennu, otro cuerpo celeste rico en sustancias orgánicas, donde llegó en 2018, para también recoger muestras “in situ”, estando previsto que regrese el próximo septiembre. ¿Confirmará esta sonda los hallazgos de Ryugu y las hipótesis sobre el origen orgánico extraterrestre? Seguramente, sí. Queda poco para saberlo.

Lo que no podrá saberse –todavía– es si sería condición indispensable para el surgimiento de la vida en la Tierra la aportación de estos elementos orgánicos llegados desde espacio mediante meteoritos, puesto que se desconoce cómo surgió la vida a partir de los elementos “no vivos” que la constituyen.

Como fuera, aquellas primeras formas de vida, que aparecieron en el mar, se dotaron del ADN y ARN que les permitiría multiplicarse y evolucionar, gracias a esos “ladrillos” procedentes del espacio. Para secundar esta hipótesis, los científicos japoneses también hallaron más de diez aminoácidos en el suelo del asteroide, como el ácido nicotínico, presente en la vitamina B3, molécula que ayuda a los seres vivos a extraer energía de los nutrientes, crear reservas de grasa y preservar el ADN.

Desde esas primeras células hasta culminar en la vida consciente que reflexiona sobre su origen en las estrellas no hay más que un paso cósmico. Y eso es, justamente, lo que hace extraordinariamente bella a la frase de Carl Sagan y lo que las muestras del asteroide Ryugu parecen confirmar: “Somos polvo de estrellas”.

DANIEL GUERRERO

13 de marzo de 2023

  • 13.3.23
Oponer resistencia a la Inteligencia Artificial (IA) es una lucha perdida, puesto que ya ha venido y lo ha hecho para quedarse. Y como todos los avances para los que no estamos preparados, pues son disruptivos, causa recelo y dudas. Tantas dudas y recelos que, en mi caso, me ponen en estado de alerta ante el avance imparable de la IA en tareas que, por ignorancia, creía libres de tal tecnología. Y es que no confío en ella. No me fío en absoluto de la IA como tampoco lo hacía, en su día, del microondas, de internet y hasta del teléfono portátil, mal llamado móvil.


Reconozco que temo aquellas tecnologías que me arrollan porque las desconozco y no las domino, a pesar de que supongan avances impresionantes para muchos profesionales en incontables indicaciones o trabajos. Apenas les aprecio utilidad práctica en el ámbito doméstico, en el que, como mucho, las empleamos fundamentalmente para calentar agua o café, curiosear páginas web o intercambiar ”guasaps” por mero entretenimiento. Tengo que admitirlo: soy así de simple y analógico.

Con la IA me sucede lo mismo. De entrada, me cuesta creer que lo que nos venden por IA sea realmente inteligente. A lo sumo, admito que son sofisticados programas de almacenamiento y gestión de datos, algoritmos programados para extraer información entre miles de millones de ejemplos y bases relacionados con la cuestión encomendada.

Por ello soy visceralmente reacio a considerar ese artilugio cibernético equivalente a la mente humana. Podrá ser muy útil de ayuda, como una enciclopedia inabarcable, en procesos que requieren datos y tiempo ingentes. Pero reconocerle inteligencia, capaz de construir un pensamiento original (bastaría un simple poema), creo que es adjudicarle una facultad de la que carece, a menos que redefinamos el concepto de inteligencia, esa que nos hace interrogar lo que somos y poner en cuestión lo existente para superar nuestras limitaciones.

Lo de artificial no lo discuto, por obvio. Con todo, admito que se trata de programas sumamente complejos para buscar, seleccionar y comparar datos con los que elaborar una respuesta mecánica a un problema determinado. Pero los considero incapaces de acometer reflexiones para las que no están diseñados, es decir, que no pueden pensar por sí mismos e interrogarse sobre su propia capacidad supuestamente inteligente. No llegan al extremo, tan humano, de elucubrar y emocionarse con hallazgos frutos de su sabiduría o ignorancia. Ese saber que no se sabe nada.

Pero si el calificativo de IA me enerva, más me inquieta aún su aplicación en procesos cotidianos que nos avocan a una dependencia indeseada y que poco a poco acabará embotando capacidades propias que dejamos de practicar. Nos vuelve cómodos y torpes, y lo que es peor, controlables y manipulables.

Máquinas cada vez más listas y personas progresivamente inútiles y obedientes. Tanto, que ya nos cuesta aparcar porque el coche lo hace solo y mejor, y si lo dejamos, conduce por nosotros. También confiamos en que nos guíe con el navegador sin saber dónde estamos. Sibilinamente, para que nos vayamos acostumbrando a esa dependencia, se va extendiendo el hábito de pedir a un asistente electrónico que ponga la música que nos gusta y encienda las luces al llegar a casa.

Incluso le hacemos preguntas a un ChatGPT que, muy prudente él, elude respuestas comprometidas por ser políticamente incorrectas: “No soy capaz de tener creencias u opiniones personales” (OpenAI). Ya hasta le ganan la partida a todo un campeón mundial de ajedrez (Deep blue).

Dentro de poco, porque se está en ello, llegarán a diagnosticarnos en función de los síntomas y datos analíticos que les proporcionemos, sin que ningún médico de “carne y hueso” nos ausculte y mire a los ojos. E irán reemplazando al ser humano en cada vez más actividades y tareas.

Llegarán a conocerte mejor de lo que puedas conocerte tú mismo, en virtud del rastro que vamos dejando, a través de móviles, internet, tarjetas bancarias, compras on line, etc., en el enjambre digital. Pronto estaremos, si es que no lo estamos ya, eficazmente clasificados en todo tipo de registros alimentados por una IA que continuamente nos escruta y controla. Lo grave es que le permitimos ingenuamente que lo haga, ignorando que lo enumerado más arriba es, simplemente, lo menos “dañino” que puede causarnos la IA cuando se aplica “sin maldad”.

Porque podría servir, y de hecho sirve, para otros propósitos menos benévolos, como la desinformación, la elaboración de noticias falsas y para la pura y simple manipulación. Ya Iñigo Domínguez, en su artículo “Robots más listos y humanos más tontos” lo expone de forma clara, por lo que me ahorraré el esfuerzo.

Añadiré, sin embargo, que la publicidad y la propaganda se elaboran en muchos casos con ayuda de IA para “personalizar” mensajes y “seducir” (iba poner embaucar) a los destinatarios, consiguiendo influir en sus decisiones, no solo para comprar, sino incluso a la hora de votar.

Son sistemas expertos en inundarte de (des)información por todos los soportes y canales comunicativos posibles hasta lograr que renuncies a seleccionar tal avalancha de mensajes, y conseguir que te creas los “empaquetados” según tus gustos y tendencias. Eso es lo alarmante y peligroso de la IA: su uso para objetivos ocultos o espurios.

Y es que la tecnología con IA que se utiliza para reconocimiento facial no sólo sirve para “copiar” rasgos de personas desaparecidas o crear rostros falsos y presentarlos como si estuvieran vivos (Deep fake), sino que puede utilizarse para rastrear, localizar y vigilar a personas de manera automática, violando sus derechos.

Gracias a la IA, capaz de aprender simulando los procesos inductivos y deductivos del cerebro humano, se pueden construir armas autónomas –“armas con cerebro”, como las bautiza Javier Sampedro– que decidan su objetivo, pudiendo matar sin intervención humana.

O fabricar drones autónomos, no teledirigidos, que destruyan infraestructuras, edificaciones o poblaciones (militares o civiles) con sólo “educarlos y entrenarlos” para tal misión. De hecho, esta tecnología se utiliza ya para fabricar armas, lo que mueve a Antonio Guterres, secretario general de la ONU, a clamar contra su uso: “Las máquinas con el poder y el criterio para matar sin implicación humana son políticamente inaceptables y moralmente repugnantes, y la ley internacional debe prohibirlas”.

No se trata, pues, de ser catastrofista, sino de ser cauteloso y tener presente los riesgos que supone el “mal uso” de la IA, puesto que las consideraciones éticas, morales, culturales y emocionales escapan de los millones de big data con que estas máquinas elaboran sus respuestas y articulan sus conclusiones.

Y ya que está entre nosotros, deberíamos de estar pendientes de que la IA sea utilizada respetando siempre unos límites que impidan que se vuelva en contra nuestra. Máxime cuando esta tecnología es susceptible de un uso malicioso e interesado, opuesto al bien general.

De lo contrario, servirá para ahondar desigualdades y generar división, abusos, discriminación y manipulación. Un peligro del que nos vienen advirtiendo cada vez más pensadores y líderes sociales (Stephen Hawking, Éric Sadin, José Antonio Marina, Yuval Noah Harari, Víctor Gómez Pin y hasta ¡Elon Musk!, entre otros) cuando resaltan la ya innegable soberanía electrónica en la actividad económica, pero también, en gran medida, en la del ocio, las comunicaciones y la información.

Y es que, por muy bien diseñadas y entrenadas que estén estas máquinas, si su “inteligencia” se limita a seguir instrucciones de un programa y no se rige con criterios éticos o morales, poca inteligencia demostrarán poseer, aunque sean capaces de resolver y responder cuestiones sumamente complejas. Lo que no me deja más tranquilo.

DANIEL GUERRERO

CULTURA (PUBLICIDAD)


GRUPO PÉREZ BARQUERO

CULTURA (NOTICIAS)



CULTURA - MONTILLA DIGITAL

DEPORTES (PUBLICIDAD)

AGUAS DE MONTILLA

DEPORTES (NOTICIAS)



DEPORTES - MONTILLA DIGITAL

COFRADÍAS (PUBLICIDAD)

AYUNTAMIENTO DE MONTILLA - CANAL WHATSAPP

COFRADÍAS (NOTICIAS)



MONTILLA COFRADE

Montilla Digital te escucha Escríbenos