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Rafael Soto | Una cuestión de carácter

En conjunto, la literatura es un desierto lleno de escorpiones escondidos en la arena. Si vale la pena recorrer sus senderos es porque, como ocurre con las personas, en ocasiones encuentras oasis que te hacen olvidar tanta banalidad y mala uva.


Unos versos con cuyas emociones te identificas, un ensayo bien escrito de un tema de interés, el personaje de una novela con el que buscas similitudes… Como lector, me he encontrado en varias ocasiones con libros que parecen haberse puesto delante de uno en el momento preciso. Sin duda, es una ilusión provocada por nuestra inevitable necesidad de dar sentido a los hechos, aunque sepamos que son meros frutos del azar.

Mucho más difícil es escribir. Tal y como yo la experimento, la escritura requiere método, constancia y ritmo. Resulta complicado no mostrarse maquinal y efectista en un relato corto, por ejemplo. Por eso, como en la vida, los grandes escritores son unos grandes impostores: nos hacen creer que lo que han escrito procede de la naturalidad de la expresión cotidiana.

Como mal lector y peor escribiente, redacto las líneas de ficción con la firme voluntad de obviar lo leído. Cada vez que pienso en los grandes, me desanimo. Sin embargo, tarde o temprano, a lo largo del día, llega el momento de releer lo escrito en su conjunto. Y, entonces, llega esa tortura cotidiana de reencontrarse con los mismos patrones que has identificado en otros y que, sin pedirte permiso, han germinado en una imaginación que nunca es del todo inocente.

Cuando llega el momento funesto, lo primero es disimular: das la vuelta a la situación y buscas confundir al lector. Modificas la escena, las palabras o el sentido para hacerle pensar que esa idea es tuya por completo, por miedo a que piense que se lo has robado a otro.

Hay quien dice, quizá con acierto, que el buen escritor debe de ser un buen ladrón de escenas, diálogos, situaciones… No sé qué decir a eso. Desde luego, Eugenio d’Ors lo tendría claro: todo lo que no es tradición es plagio. Y, bien pensado, lleva razón: solo un profundo conocimiento de la tradición permite hacer algo original, so pena de repetir lo ya hecho. Aunque, por otro lado, ¿queda algo nuevo bajo el sol?

Tratas de leer a los grandes. También sus cuadernos de notas: sus pensamientos, ideas, opiniones… ¿Cómo saber que has escrito algo con calidad? ¿Cómo evaluar si el relato es maduro o si es una ñoñería?

Sin embargo, llegas a una librería y adquieres literatura y ensayos actuales. Y, entonces, salvo honorables excepciones, te haces la pregunta: ¿De verdad este tipo escribe mejor que yo? Y empiezas a plantearte lo de la arena, los escorpiones y las tontunas de ciertos ambientes literarios.

Quizá, madurar en literatura, al igual que en la vida, implique hacer las cosas lo mejor que uno sabe. O, dicho de otro modo, puede que la literatura, para empezar, sea una cuestión de carácter.

Haereticus dixit

RAFAEL SOTO
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