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Rafael Soto | Mala sangre

Cualquiera con las capacidades físicas necesarias puede emitir un grito de angustia. Un grito de angustia que también puede surgir de la frustración, de una necesidad no satisfecha, cuando los malos se salen con la suya, cuando te sientes solo o de una pueril demanda de atención, por poner unos ejemplos. Un grito de angustia es un acto ambivalente, porque lo generan los sentimientos más negativos y, sin embargo, es una liberación que puede concluir con una satisfacción a la demanda de alivio.


Ahora bien, ¿qué ocurre cuando la satisfacción no llega? La psicología e, incluso, los relatos épicos más antiguos conservados nos dan la solución más sensata. Por un lado, aceptar la realidad tal y como es. Por otro, dilucidar entre lo que nos es posible cambiar, lo que no, y actuar en consecuencia. Por desgracia, la mayoría de las personas no es sensata.

Tras el grito de angustia, cuando no viene la satisfacción, llega el silencio. Una ausencia densa, no muy diferente a la que provocan la culpa o el fracaso. Un silencio que se rumia y cuya solidez percibimos, incluso, en el aparato digestivo. Y, preparados o no, llega la acción, o reacción, según se mire.

Cuando la sensatez no se impone llega la irracionalidad o, lo que es peor, la racionalidad mal dirigida –o digerida, que sería más correcto–. Se imponen el llanto, la locura, el odio o, en ocasiones, la peor de las actitudes, la mala sangre. Se trata de esa búsqueda de satisfacción que puede ser vengativa y provocar el acto más imperdonable de todos, que es el que brota de la crueldad.

Albert Camus lo sabía. No en vano, fue contemporáneo de algunos de los mayores horrores que han contemplado los cielos. Y, desde un profundo conocimiento del ser humano, llegó a afirmar que el desprecio acababa desembocando en el fascismo. ¡Cuántos gritos desesperados han acompañado a la esvástica!

En España, donde el desprecio es deporte nacional (Fernando Fernán Gómez dixit), parece que estamos abocados al peor de los radicalismos. En una época de frustración, ira, tabúes y realidades líquidas, la identidad es el último refugio. Los movimientos de extrema derecha vasca y catalana se han salido con la suya, están logrando desmantelar el Estado –ya no es más que una mala sombra–, y están consiguiendo normalizar la injusticia.

Si todo vale, tal como enseña el sanchismo, no hace falta ser muy listo para comprender cómo evolucionará la realidad político-social. ¿Cuánta mala sangre puede provocar la imagen del supremacista Carles Puigdemont burlándose del Estado de Derecho en las plazas de Girona? Mal asunto.

Haereticus dixit

RAFAEL SOTO
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