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Rafael Soto | Elecciones personales

Julia salió tarde del trabajo, como de costumbre. En realidad, había terminado su jornada casi tres cuartos de hora antes, pero tenía que dedicarle tiempo al networking, o sea, a trabajar su red de contactos. A diferencia de otras personas, lo hacía sin placer, más por necesidad que otra cosa. Por suerte, sus padres le cuidaban al niño. En especial su madre, que fue quien le hizo el divorcio más llevadero.


La trabajadora se metió en el coche sobre las nueve de la noche. Antes de poner en marcha el motor, tenía la costumbre de revisar el móvil por si había algún mensaje relevante. No era el caso, por suerte. Arrancó el coche y se dirigió deprisa al supermercado, antes de que cerrara.

Había hecho la compra unos días antes pero, a saber por qué, no había semana en la que no se le olvidara algo o no le surgiera alguna necesidad. En esta ocasión, se encontró a sí misma desorientada entre los pasillos del supermercado, sumergida en las pegadizas melodías que el hilo musical transmitía mientras buscaba sobres de levadura y un bloc de dibujo. Bloc que, por cierto, le habían pedido a su hijo hacía una semana en los talleres de verano y que la criatura de su corazón y de sus entrañas no le comunicó hasta el día antes de que expirara el plazo.

Julia se tomaba muy en serio las promesas a Antoñito. En especial, desde que se produjo el divorcio. “Si apruebo todo me haces un bizcocho de los tuyos”, le hizo prometer. Y, en efecto, aprobó quinto de Primaria con notas excelentes pese a la ruptura de sus padres. Como hacía de cocinar para la semana durante el fin de semana, no encontró fuerzas entonces, y menos con el calor. Sin embargo, estaba decidida a hacerle el bizcocho con la amasadora antes de cenar.

Con más prisa que la que exigiría la prudencia, hizo su compra y se dirigió a casa de sus progenitores, tornados en cuidadores no profesionales en beneficio de la conciliación. Llamó al número de su madre, le pidió que hiciera bajar al niño y que, por favor, se diera prisa en hacerlo. Por supuesto, la criatura tardó más de un cuarto de hora en ir al baño y recoger sus cosas. Se subió al coche, le dio un beso a su madre y, mientras la señora conducía hasta casa, este le contaba lo que había hecho durante el día.

Eran las 21:50. Antoñito se dirigió a la habitación mientras que Julia emplataba la cena. Como eran platos fríos, los dejó aparte y empezó a introducir los ingredientes del bizcocho en la amasadora: dos huevos, tres vasos de harina tamizada, dos vasos de azúcar, un vaso de aceite, otro de yogur, ralladura de limón, algo de canela, un sobre de levadura y la pizca de sal, que nunca puede faltar en los dulces de esta naturaleza.

Agotada, Julia engrasaba el molde del bizcocho y echaba un ojo a la amasadora mientras precalentaba el horno. Entonces, llamó a Antoñito a voces y le ordenó que pusiera la mesa. Una costumbre que el hijo reprodujo sin rechistar. “¡Bizcocho!”, gritó el niño emocionado cuando se dio cuenta de lo que su madre estaba haciendo. “Para mañana, que tiene que reposar. Te comes un trocito con la tostada”, le previno su madre.

El hijo cantaba de alegría mientras ponía los platos. Un sonido absurdo y que, sin embargo, su madre disfrutaba en silencio. Se sentaron a la mesa y pusieron la televisión. Él quería sintonizar un canal de dibujos animados mientras comía su plato de ensalada de garbanzos con verduras y atún. Sin embargo, eran las 22:10 y ya había empezado el debate electoral entre Pedro Sánchez y Alberto Núñez Feijóo. Lo sintonizó y le pidió al hijo que se callara.

Antoñito escuchaba sin entender. Julia entendía, pero se le hacía indigesta la ensalada de garbanzos: la estaban poniendo nerviosa. La comida entraba por su boca, la masticaba y, con dificultad, la tragaba entre reproches, mentiras manifiestas por ambas partes, y muy mala educación.

“¿De verdad que no puedo poner los dibujos animados?”, insistió el niño. Julia le mandó callar. El plato no se acababa y le costaba hilar argumentos con tanta interrupción. Por fin aparecieron los moderadores y miró al plato de garbanzos. Bebió agua fresca y, al volver a mirar a la pantalla, sintió un profundo sentimiento de asco, pena y vergüenza ajena.

“Mamá, ¿qué pasa?”, le preguntó Antoñito refiriéndose al debate. “Nada hijo, nada”, respondió mientras miraba al reloj para que no se le pasara el bizcocho, “dos mentirosos discutiendo por si convencen a alguien”.

Julia observó al hijo por un momento, pensativa, y dirigió la mirada al televisor. “Pon los dibujitos si quieres”, decidió por fin, provocando un estallido de júbilo en el pequeño. “Pero no me pongas la mierda esa que ves siempre, ponme algo en condiciones”.

La madre soportó los dibujitos animados que le gustaban a su hijo en lo que le quedó de cena, que le fue mucho más fácil de tragar y digerir. No es que le gustaran, desde luego, pero eran mejor para su hijo que la bazofia electoral. Ya vería los resúmenes otro día. Lo que le tocaba ahora a Julia era sacar el bizcocho del horno bajo la atenta y excitada mirada de su hijo. Eso, y cobrarse un beso por la faena.

Haereticus dixit

RAFAEL SOTO
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