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COLEGIO PROFESIONAL DE PERIODISTAS DE ANDALUCÍA

Mostrando entradas con la etiqueta La putada de ser piano [Carlos Serrano]. Mostrar todas las entradas
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16 de noviembre de 2013

  • 16.11.13
Ana creía que no era verdad. Lo deseaba con todas sus fuerzas. Desconocía el camino que la llevó a esa situación. No lo vio venir. Ni ella ni tantos otros en su misma situación. Tres días. Se dice pronto. Nueve letras. En tres días vendrían las terribles nueve letras de "desahucio".

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Entrarán a la fuerza para saciar el hambre de la bestia. Una hambruna provocada por ella misma. Cuando el monstruo tenía suficientes alimentos, todo eran falsas sonrisas y palmaditas en la espalda. FirmaS, estaban entre amigos. Puto sentido del humor de los buitres.

Se comieron el pastel. Quieren las migajas. Ella guarda lo que puede en cajas de cartón donde no cabe lo más importante: lo vivido entre esas cuatro paredes. Algunas fotos, un par de libros y ropa. Ojalá pudiera dejar de sentirse como una marioneta en manos de unos titiriteros sin escrúpulos. Bailando al son de su horrible música.

Creía que sería eterna aquella nube conseguida con sus ahorros que estaban a salvo en sus manos. Fueron años buenos al principio. Trabajo y viajes, pensando la posibilidad de traer un nuevo miembro a la familia. De repente, rumores. Noticias vagas sobre caÍda de acciones. No había que preocuparse. Otras veces habían llegado informes semejantes sin que pasara nada finalmente.

Aquella vez fue diferente. Un despido, el bebé tendría que esperar. Ante la situación, se hablaba de revoluciones, de cambiar el mundo. Ana solo quiere su casa. Ha leÍdo mucho sobre el tema, escuchó muchas opiniones. El motivo de que se quede en la puta calle es un misterio.

Cierra otra maleta. Otro poco de su vida. No quitan una casa, quitan un pedazo de persona que habita en ella. Las risas, los llantos, las comidas con amigos y los polvos echados por los rincones. El más leve susurro, los gritos. Cajones y estanterías desnudas. No termina el ataque demencial. Después de los recuerdos, cual matón de instituto, igual de cobarde, te agarran de los tobillos, todo lo que salga de tus bolsillos es suyo. La dignidad de Ana, también.

Por fin, toma la carretera. Mira por la ventana. El rudo paisaje urbano deshumanizado. Ni una pizca de verde. Lo arrancó el hormigón mientras el azul del cielo era asesinado por antenas parabólicas. Toma aire y suspira. Que le aproveche al banco el dióxido de carbono de su respiración.

CARLOS SERRANO
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5 de octubre de 2013

  • 5.10.13
No era posible. Eran las mismas gentes, las mismas caras. Ambrosio seguía preocupado. Eran las mismas calles, los mismos olores. El mismo banco en el cual se sentaba y daba de comer a las palomas que por allí pasaban para conseguir algunas migajas. Miró a la catedral y observó con desilusión, con miedo, que aquel edificio no podía ser el mismo en que fue bautizado y en el que hizo la primera comunión.

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Miró a su derecha. No estaba el viejo taller de su padre. Había sido sustituido por un hipermercado o algo así. Miró a su izquierda. No estaba el cine de barrio donde probó por primera vez los carnosos labios de Susana. Lo habían derribado hace un mes.

Dejó a las palomas y se fue a su casa arrastrando los pies. Tenía la impresión de que se había mudado a una cuidad lejana que nada tenía que ver con aquella donde pasó toda su vida.

Tras atravesar aquellas calles, en otros tiempos abarrotadas de gente, llegó a su casa. Tenía tres habitaciones, una de ellas cerrada siempre con llave. Cualquier día de estos Ambrosio la abriría.

Decidió sentarse tranquilamente a ver las noticias. Con desilusión observaba que siempre pasaba lo mismo. Otra mujer era asesinada por el bestia de su marido, otra guerra en un país lejano, aunque Ambrosio tenía la impresión de que se desarrollaba a unos pasos de su casa.

Un partido político que dice esto y luego hace lo otro. Esas cosas que pasan en la vida diaria y que mucha gente se niegan a ver. Pero Ambrosio tenía puestas la gafas, no podía huir de la realidad. Apagó la televisión y comprobó que un silencio oscuro y molesto se había apoderado de la vivienda.

No podía seguir viviendo así. ¿Dónde estaban metidos sus ideales de juventud?. ¿Tal vez habían sido fusilados sus sueños de viajes, sus huidas amorosas, sus escritos sobre la vida que siempre quiso vivir y no pudo? Esta era la oportunidad, iba hacerlo.

Tembloroso cogió la llave que colgaba de su cuello, se dirigió a la puerta cerrada... Otra vez lo mismo. No podía. ¿De qué tenía miedo? La solución a sus problemas estaba delante de sus narices, solo tenía que empujar esa puerta y sería libre.

Libre de un lugar que desprecia, de unas gentes hipócritas que lo saludaban por lo que había sido. De unos hijos que abandonaron a su padre, a los sueños y esperanzas que éste tenía en ellos.

Respiró profundamente. Miró aquella puerta que, a pesar de estar hecha de madera, parecía ser de hierro. Con una fuerza que jamás creyó poseer, la rompió de una patada. Allí estaba su preciada maleta. Encima de un escritorio que nunca debió abandonar. Bajó los escalones de dos en dos, como si volviera a tener veinte años. Cogió el primer tren que salió de la estación para no volver.

CARLOS SERRANO
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17 de agosto de 2013

  • 17.8.13
Tras el intercambio de provocaciones y declaraciones, ha ocurrido lo inevitable. Recién nacida la madrugada, los valientes soldados de nuestra Armada lograban interceptar a la fragata británica HMS Westminster. "No permitiremos más provocaciones", ha declarado un miembro del Alto Mando a este cronista.

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"Tenemos pruebas más que suficientes para sospechar que el Gobierno británico está preparándose para llevar a cabo acciones para mantener Gibraltar a la fuerza. Sin ir más lejos, hemos conseguido averiguar mediante informes de los Servicios de Inteligencia, que el Gobierno británico ha cambiado los nombres de su puertos por nombres clave".

El agente de los Servicios de Inteligencia, Secretos Susurro, nos amplía esta preocupante declaración: "La fragata británica HMS Westminster salió del puerto de Portsmouth. Han cambiado los nombres de sus ciudades por nombres de equipos de fútbol. Muy sospechoso".

El HMS Westminster partió de la base naval de Portsmouth, Inglaterra, a las nueve de la mañana para unas maniobras en el Mediterráneo que incluyen una visita a Gibraltar, ha informado el Ministerio de Defensa del Reino Unido. "Nos pillaba de paso", han afirmado.

Según los primeros informes de la operación S.T.W.B. (acrónimo que alude a "Se nos acabó el chollo del Tabaco y el Whisky Baratos"), el navío de combate de 133 metros de eslora y 4.900 toneladas es el último miembro de la operación Cougar 13 que ha zarpado de la isla, después de que el portahelicópteros de la Armada británica HMS Illustrious abandonase el mismo puerto el lunes a las 10.30, despedido por efusivas muestras de entusiasmo.

"Traednos paella y sangría", gritaban emocionadas las madres británicas a sus hijos sin saber si volverían a verlos. "Tened mucho cuidado", gritaban llorando. Una escena sobrecogedora. Ninguna madre británica desconoce el poder de las armas más poderosas del Ejército español: las playas y la cerveza. Muchos británicos han caído en combate tras probar la peligrosa combinación de tomar mucho sol sin protección, arena y mucho zumo de cebada.

El Cuerpo de Mando del HMS Westminster ha reconocido que "nada hemos podido hacer contra las superiores fragatas españolas". Obviamente, lo dijeron en inglés. Este periodista se lo ha traducido. De nada. La operación para interceptar el navío fue preparada por el mismísimo jefe del Estado Mayor de la Armada, Pedro Olivares.

El mismo hombre que haciendo oídos sordos a sus colegas de profesión, logró tomar Perejil con solo un helicóptero de combate y una mísera lancha de reconocimiento, teniéndose que enfrentar a las poderosas tropas que defendían el islote: un experto tirador de ochenta años con escopeta oxidada y sus mortales cabras.

"No es el momento de vivir de glorias pasadas, lo importante es que la operación S.T.W.B. ha sido un éxito. No hemos perdido ningún efectivo y hemos logrado enviar un claro mensaje". Cuando iba a explicar cuál era, a Olivares le sonó el móvil. "Un WhatsApp del presidente de Gobierno felicitándonos por la hazaña".

Llevar a cabo el plan de Olivares no fue nada fácil. El HMS Westminster salió a las nueve de la mañana, hora vital para nuestro héroe. Cuando supo de la noticia, estaba leyendo el Marca y tomando su café, como siempre. "Era imprescindible saber cuándo fichaban a Gareth Bale".

Cuando se produjo el contacto entre las tropas españolas y británicas, fue clave el factor sorpresa. "No contaban con que los recortes en Defensa jugaban a nuestro favor. Contábamos con expertos tiradores con tirachinas capaces de dejar tuerto a un mirlo a veinte metros. Al primer ojo perdido, corrió el pánico entre el enemigo", afirma orgulloso el capitán de la Fragata Fritanga, Arsénico Pezón.

Ante los rumores de que el ataque español prosiguió incluso habiéndose rendido de manera oficial el navío enemigo responde: "Vamos a ver, vienen a tocarnos las narices a las diez de la mañana, la hora del desayuno. Nos levantan de la cama a bocinazo limpio, violando el Tratado de Ginebra sobre no tocar los cojones hasta después del primer café y cigarro. No me arrepiento de nada".

Varios soldados británicos supervivientes afirman que no entienden las hostilidades de la Armada Española. "Nosotros sólo somos erasmus. Se lo explicamos por los altavoces, que nuestro destino inicial era Rota, para pasar el puente del 15 de agosto, que parasen de disparar".

Arsénico Pezón recuerda vagamente este hecho: "Es cierto: un extraño dialecto salió de sus altavoces. Al no ser español, nuestras últimas dudas sobre el plan de Olivares quedaron disipadas: había que actuar". Estas actividades se producen en plena tensión diplomática entre Londres y Madrid en torno a Gibraltar por un conflicto que comenzó cuando las autoridades del Peñón colocaron bloques de hormigón en la Bahía de Algeciras para poner fin a las actividades de los pescadores españoles.

"Si encima nos dejan sin material para el pescaíto frito... El hormigón va fatal para las piedras del riñón", solloza Pedro Crespo, pescador de Algeciras. El presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, anunció que tomará "todas las medidas necesarias" para defender los intereses de España. Reino Unido se frota las manos.

CARLOS SERRANO
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29 de junio de 2013

  • 29.6.13
El único ruido en la minúscula habitación era el de los múltiples dedos aporreando las teclas. Era música para sus oídos. Todo estaba bajo control en aquel edificio. Por eso se sentía seguro entre sus paredes. Nicolás no podía evitar sonreír mientras el resto de compañeros suspiraban por un aumento de la velocidad en aquel reloj tan feo que, sobre sus cabezas, controlaba cada movimiento con sus minuteros y segunderos. Tic Tac.

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Afiló cada lápiz minuciosamente. Colocó el folio en su Olivetti. Llenó de aire sus pulmones con fuerza, empezó a rellenar el impreso veintisiete barra dos. Una ligera brisa soplaba en su nuca, le causaba escalofríos. Alguien se había dejado una ventana abierta.

Cuando terminase el informe que lo mantenía ocupado, rellenaría otro formulario para presentar la queja pertinente por aquel descuido. Era muy fácil para él pillar un catarro. No podía permitirse caer enfermo. Eso supondría rellenar el papeleo para obtener la baja, lo que le mantendría unos días alejado de su amada mesa. Estornudó con fuerza, empezó a sentir miedo.

Una vez hallada, cerró violentamente la ventana. Cuando volvió a su silla, creía que iba a darle un infarto. Todos los compañeros se atrincheraron bajo sus escritorios. Gritaban histéricos. Un enorme león estaba en su mesa. Destrozaba con sus zarpas su preciosa máquina de escribir y se daba un festín devorando la montaña de informes ya redactados.

Se agazapó y se refugió debajo del mueble más cercano, descolgó el teléfono. No había línea. Empezó a reírse sin poder evitarlo. En el periódico, en la parte del horóscopo, advertía que sería “una jornada llena de sorpresas”. Joder, pensaba, incluso por estadística, algunas veces aciertan.

Si lo siguiente que veía era un oso atacando la fotocopiadora, llamaría al autor de aquellas escasas líneas y le pediría, con la mayor cortesía, que le permitiese el pánico, que esas cosas se avisaban más explícitamente “Piscis, quédate en casa mañana o un león te arrancará la cabeza de un puto zarpazo”. Lo de “jornada de sorpresas” era un aviso muy vago, una mierda de aviso, en comparación con lo que estaba ocurriendo.

El león estaba furioso. “Seguro que no le han gustado los impresos: el papel es de escasa calidad”, pensaba Nicolás. Se compadecía de aquel enorme felino. Se acordó de aquella vez en el baño de la tercera planta, cuando agotándose el papel higiénico, tuvo que recurrir a uno de aquellos papeles. Si a esta fiera le han dejado el mismo escozor al comer que al limpiarme el culo, estamos jodidos. Así era Nicolás. Siempre pensando en el prójimo.

El visitante se había hecho fuerte en la sala de descanso reservada a los empleados. Constaba de una mesa alargada, sillas incómodas, cafetera, y una nevera donde cada miembro del personal tenía que etiquetar su comida. Como se coma mi tupper de lasaña, me lo cargo. Según Nicolás, eso es abusar de la hospitalidad.

Tras destrozar cincuenta máquinas de escribir, tres televisores, y la nevera, según fuentes policiales la lasaña salió ilesa, el minino quedó dormido en medio del pasillo. Nicolás respiró aliviado. Dudaba sobre si aquello contaba como horas extras. Hacia dos horas que su jornada había terminado. Con mucho cuidado encendió el ordenador portátil que tenía a su lado y empezó a enviar emails a todo el mundo avisando de la situación.

Reconocía que llegar tarde a un par de sitios y en la disculpa decir “estoy atrapado en la oficina con un león. Avisad a la policía, a los bomberos o a quien proceda”, sonaba un poco ridículo, pero ante todo estaba orgulloso de su sinceridad.

Con asombro vio en Facebook que todos habían colgado entradas sobre lo que estaba sucediendo. Twitter echaba humo. Incluso habían subido fotos a la red con el título “Etiquetad a la peña. León en la oficina”. Tenía, en media hora, doscientos comentarios. Algunos de ellos del personal de Seguridad. Era oficial. Estaba rodeado de gilipollas.

Antes de que pudiera darse cuenta, se quedó dormido. Despertó sobresaltado y bañado en un sudor frio. Soñó que el león hacía mejor su trabajo. Incluso lo nombraban empleado del mes. Si había algo que no aguantaba era a los trepas. Estaba solo.

Dudaba si todos habían sido presas del visitante. De ser así, era el único superviviente. Era horroroso. Si estaba en lo cierto, tenía que hacer él todo el trabajo. El final del primer cuatrimestre económico estaba a punto de cerrarse y había mucho papeleo atrasado.

Con mucho cuidado elevó la cabeza. Nada. El feroz visitante había desaparecido. No sabía cómo sentirse. Por una parte, por motivos desconocidos, se había encariñado con aquel animal. ¿Quién no ha soñado con arrasar con todo en su oficina? Por otra, odiaba a sus compañeros. Ninguno de esos cabrones se había tomado la molestia de despertarle. Avisarle de que ya pasó el peligro. Salió afuera.

Le molestaba la luz solar. Ignoraba la hora. Antes de que pudiera ponerse las gafas de sol, un ejército de médicos, periodistas y policías se abalanzó sobre él para curarle y hacerle todo tipo de preguntas. En su cabeza solo había espacio para una pregunta: ¿Se enfadarían muchos los directivos de la planta quince por no haber terminado el impreso veintisiete barra dos? Respiró aliviado. Por fin, tras años fallidos en el colegio, funcionaría la excusa de “lo siento, el gato se comió los deberes”.

CARLOS SERRANO
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25 de mayo de 2013

  • 25.5.13
En su cabeza, a fuego, estaba el consejo que su madre le regaló de pequeño: "tú sólo júntate con los niños buenos". Su madre pasó por alto un hecho que, aunque parezca insignificante, nos marca de por vida. Los mayores cabrones fueron alguna vez, en mayor o menor medida, niños buenos. Sin preocupaciones, sólo la de con quién jugarían en el recreo o en la calle. Por cuántos cromos cambiaría su cromo de edición limitada. Si arriesgaría su canica favorita; qué pondría su madre para merendar.

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La vida es una peligrosa mezcla de coincidencias y suerte. Sobre todo, suerte. Quizás aquel amigo de la infancia sea hoy en día dueño de un banco. Miembro de un Gobierno que se empeña en tener una venda en los ojos, negar la realidad del país que día a día asesinan, cortándole libertades y derechos. Cortándole educación y sanidad.

Declarando ante los medios sin vergüenza alguna que luchar por la dignidad es comparable a las actividades de los psicópatas que asesinaron a más de seis millones de personas en una no muy lejana Europa.

O quizás aquel amigo formaba parte de la oposición. La formada por quienes tienen soluciones para todo, pero que se callaron misteriosamente cuando tenían el poder y la oportunidad de llevarlas a cabo. Quizás, aquel amigo “sólo” sea empresario. Empeñado en salir del barco que se hunde con la mayor cantidad de riquezas en los bolsillos, mientras la tripulación se ahoga sin remedio.

Tal vez, nada de eso, todo lo contrario. Podía haber llegado a ser una pequeña parte de las escalofriantes cifras que dan los telediarios de paro, pérdida de calidad de vida, salir al extranjero a perseguir lo que se negaba en su propia casa...

Todo ello invadía su cabeza mientras cogía el autobús para ir a trabajar. Mientras aceptaba todo tipo de abusos en aquel habitáculo llamado oficina. Debía pagar las facturas. Había que dar las gracias a que convirtieran un derecho en un favor. Era un afortunado comemierda.

No podía levantar la voz, había muchos en peor situación que él. En dos segundos, su silla estaría ocupada por otra persona que aceptaría un sueldo aún más bajo. Después de los años de vida del carajo, llegaron los días de la vida en la jungla. Cuando la jornada laboral daba un suspiro, miraba en su cartera. Lo hacía por ellos. Por aquellas sonrisas que atrapadas en una fotografía, le daban las fuerzas para aparentar los dientes y seguir adelante. Él ya estaba jodido, pero ellos nos tenían que heredar toda esta mierda.

Tenían en común todos aquellos elementos, el político, el banquero, el empresario, el indignado, que alguna vez tuvieron infancia. La época donde la bondad, las ganas de conocer lo que nos rodea, la inocencia, toman protagonismo. Todo problema era vencido por un beso en la rodilla raspada, un consejo, una canción.

Comía y recordaba. "Tú sólo júntate con los niños buenos". No podía evitar la risa. Como si hubiese uniforme especial que separase aquellos niños que se convertirán en buenas personas de aquellos que, por desgracia, serán los hijos de puta del mañana.

Podía dejarse la piel como padre o madre, pero hay algo que por mucho que se sacrificara no podía controlar. En qué personas se convertirán sus hijos. De los mejores padres nacen las mayores decepciones en seres humanos. Y viceversa. Es de esas bromas macabras de las que está llena la vida. Sólo podía asegurar dejar los mejores cimientos posibles. Lo que se apoyará en ellos, sólo lo sabrá el tiempo.

Por fin llega a casa. Ellos salen a su encuentro. Llenan su cara cansada de besos. Sus oídos de las anécdotas del colegio, de cómo han hecho los deberes. De a qué han jugado por la tarde. Llega la noche, se han acostado. Mientras los ve dormir, siente que llegará el momento en que todo mejorará, ellos son su mejor pastilla de optimismo.

Durante demasiado tiempo todo ha estado en manos de antiguos niños convertidos en todo lo contrario que representaba su olvidada infancia. No mañana, ni el año que viene, llegará una generación que conserve esa risa de disfrutar de las pequeñas cosas, de la sana curiosidad de abrir cualquier puerta, sin perder la capacidad de asombrarse por todo descubrimiento. De a pesar de los inevitables encontronazos, pueda más el deseo de estar bien con el prójimo que el orgullo estúpido.

Piensa en ello mientras se mete en la cama. Pone orgulloso su despertador a las seis de la mañana, que les den a esos niños frustrados. Al presidente de Gobierno, a la monarquía, a la prima de riesgo, al Euribor, al IVA, a los impuestos, a las cifras de desempleo, a los bancos, a la hipoteca...

Mañana será otro día. Por muchos tijeretazos y empeños en hacerle creer que todo está perdido, que sólo queda esperar que pase la tormenta a fuerza de sacrifico de unos pocos para que todo vuelva a ser como antes para los responsables del caos actual, sabe que no pueden con las ganas de luchar que le dan esas dos pequeñas personas que duermen tranquilamente en la habitación de al lado.

CARLOS SERRANO
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20 de abril de 2013

  • 20.4.13
El bullicio, la ciudad. Los coches y las bicicletas, las mujeres que sonríen tímidamente cuando se cruzaban con él en cualquier lugar. Podría estar enumerando cosas toda la vida. Sin embargo, seguía sobre aquella cama de hostal barato. No era por falta de dinero, sencillamente, no quería algo mejor.

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Puso la radio. La apagó de inmediato. Sabía que su país se fue al carajo en el mismo momento en el que necesitaba estudios superiores para saber sobre qué hablan en los medios. Términos de economía que jamás había oído y noticias sobre corrupción que pasaron a ser parte del día a día. Ya no es un ¿qué?, ¿quién?, ¿cómo?, ¿cuándo?, ¿dónde?... Ahora es un ¿quién fue esta vez?

Colocó cuidadosamente sobre la mesa el papel, el bolígrafo negro al lado del azul. Se sentó y miró por la ventana. Empezó a escribir. ¿Un día poco agraciado?. Podía definirse así. Esa era una mañana que no merecía adjetivos bien sonantes. Directamente, era un día de mierda.

Llevaba buen ritmo de escritura, tres folios en media hora, cuando sintió la urgente necesidad de tomar café. Sin cafeína para él, los días se hacían eternos. Bajó al bar más cercano a desayunar. Era de los mejores ejercicios de documentación. Sentarse y mantenerse alerta con el bloc de notas y el bolígrafo. Saber mantenerse a la espera. Siempre en los bares hay algo esperando a ser contando. Si es en una estación de autobuses o un aeropuerto, te tocó El Gordo.

Es la élite de los bares. De los procesos de búsqueda de inspiración. Gente constantemente de un lado para otro, con su aquí y ahora determinado. Problemas, logros, fracasos, familias, viajes, facturas y amigos. Siempre decía que si no era capaz de escribir ni una línea en un ambiente así, debería plantearse el dejar de escribir.

Tenía preparadas las herramientas en aquella minúscula mesa de madera. Estaba alerta. Era la parte más aburrida, observar. La amaba y odiaba a partes iguales. Al igual que un francotirador, la paciencia para lograr el disparo certero es clave. Nada te prepara para la espera de la primera palabra sobre el folio. Los primeros párrafos determinan si mereció la pena salir de casa. Tenía que tener listo aquel relato para la noche como fuera.

Cuando quiso darse cuenta, llegó la hora. Todo le importaba poco. No prestaba atención a las múltiples palmaditas en la espalda y los abrazos, sonrisas. Se convertirían en dedos acusadores y carcajadas hirientes cuando le tocase caer. Llevaba unas horas en aquella fiesta y ya estaba solo en la barra. Mirando al viejo que le miraba desde el espejo de aquel restaurante. Vigilaba cada uno de sus movimientos.

Mucho tiempo en aquel mundillo, quizás demasiado. Tenía la impresión de que había escrito todo lo que tenía que dejar dicho. Quería estar en un error. Despedirse con una última línea que resumiría toda su vida. Pidió otra ronda. Esta vez dejaron la botella. Necesitaba ahogarse. Fotos, aplausos. Me alegro de verle, no sabía quiénes eran. Allí estaban, hablándole como si fuese un recuerdo de sí mismo.

Aquel premio no sabía qué haría en su estantería. Tenía la duda de si era bueno, realmente sabía que lo era, o ese reconocimiento era para callarle la boca. Darle la razón como a los locos. Recordaba cuando todo era una aventura.

Relatos, poemas, ensayos. Le daba igual. Podía decir cualquier cosa en cualquier formato. Su mente ahora estaba en completo silencio. No podía irse sin agotar la última gota de talento. Jamás se perdonaría semejante autopuñalada. Continuó garabateando en una servilleta las líneas que empezó por la mañana. Cuando quiso darse cuenta, había volcado todo lo que sabía de literatura en aquel minúsculo pedazo de papel.

De repente, la única mano a la que no podía negar nada, tocó su hombro. ¿Estás bien? –le susurró al oído-. Mejor que nunca –contestó-. Llegó a casa. Aquella servilleta eran veinte folios cuando acabó la noche. Orgasmo de tinta y ginebra. Volvió por un momento a ser aquel puño que se hundía en los estómagos de muchos teóricos. El escritor debe escribir todos los días. Una mierda: las musas no entienden de horarios.

Dejó de escribir cuando se calmó el duende que invadió su sistema nervioso, atacó su mano y violó su mente en blanco. El lector dictará sentencia. Su conciencia estaba tranquila.

CARLOS SERRANO
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23 de febrero de 2013

  • 23.2.13
La vida es silencio. Existe el silencio del suicida antes de arrojarse al vacío. La muerte es silenciosa. También previo a una caricia, o un beso, hay silencio. El amor está invadido por silencios. Los segundos que callamos mientras abrimos una carta que llevábamos tiempo esperando. Demasiado tiempo. Aquellas noches de carmín, whisky y humo. Cuando caes a la cama abatido por las flechas del ejército de la ciudad y sus almenas: nadie en la calle, silencio. Las pausas previas a las malas noticias, la pausa que viene tras recibirlas.

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El mayor silencio contradictorio se encuentra en las oficinas, edificios de viviendas, grandes almacenes. Silencios de ascensor. Al entrar en aquel cubículo cortamos con todo lo que estábamos haciendo al abrirse las puertas. Callamos, dejamos la llamada telefónica en espera, da miedo la sincronización entre tantos desconocidos al realizar esta acción. Acciones de silencio. Incómodo silencio. Silencio que precede a la carcajada al salir, inclasificable silencio.

Sin monumentos, sin odas, sin recuerdo. Un fantasma que siempre nos acompaña pero con el que nunca podremos ponernos en contacto. Silencio a pesar de su inmenso trabajo, nunca cotiza. No tiene jubilación, DNI, derecho a huelga, recortes sanitarios o de educación, voto. Silencio es el ciudadano que sueñan todos los políticos. No puede defender sus derechos.

Nadie puede escribirle debido a que nadie sabe con seguridad su dirección. Nunca le hace asco a un buen vino. Es discreto en las sombras y protagonista al mismo tiempo. Silencio viaja continuamente, eterno polizón de los cinco continentes. Silencio no duerme. Ni él mismo sabe su función. Por eso no es triste ni alegre. Sólo existe. No toma nota de nada. No saca fotografías. Tiene memoria infinita. Si pudiera hablar sobre todo lo que ha visto, nadie le creería. Esa es su maldición.

No tiene en su currículo ninguna medalla al valor mostrado en el campo de batalla a pesar de que es el protagonista absoluto tras toda guerra. Conoce a todos y a nadie. Cada día es totalmente diferente al anterior. No sabe cuándo será requerido, cuánto tiempo permanecerá en un mismo sitio. No hace nunca equipaje alguno.

Le encantan los hospitales, bibliotecas y cementerios. Son algo así como su casa. Si pudiera permitirse tener una. Silencio no habla mucho, es reservado. Escucha como nadie. Es querido y odiado al mismo tiempo. Silencio se enamora de mujeres y de hombres. Los mira cuando duermen. Los protege dejándose violar por cualquiera de los muchos ruidos que apuñalan sus costillas por no ser bien recibido.

Silencio no dice nada, no suelta lágrima alguna. Cae al suelo y vaga por las calles hasta su próxima escena como el más grande de los actores sin texto. Eterno silencio.

CARLOS SERRANO
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19 de enero de 2013

  • 19.1.13
Algún día conoceré tu secreto. Estoy aquí, justo delante, e ignoro cómo lo haces. No puedo apartar los ojos de tu cara. Empiezas abrir la boca para decirme algo. Sabes que me hará daño, yo también soy consciente de ello. Aun así, no me pierdo ni una sílaba.

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Me tienes atrapado. No puedo ignorar la posibilidad de que sea estúpido. Cualquiera se habría levantado de la silla. Yo sigo pegado a ella. Recuerdo demasiadas cosas. Al mismo tiempo, guardo en algún cajón tu huída de verbo y saliva. El modo en que has seleccionado cada palabra para decirme algo muy simple: no me necesitas, sigues tu camino.

Jamás te puse cadenas ni nada parecido. Es lógico que no me necesites, nunca lo hiciste. Tuviste siempre claro quien eras y que querías. Ahora, esas cualidades me estallan en el pecho como una bala. Jamás me pidieron con tanta educación y estilo apártate de mi camino.

Intento concentrarme en tus defectos. Tu horrible voz cantando en la ducha; no eres tan linda; hay muchos ojos como los tuyos; con cualquiera puedo hablar hasta altas horas de la noche sobre cualquier tema. Todas tenéis la misma risa.

No me convence nada de esto. Sacas la artillería pesada. El encierro en mí mismo. El muro que levanté hace tiempo a mi alrededor para protegerlo con humor a prueba de todos y de nadie en concreto. Rozas mi mano lentamente.

Esperas que diga algo que haga este silencio menos amargo. No tienes suerte, me quedo callado. Te memorizo. Te guardo en un marco de algún lugar de mi cabeza. Que mi silencio no te haga enfadar. Prefiero que entre estas paredes sólo se oiga el eco de tu voz. La mía no es interesante. Mi mano sigue unida a la tuya.

Tu boca se ha cerrado. Hablan los ojos. Bella mezcla de "habla por favor" y "siento mucho todo esto". Mi boca se abre para decir adiós. Te vas. Tu perfume permanece en el aire segundos después de tu marcha.

Miro mi copa vacía como si fuese a estar llena de nuevo por arte de magia. Pido otra ronda y saco mi cuaderno. Escribo unas líneas. Tsunami de letras, coma, punto y seguido donde está todo ese yo que creías desconocer.

CARLOS SERRANO

5 de enero de 2013

  • 5.1.13
Jamás reconocería lo nervioso que estaba. Fue de un lado a otro de la oficina, sin rumbo. Con su inseparable cuaderno y mordisqueando un bolígrafo azul. Bebió más café del que era capaz de soportar. Era importante, no podía echarlo todo por la borda. Había trabajado muy duro, nadie le había regalado nada.

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El gran día. Siete de la tarde. Veinticinco de febrero. El año no es lo importante. Estaba enfrente suya, el gran tipo perfectamente preparado para la ocasión. Todo lo que hubiese leído sobre él no importaba ahora. Las preguntas fueron enviadas con dos semanas de antelación.

Confiaba en poder sacar de la chistera algunas cuestiones que le hiciera tener alguna posibilidad en el combate dialéctico que tendría lugar en unos minutos. Se estaba atragantando con su propia saliva, se deslizaba por su garganta haciendo un ruido imperceptible para los demás pero que, para él, era un espectáculo acústico.

Repaso de las notas con las manos temblorosas. Se le cayeron al suelo. La voz anunció lo inevitable. "Estamos en el aire en tres, dos, uno…". Sonaba al verdugo anunciando la ejecución. Alea iacta est.

Al principio todo fue como esperaba. El invitado era un experto: decir mucho sin decir nada. Más de un espectador se estaba conformando con aquellas respuestas que no conducían a ninguna parte, pero había demasiado en juego.

No soportaba su falsedad, era como un pacto de no agresión. Su tono de voz era el de un ser superior que tenía todas las respuestas correctas sintiendo piedad por los insignificantes de su alrededor. Inadmisible, no iba a dejarse pisotear.

Pero no iba a ser sencillo. Había que reconocer que el adversario era de categoría, y cada vez quedaba menos tiempo. El enemigo número uno en su negocio. Como se descuidara, no podía asegurar que tuviese una nueva oportunidad.

No sabría explicar cómo ocurrió exactamente, pero sucedió. Respiró profundamente y realizó la pregunta. La mayor satisfacción fue cuando aquel individuo congeló su risa. Creía que saldría impune del encuentro.

Por desgracia, dio con alguien que no iba a conformase con un “todo va bien”. Las versiones oficiales son las menos oficiales de las versiones. Publicidad. Hizo caso omiso a los gritos del realizador y director. Se reía del productor.

La victima no sabía dónde meterse. Se encaró alegando falta de ética y de rigor profesional. El profesional sonrió tímidamente y aguantó el chaparrón. Se largó diciendo que hizo su trabajo. Se largo de allí, mandando todo a la mierda.

CARLOS SERRANO

24 de noviembre de 2012

  • 24.11.12
En 1863, los tejanos que luchaban por independizarse de Méjico fueron sitiados en El Álamo, cerca de San Antonio, por las tropas mejicanas al mando del general Santa Anna. Entre los sitiados se encontraba el legendario David Crockett. En 1960, John Wayne dirigió la magnífica película El Álamo. Una de las escenas que más recuerdo trascurre en una cantina de San Antonio. En ella, David Crockett, interpretado por Wayne, dice al capitán del ejército independentista que lucha contra Santa Anna. “Hay ciertas palabras que se atragantan en la garganta. Libertad es una de ellas. Me gusta cómo suena.” Recuerden la frase.

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Salieron a la calle con banderas y pancartas. El mejor ideal posible como escudo. Pero siempre estarán las mismas grietas que no lograrán taparse. La mejor arma cuando se lucha por defender los Derechos es el respeto. Voltaire, perdónenme si me equivoco con el autor, lo expresó en su inmortal cita: “No comparto lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a expresarlo”.

Hay que luchar, de acuerdo. Pero no todos pueden. Por desgracia para muchos, la lucha se convirtió en un lujo. No existe el gris. Estás con ellos o contra ellos. Carreteras con objetos punzantes, trabajadores insultados por acudir a su puesto de trabajo, un largo etcétera que muchos dicen que no son incidentes graves. “Es lo que pasa siempre” aunque, con que pase una vez, ya es indignante.

Todo por un baile de cifras. Contra los que protestaron, un fracaso. Incluso algún medio de ideología cercana, muy cercana al Gobierno, cree que lleva la razón cuando los llama "fracasados" en su portada. Si ellos han fallado como “huelguistas”, vosotros habéis manchado con esa portada el buen nombre del periodismo. Habéis fracasado como personas. Los que salieron a la calle dirán que fue un éxito sin precedentes.

Hay una verdad incómoda. Aquellos que se atreven a decir que defienden a los trabajadores, los que llaman a la movilización, son los que están constantemente llenándose los bolsillos con dinero del Estado. Incluso aplican sus reformas laborales entre su plantilla. Una revolución pagada. A ellos se les llenará la boca con hermosas palabras, y la gente alzará los puños y gritarán. Pero no cambiará nada.

El que les llamó a tomar la calle, seguirá con su propina por ser un buen muchacho. El muchacho es humano. Es selectivo. Sabe cuándo debe encenderse “la bombilla revolucionaria”. Cuando se le toca el bolsillo. O cuando el habitante de Moncloa no sea de su agrado. Con unos mucho ruido; con otros, agacho la cabeza y, de vez en cuando, enseño los dientes. Pero muy de vez en cuando, que no se diga.

Ahora, todo parece claro. Quiero ver esa determinación, esas ganas de cambiar el mundo, tomar las calles, con los bolsillos llenos. Hay motivos para tomar la calle todos los días, no cuando se desbordó el vaso.

Es preocupante luchar contra problemas presentes con mentalidad pasada. ¿Derecha, izquierda? ¿Fascistas, rojos? Todos actualmente representan lo mismo. La idea no varía. Existe un gran pastel y todos quieren su pedazo.

Se protesta contra un Gobierno que salió triunfante con el “místico proceso” de “estos lo hicieron mal, es el turno de los otros”. En esta “juerga general” había muchas manos que no votaron. Se desentendieron de su derecho y ahora pagan las consecuencias.

De voto en blanco en voto en blanco… podrían cambiarse las cosas. Al sistema se le vence con las normas del sistema. Desde dentro. Pasadas veinticuatro horas, silencio. Contra un Gobierno que no es el mio, a la yugular; si fuera mi candidato, me convertiría en cordero.

Vamos en un barco que se está hundiendo, por no decir que se hundió ya. Tenemos que remar todos en la misma dirección para evitar ahogarnos. Abandonemos el circo de una vez. Fuera banderas rojas, azules, fuera. Fuera logotipos que no representan a nada ni nadie.

Debe ser un solo grito, un grito común. Hay que crear una alternativa. El virus que ataque desde dentro con la normativa actual. La gran victoria. Esta idea tachada de “herejía” por el 15-M es el camino.

El cambio es posible, y más necesario que nunca. Existe el poder y lo tenemos de crear un nuevo e invencible caballo de Troya. Más fuerte que los piquetes, que todas las cargas policiales... No sabemos cómo usarlo. Esto es la pesadilla. Ese es el poder de los políticos, banqueros, FMI de este mundo.

¿Seguimos como hasta ahora o levantamos todos juntos la espada para decapitar a la bestia? A esto es lo único a lo que tienen miedo aquellos que nos tienen en sus manos. “Hay ciertas palabras que se atragantan en la garganta. Libertad es una de ellas. Me gusta cómo suena”. Llevémosla a la práctica.

CARLOS SERRANO

20 de octubre de 2012

  • 20.10.12
Lo confieso, es mi vicio. Vivir. Tengo esa mala costumbre. Disfruto del primer café de la mañana, de las cervezas, o lo que pida cada uno, con amigos; de poder tener la excentricidad de llevarme bien con mi familia. Del cine, y la buena literatura. Diría también de un buen programa de televisión, pero no me gusta tomar a la gente por estúpida.

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De las grandes frases que te sueltan algunos pesados anónimos –no es plan dar nombres propios- en el autobús, o en el tren. Cuando voy andando no me paro a hablar. Voy andando a un sitio concreto, no tengo tiempo de hacerlo. Otra cosa es cuando llegue a donde sea. Que quizás pudiera ser más comunicativo con los que me rodean, de acuerdo. Pero coño, algún defecto hay que tener. Ser todo virtud es un coñazo. Y se folla menos.

Morirse es una putada. Para empezar, debes tener cuidado de cómo de grande es tu cuenta corriente. El tamaño importa. Que no es lo mismo el entierro de un cualquiera que el de un alto cargo. La muerte no nos hace iguales. Siendo sincero, nunca vi al poderoso en una fosa común.

Una vez fiambre, un doctor te abre en canal para confirmar eso, que estás fiambre. Sin invitarte antes a una copa o una cena. Los doctores se cogen mucha confianza por aquello de que no vas a presentar una denuncia por negligencia en caso de que metan la pata. Total, peor no van a dejarte.

Volvemos al tema bancario. Si nuestros fondos e “importancia” son de consideración, puede que venga hasta el Rey. Pero tranquilos por el protocolo, los muertos no lo usan. Si no alcanzas el “caché mínimo”, no hay que preocuparse. El agujero en la tierra no te lo quita nadie. Eso sí, no tendrás la visita del Rey.

No saldrás en los medios, siendo positivos, al menos que algún desalmado publique tu esquela. Te ahorras el marrón mediático. Estarás fallecido, pero la intimidad es sagrada. Lo único que nos da la muerte es la “santidad”. No se dirá nada malo de un cadáver reciente. Hay que ser muy, pero muy hijo de puta para que nadie diga nada bueno sobre ti el día de tu fallecimiento.

Comprobadas la cuenta corriente y la “santidad”, prosigamos. Llega para el creyente el momento aureola, nubes y alas. También disponen de tridente, cuernos y azufre. Esto es muy serio. Te mueres, suficiente castigo, pero no te dejan en paz.

O pintas ridículo, ya que eso de la eternidad entre nubes no tiene pinta de ser divertido, o quemarte vivo. Que esto último supone el paraíso del pirómano. No tengo claro las fronteras entre cielo e infierno.

¿Cómo se financian? ¿Fondos públicos o privados? Creo que públicos. Mucha organización y burocracia, mucha factura. Lo privado no es amigo de esas cosas. Lo único bueno de morirse es que das puestos de trabajo. Eso es más de lo que hacen muchos políticos hoy en día.

Es un gran negocio. Ataúd, flores, etc. Si te lo montan bien. Curiosamente, si no dejas claro qué quieres que hagan contigo antes de palmar, no pintas nada en la organización de tu entierro. Será la primera vez que entierran a un candidato a la incineración. O viceversa. O eres ceniza o barra libre para los gusanos. Quizás con los años, mejore el menú.

CARLOS SERRANO

22 de septiembre de 2012

  • 22.9.12
Buenas días, por decir algo. Estoy harto. "Hijo de puta" me dicen. "Cabrón". Ya está bien. Hoy voy a dejar las cosas claras, de una vez por todas. No sabría decir cuándo empezó todo. En el colegio, supongo. Dejaba dar mordiscos al bocadillo especial de mi madre, a cambio de unos cromos. Si alguien no me daba su cromo, la próxima vez que se compraba un nuevo paquete, me lo quedaba entero.

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Me acuerdo de mi primera vez. Estaba muy nervioso. Tanto por hacer y no tenía idea por dónde empezar. Hablé con ella todo el tiempo, muy lentamente, mirándola fijamente a los ojos, diciendo todo lo que llevaba dentro de mi. No había hablado así con nadie en mi vida. Al final, todo salió de lujo.

Firmó la jodida hipoteca a cincuenta años. Tipo variable. Así me hice hombre. Quería una casa en la playa y un coche que, por supuesto, no iba a poder pagar. Gracias a ella, me nombraron "empleado del mes". Menos mal que no fue la única ese año.

Pero yendo al grano. Me fastidia el pesimismo que hay en el ambiente. Que la vivienda está muy mal. Mentira. Será por puentes en este país... Vale, Rajoy los ha quitado, pero siempre quedará el trabajo, que tampoco está tan mal. Solo hay que dar unas patadas a un balón, aprender algo de portugués y te ficha el Real Madrid.

Yo sí que lo paso mal. De tener coche oficial –voy al trabajo en un Mercedes, ojo, pasado de moda ya-, de dirigir una sucursal, pasé a colaborar con una pequeña empresa de electricidad. No puedo dar nombres. La llamaremos "Endesa". He visto recortado mi sueldo una barbaridad. De cuatro semanas que solía pagar, solo puedo pagar tres en el spa de lujo donde veraneo.

Me echan en cara mis amistades. Uno no elige a sus amigos. Hay quien tiene de amigo a un fontanero, a un camarero, a un profesor, a un mecánico. ¿Qué culpa tengo yo de que mis amigos sean el presidente del Gobierno, sus ministros o empresarios? Que hay mal pensados que dicen que el Gobierno solo ayuda a los poderosos en esta crisis. Yo solo le regalé un traje y un coche; otros le han regalado una Presidencia.

Qué ignorantes los pobres. Hay que distinguir. Es normal que no nos traten igual. Que cuando me ayuda a mí, un simple banquero, o a un exministro o empresario, ayuda a un amigo. Cuando ayuda al resto, son desconocidos que no saben nada de él. No es que pase, es que no hay confianza; que la gente habla mucho sin saber nada.

"Que no recortan a la Iglesia", dicen. Normal. Esa gente trabaja para el hombre, para la mujer, lo que sea, que inventó el petróleo. No conviene cabrearlos. Que recorten a los futbolistas. Claro, mantenemos entretenido a la gente en la televisión… ¿Con documentales? Lo próximo será recomendar que la población lea un libro.

Que no pueden recortar en Investigación y Desarrollo. La gente es sabia y tiene muy claro lo que desea. Mas yo por hija mato. Y menos tubos de ensayo. En el campo de la sanidad, el copago. Es normal. Vamos a ver. Que si tengo un pequeño resfriado, que si me duele un poco el brazo. "Doctor, llevo tres meses esperando para mi operación".

Hay mucho cuentista. Así solo va al médico quien verdaderamente lo necesita. Si estás dispuesto a comprar unos medicamentos que, en verdad, no tendrías por qué pagar, es porque de verdad los necesitas. Quien diga eso de "es que ya no puedo pagar las medicinas" no estaría tan enfermo.

Luego, lo que más me fastidia son las manifestaciones. Que no se aclaran ni ellos mismos. Que te digo "recorte a los panaderos", nadie mueve un dedo. Solo los panaderos. Que les toca a los agricultores, solo se mueven ellos. Cada uno a su bola. Y quieren vender que están todos unidos contra esta situación.

Mientras sigan así, por mí, perfecto. Anda que no me he pasado buenas horas viendo a líderes sindicales firmar convenios. Tienen un sentido del humor los muy jodidos... Único, diría yo, hablando de revoluciones pagadas por el Gobierno.

Resumiendo, que no somos tan malas personas. Somos gente normal, con sus amigos, con sus hobbies... Aficiones caras, de acuerdo, pero una vez te acostumbras a un nivel de vida, cuesta mucho dejarlo.

CARLOS SERRANO

8 de septiembre de 2012

  • 8.9.12
Limpió cada pieza minuciosamente. Ordenó todo unas cinco veces para asegurarse de que todo estaba correcto. Tras estar satisfecho con su trabajo, se vistió. Salió a la calle sin mirar el reloj. Tenía en su cabeza perfectamente dividido el día. Contabilizado cada minuto que iba a usar. La improvisación era una espada capaz de decapitar su trabajada rutina.

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No había detalle en el barrio que escapara a su radar. No es que fuera una persona cotilla, simplemente se sentía seguro estando bien informado. Todo el día con su cámara fotográfica. Captando cada instante. Desde el insignificante vuelo de una paloma, hasta una madre dando el pecho a su hijo en un parque.

Es curioso cómo la vida de un barrio entero puede caber entre las tapas de un álbum. Tras su ronda de tecnología voyeur, desayuna sin prisa alguna y lee el periódico. Maldice al político o entrenador de turno. Pontifica con los colegas en la partida de mus y dominó. Tras ello, vuelta a casa.

Analiza las fotos. Coloca cuidadosamente las elegidas en su cárcel de plástico. El resto irá a una carpeta. Nunca verán más mundo que un viejo cajón de escritorio. El café de las cinco da paso a una larga pausa mirando por la ventana, decidiendo cuáles serían sus siguientes retratados.

Le gustan los retratos divertidos. Ya hay demasiada tristeza fuera de los marcos fotográficos. Aunque últimamente no había mucha alegría por su calle. Las viejas droguerías dejaron paso a los carteles de "Se traspasa" negros y naranjas. El mercado antiguo ya no tenía el mismo ambiente. Las obras paradas sin ancianos dando instrucciones a los obreros de cómo se han de hacer las cosas.

Pretendía cambiar eso a golpe de Photoshop y balance de blancos. Ojalá fuese todo tan fácil. Apretar un botón de una máquina cualquiera. Infantil la idea, sí, pero un poco de optimismo nunca viene mal. Venga a golpe de cámara o no.

La noche no le sienta bien. Demasiada calma. Necesita bullicio como el respirar. Deambula por los pasillos a la espera de algo que lo salve del aburrimiento. Podríamos decir que aquellos fotogramas, los que decoraban su cuarto y el salón, el dormitorio, sustituían a las palabras. Todo lo que provocaba alguna reacción dentro de sí caía víctima de su foco, que tanto tiempo y dinero le costó conseguir. Era hombre de pocas palabras y de mucho “disparo”.

Algunas veces tuvo problemas, ya que su especialidad no era pedir permiso a la gente que retrataba. Siempre salía ileso de las situaciones incómodas, regalando las imágenes en cuestión. Rápidamente se creó fama de buen fotógrafo, aunque excéntrico. Incluso llegó a ganar algunos premios importantes. Pero su modestia le impedía sacar pecho por ello.

Tenía en mente un plan. Cuando consiguiera llevarlo a cabo, sus días como “cazador” habrían terminado. Era muy consciente de que no era una tarea sencilla. Debía lograr la foto perfecta. Aquella que superase todo su trabajo anterior. Todo el mundo le preguntaría cómo la había logrado. Sería la joya de la corona. La niña de sus ojos.

Varias veces había estado a punto de lograrlo. Pero siempre tropezó en la línea de meta. Un empujón inoportuno y fortuito de algún transeúnte despistado, cambios de luces repentinos... La lista es interminable. Pero no se rinde.

Un nuevo día. Ha bajado la avenida principal rodeando la catedral. Esta vez iba a lograrlo. La esperará el tiempo que haga falta. Nadie lo había logrado antes. Acabaría con la “maldición” de aquella mujer a la que nadie ha visto sonreír. Se mantiene en sus trece de que es imposible. En algún momento del día, ella debe reírse. Recordando un chiste, hablando con un amigo... O reír por el gusto de reír.

Él estaría allí para guardar aquel momento para siempre. Como el soldado que espera con fe de hierro en la trinchera, con el fusil pegado al cuerpo, esperando al enemigo. Era muy cabezota. “Una mujer bonita debe tener una sonrisa bonita”. Era su obsesión particular. Tarde o temprano, se hará realidad. Con el objetivo preparado. El dedo rozando el botón con delicadeza exquisita. Lograr atrapar en red digital la sonrisa sin testigos.

CARLOS SERRANO

25 de agosto de 2012

  • 25.8.12
A pocos importó que Juan López Lledio se cortara las venas un diecinueve de julio a las tres de la mañana. Nadie puede decir mucho sobre él. Todo lo que hay en los archivos roza más la fantasía que los hechos. “Escribe unas líneas”, me dijeron. Qué fácil se ve todo desde fuera.

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Siempre miraba al patio. La ventana de enfrente tenía echada aquella horrible persiana verde. Le gustaban los diferentes murmullos procedentes de la calle, llenaban de vida su habitación. No salía mucho. Lo suficiente, según él, para darse cuenta de si ese día merecía la pena el esfuerzo de haber salido de la cama.

Me gustaría poder escribir sobre sus costumbres, pero estaría mintiendo. El párrafo anterior se lo debo a su enfermera, Doña Elena Fernández, quien estuvo con el señor Lledio hasta sus últimos momentos. Lo único que he sacado en claro es que le encantaba el mar.

No podría explicar lo que le pasaba por la cabeza cada vez que lo miraba. La arena movida de un lado a otro por el levante, el olor a tierra mojada. Solo se sentaba y miraba aquel inmenso confidente de agua durante horas.

Se sentía dichoso en aquel momento de silencio. Si miraba al horizonte veía la belleza que sólo es capaz de ofrecer la naturaleza a aquellos que saben observar. Volvía a la infancia; a correr en la calle, cuando el máximo peligro era rasparse un poco las rodillas. Volvía a los partidillos de fútbol que duraban toda la tarde; a los "¿quieres ser mi novia?" junto a los columpios en el recreo. Volvía a cuando todo era más sencillo.

Según sus colegas de Facultad, no podemos decir que fuera el alma de las fiestas, pero siempre se le echaba en falta si se perdía alguna. Pasaba de ir a las clases: hacían perder el tiempo. Aun así logró concluir la carrera como el primero de su graduación. Curiosamente, jamás llegó a ejercer como abogado, al contrario que su padre y abuelo.

He de reconocer que le echó un par cuando abrió su propio negocio en el extranjero. Se arruinó un año más tarde, pero al menos lo intentó. Una persona poco amiga de razonar, pero valiente. Creo que si hubiese podido leer un poco más sobre él, me habría caído bien.

Disfrutaba como pocos de la buena literatura. Aquel que no fuera amigo de los libros, era mejor que no se le acercara. Su casa era un verdadero almacén literario. Gran jugador de póker, no se le daba nada mal ir de farol. Desgraciadamente, eso no te vale fuera de la mesa de juego.

Alumno de la mejor filosofía vital posible: nada merece ser tomado en serio. Más de una vez se le recriminó semejante ideología. Pero qué iba hacerle, era de esos pocos iluminados que veían en todo un gran chiste.

"Ya habrá tiempo de seriedad cuando estemos todos bajo tierra, no queda otra". Esto es cosecha propia. Es la impresión personal que me dio Juan López Lledio una calurosa noche de julio, antes de que decidiera cortarse las venas y a nadie le importara.

CARLOS SERRANO

27 de julio de 2012

  • 27.7.12
Despertó, pero seguía atrapado. Habían procurado los creadores del laberinto que fuera imposible salir de allí siendo la misma persona que cuando entraste. No podía recordar nada. Aquel miedo formaba un nudo en el pecho. La sensación de haber sido el mayor de los estúpidos. No era soledad. De la noche a la mañana, se trasformó en comodín sin darse cuenta.

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Tiene una definición sencilla. Cuando no se tiene nada mejor, ahí estaba él. El pañuelo de lágrimas para unos y otros. Le encantaba ayudar, sentirse útil. A veces se preguntaba si era muy inocente, al estar dispuesto siempre a echar una mano cuando alguien lo necesitase. Escuchar, intentar, en la medida de lo posible, que los que estaban a su alrededor vieran que siempre podían contar con él.

Pero la vida siempre ametralla con sus leyes. Salió fuera a estudiar, intentar ser alguien. Cuando volvió, ya nada era lo mismo. Siguieron con sus vidas, conocieron a otras gentes, eso es inevitable. Sentirse mal por ello era como protestar porque la gente respire. Pero él siguió siendo ese eterno desahogador.

Era como pedir el favor de mantener una amistad que tanto le aportó años atrás. Ahora le aportaba de vez en cuando. Por ello, creía que merecía la pena aún. Echaba de menos que, de vez en cuando, alguien se ofreciera a escucharlo. Variar los papeles. Cuando tuvieran un hueco en sus vidas. No creía que fuese mucho pedir.

Era muy consciente de que no verse no era sinónimo de no echarlo de menos. Pero por mucho que se intentara animar, las paredes del laberinto son muy altas. Aunque no se le escapaba que, por muy grande que fuera el problema, seguirían estando cuando de verdad los necesitase.

Por ello, eran los únicos que podían decir que le conocían de verdad. Hay que reconocer que esperar a tener un problema para que la gente se te acuerde de ti es una... Bueno, no existen adjetivos para definir eso.

Era llevadero. De vez en cuando, volvían esas charlas, esos momentos en los que los nubarrones de la cabeza desaparecían. Eso le hacía volver a casa con una sonrisa. Podría decirse que le salvaron la vida esos minutos y la literatura. Soltar todo en un pedazo de papel, por miedo a que lo tomaran por loco si aquellas líneas se trasformaban en palabras.

Todo esto invadía su cabeza cuando llegaba a esa ciudad. Era poner los pies en su estación de trenes, remodelada para estar acorde con las nuevas tendencias que suponían una patada en los huevos a la antigua fachada, y su cabeza no parar de crear imágenes de todo tipo sobre cómo encontraría a la gente.

Le quedaba bajar del tren, caminar hasta llegar a casa. Una vez allí, prepararse de cena su propio orgullo y llamar. Cuando un grupo de personas te importa de verdad, cuando has vivido tanto y compartido aún más, no hay lugar para echar las cosas a la cara, si acaso hablarlo como debe ser, con calma, para no decir cosas que no se sienten, y que pueden herir como puñales.

Cuesta un mundo, pero si algo debía morir o, al menos, dejar de ser como era, él tendría la conciencia limpia que hizo todo lo que estuvo a su alcance para impedirlo. Suena el teléfono…

CARLOS SERRANO

16 de junio de 2012

  • 16.6.12
Lágrimas de felicidad, besos apasionados en las esquinas, coches pitando enloquecidos. Miles de gargantas gritando como una sola. Toda esta euforia desatada por un balón que hizo su trabajo. Entrar en una portería. Consigue hacer gritar a una ciudad su orgullo de ser española, en caso de hablar de un Mundial, o el orgullo que siente por el equipo local de turno, competiciones de Copa o Liga.

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Qué facilidad tiene para acaparar las portadas el gol de turno. Jamás veremos esa euforia desatada cuando ganemos nuestro próximo Nobel, ni veremos multitudes llorar la muerte de otro Saramago o Benedetti.

En 90 minutos se olvidan muchas cosas. El no llegar a fin de mes. El paro. La operación de la suegra, que tendrá que esperar otra semana por la maldita lentitud de la Seguridad Social.

Hay quienes pierden y ganan con esto del balompié. Pierde el que tuvo la idea en la famosa tienda de electrodomésticos, no haré publicidad gratuita, de regalar o bajar a mitad de precio sus productos si la Selección Española llegaba a la final de la Copa del Mundo.

Ganan los que no debían ganar, los políticos. Triunfa la tiranía del "pan y circo". Una semana de triunfos de la Selección Española es una semana de medios de comunicación hablando de fútbol. De población contenta que no piensa en los errores cometidos por su Gobierno. Mientras, este se frota las manos pensando que después de los palos recibidos, un triunfo deportivo puede darle otras elecciones.

Sobre esta cuestión me preocupó bastante cómo respondía un ciudadano anónimo cuando le pregunté su opinión. Me miró, se encogió de hombros y, con gran elocuencia, dijo las siguientes palabras, que me quedarán grabadas como si me las hubiera escrito con hierro y fuego: "No sé, a mí la política me la suda". Chapeau, maestro.

Veinte años. Obviamente, edad física. Mental, dada la profundidad de la respuesta, seis o siete. Me imagino a todos los políticos reunidos alrededor de una gran mesa, frotándose las manos, pensando "ya son nuestros chavales, ¡a por ellos!".

Me imagino a los colegas de tal ilustre mente pensante partiéndose de risa cuando éste cuente su hazaña. Se la suda la corrupción, los recortes bestiales en educación y cultura. La inexpugnable muralla que protege las arcas de la Iglesia. Tiemblo. Sencillamente, tiemblo.

Dícese de la política que es la actividad humana tendente a gobernar o dirigir la acción del estado en beneficio de la sociedad. Ahora, ciudadano anónimo, dime que te la suda el beneficio de la sociedad, las decisiones que te afectan a ti y a todo lo que te rodea; que te la suda tu pasado, presente y futuro.

Aristóteles definía al ser humano como un animal político por excelencia. Aristóteles estaba equivocado. De manera totalmente fortuita, me encontré con una de las grandes mentes de nuestro tiempo, capaz de responderle al maestro de la Retórica.

CARLOS SERRANO

12 de mayo de 2012

  • 12.5.12
Era un misterio tan antiguo como el vino. De piel salada y boca dulce. Fuerte como el mar que choca contra el acantilado creyendo que podrá derribarlo. Demasiado hermosa para un mundo tan frÍo. Sueña con ser ave y llegar muy lejos, huyendo de los cazadores.

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No era indiferente ante la torpeza de ellos de intentar meterla en una jaula. Perseguía ser luz. Podría escribir un libro sobre ella. Un poco de su esencia encerrada en unas páginas. Pero nunca lo intentó. No es de las que se dejan encerrar. La belleza no entiende de adjetivos.

Ahí entendió que ella siempre estaría a su lado. Estaba dolido debido a que tenía la ilusión de ponerse algún día la medalla de nunca haberle hecho daño. Por desgracia, ya no colgaría ese honor en su uniforme.

Llevaba perdido mucho tiempo. Era un soldado vagando por un páramo sin saber que acabó la guerra. Tiempos de paz con el rifle en la mano. La mayor parte de él era caos. No podía explicarlo. Lo intentó muchas veces cuando le preguntaban qué le pasaba. Soltaba por inercia un "nada".

Pero no el típico "nada" que obviamente escondía el problema. Era "nada" porque no sabía nada. Pero sabía que saldría de esa. El soldado llegaría a casa. Sano y salvo. Por desgracia, herido por las cosas que vio, que un poderoso enemigo le obligó hacer por sobrevivir, pero seguía vivo. Eso era lo importante.

Poco a poco iba siendo mejor escritor. Peor orador eso sí, pero eso iba a cambiar. No podía depender de por vida de su inspiración y de los bolígrafos que, más de una vez, se le reventaron en los pantalones. ¿Quién iba a quedarse con un poema, con un relato? Si quiere decir algo, abre la boca y escoge las palabras.

¡Cuántas veces tuvo la sensación de que aún no encontró su sitio! Seguía buscando. Y cuando lo encontrase, sabía que sería él mismo el único equipaje que llevaría en la mudanza. Él mismo y la foto de ella en su vieja cartera. Era el objeto más valioso guardado en aquel montón de cuero viejo.

Debía quitarse algunas telarañas de la cabeza que le permitieran ver claro el objetivo: estar a gusto consigo mismo. Se lo debía. A pesar de la tormenta de aquella noche, salió el sol. Ese era el mejor comienzo.

Hay amistades que tienen fecha de caducidad. Aquella no. Haría todo lo posible porque siguiera así. Cuando volviera de su caparazón, sabría que lo esperaría con los brazos abiertos, como siempre hizo. Bueno, no hacía falta esperar a atravesar el túnel. Ella siempre tuvo las palabras, la paciencia, la sonrisa.

CARLOS SERRANO

28 de abril de 2012

  • 28.4.12
Había una vez un reino muy lejano llamado España. No vivía tiempos felices. La bruja Crisis había quemado las cosechas y su dragón Recesión dormía tranquilamente sobre una colina, esperando recibir la orden de atacar a los aldeanos.

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Los caballeros del reino habían visto mermadas sus fuerzas. Unos estaban en el calabozo, o eso decían las leyes; otros, solo pensaban en comprarse un castillo nuevo.

Algunos colocaban a sus sicarios en los caminos para asaltar las caravanas con los impuestos del campesinado. Incluso existía uno que sufría de exceso de ego debido a que no paraban de regalarle armaduras nuevas. El pueblo de España sabía recompensar a sus héroes.

Los nobles no se ponían de acuerdo a la hora de encontrar una solución. Los nobles caballeros, la Orden de la Rosa, solo sabían gritar y gritar que la Orden de la Gaviota solo sabía quitar a los campesinos para pagar los caprichos de la bruja. Acusación a la que no faltaba razón. Pero la Orden de la Gaviota sabía lo que hacía.

¿Quién quiere campesinos cultos o sanos? Así son más fáciles de exprimir -digoooo... de poner al servicio del reino- y poder tener contenta a la bruja. Eran un poco despistados los caballeros de la Orden de la Rosa. Ellos tenían las soluciones, pero cuando ellos tenían más poder en el castillo de Moncloa, se les olvidó comentarlas. Esas cosas pasan.

Mientras tanto, el monarca estaba en paradero desconocido. Se tuvieron largas e inútiles charlas acerca de quién tenía la responsabilidad de la llegada de la bruja. Muchos decían que los tesoreros del reino. Otros, que todos tenían un poco de culpa.

El tesorero juega con la codicia del campesino. El campesino no puede permitirse dos vacas: pues por narices quiere dos vacas. El tesorero, con astucia, le deja el dinero para que pueda comprar su segunda vaca, pero el campesino no tiene las monedas para devolverle el dinero de dicho préstamo.

Mientras tanto, los caballeros seguían confiando en la bondad de los tesoreros. Cualquiera no deja dinero para vacas. También es cierto que desde la llegada de la bruja, los campesinos han sufrido el doble o el triple de hechizos malignos.

Fijaos, queridos amigos, cuán grande era el poder de la crisis que hasta hizo aprobar una ley absurda a los caballeros de la Orden de la Gaviota. A un campesino, por retrasarse un poco en el pago de su vaca, se la quitan. Pero si el tesorero roba seis vacas y paga media, se le perdona el tirón de orejas. He dicho "ley absurda" pero, en verdad, bien pensado, es comprensible: cuesta un huevo cuidar a seis vacas, no comparemos.

Mientras el reino de España seguía entre tinieblas, un buen día apareció el monarca. Su larga ausencia estaba más que justificada. Estaba en una lucha a vida o muerte con unas bestias milenarias a la que los magos llamaban "paquidermos".

En tal encarnizada lucha sufrió un herida en la cadera. Por ello, los juglares hicieron odas a tan heroica batalla. El monarca, víctima de su modestia, pidió perdón. Pidió perdón por no haber podido matar a unos cuantos paquidermos más. Como estaba la cosa en su reino, sería lo único que podrían comer sus súbditos.

CARLOS SERRANO

21 de abril de 2012

  • 21.4.12
Había buscado en muchas camas, besos y abrazos. Pero no era una mujer fácil. Era especial. Habitaba como podía la ciudad difícil. No iba con ella la palabra "hipocresía". Quizás por ello, más de una vez le dieron la espalda. No ser falso en el día a día es como la honradez en la política. Te sale caro, y se ve muy poco.

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Lo importante es que era feliz. Sonreía a todas horas, aunque su mirada era triste. Su cuerpo vivía el presente, su mente y sus sentidos, no. Esta contradicción no puede explicarse. Era una continua ausencia. Las personas así viven una larga búsqueda que nunca pueden dar por finalizada. Nunca están seguros de que están buscando. Son bellas personas queriendo ser ellas mismas. Si lo logran, pasan a ser hermosas personas.

También la caracterizaba el ser imprevisible. Formaba parte de su encanto. Mantenía cierta magia propia de la niñez. Aquella que perdemos con los años. La que hace que todo sea motivo de risa, de celebración, de juegos. Formaba parte del selecto club de urbanitas con luz propia. En su odisea particular, será muy útil.

Muchos la confundieron con un hada. Lo que disfrutaron de sus mejillas iluminadas cuando reía, aquellos a los que alegró con solo un abrazo, para preguntarles cómo le iba todo. Otros simplemente vieron en ella una pieza más en un montón de nada.

Ella seguía su camino. Ignoraba qué le esperaba tras cada curva, pero su afán de aventura hacía que sus pies fueran más deprisa. Siempre esperando a que alguna sorpresa saliera debajo de las piedras. Una frase escondida en los sobres de azúcar de algunas cafeterías que la hiciera recapacitar. El consejo de algún amigo, un nuevo chiste. Esas pequeñas novedades que pueden alegrarte el día cuando menos te lo esperes.

Por ello, estaba en una continua guerra civil contra ella misma. Su faceta mágica contra la que se tomaba la vida demasiado en serio. La segunda faceta está tomando posiciones estratégicas. Crecen las responsabilidades y, por tanto, sus preocupaciones. Pero la mejor faceta planta cara. Tenía tantas cosas de su parte...

Por supuesto, estaban ahí también los defectos, como todos nosotros. Se dio cuenta de que muchas cosas no volverán a ser las mismas. En el mismo momento que comprendió que las tres de la mañana no era hora de soñar que un príncipe azul la rescataba de una alta torre, era momento de beber la noche.

Por mucho que haga que hacer, siempre tendrá la tentación de tirarse por cualquier tobogán que encuentre. Y llegará a tirarse en más de una ocasión. Con un gran sonrisa. El día que desaparezca de su boca, muchas cosas habrán dejado de valer la pena.

Le queda mucho por aprender antes de finalizar su viaje. Huir, meter la pata hasta el fondo, pedir perdón miles de veces, errar, ser humano. Me encantaría decir cómo acabará, pero no depende de mí. Todas estas palabras quedarán encerradas en este papel: lo que pase fuera de él, no es mi jurisdicción.

CARLOS SERRANO

24 de marzo de 2012

  • 24.3.12
Podía. No iba a intimidarlo ni el micrófono, ni los desconocidos que tenía enfrente. Ignoraba cómo iba a lograr que olvidasen por un momento sus problemas a base de reír, pero le pagaban para ello. No sabía que era gracioso y que no lo era. Era parte de la magia de su oficio.

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El foco le molestaba. El tapón de la botella de agua no se abría. En cualquier momento sería lanzado a los leones. Sabían lo que querían, lo tenían muy claro. Por desgracia para ellos, el cómico tenía la mente en otra parte.

Sus pies van para el escenario. Su cabeza le pide que respire profundamente. Firmaría poder salir corriendo. Huiría de todo y de todos. Quizás llamaría aquel amigo vagabundo para unirse a su viaje sin destino. Escribiría su mejor espectáculo cuando recuerde lo mejor de sí mismo, acostado en camas que no serán ni por asomo tan cómodas como la suya.

Vaya situación más incómoda. No sabía qué hacía allí metido. Llevaba algunos años haciendo este trabajo. No eran nuevos para él los aplausos, las carcajadas, los incómodos silencios cuando el público se aburría con la actuación.

Los veteranos que daban grandes consejos a los novatos sobre cómo sobrevivir en el mundillo; los compañeros que, con su ego, llenaban cualquier bar; los que, al contario, a pesar de su talento, tenían una modestia que llegaba a incomodar. Los que solo actuaban una vez debido a que la audiencia no era del todo benévola con ellos...

Sirve de terapia, desde luego. Mientras el objetivo del chiste no sea ofender, aunque alguien siempre se ofende -es inevitable-, puedes desahogarte con lo que sea. Luego viene la corrección. Detalles de la actuación, una mera excusa para tomarte una copa con los del gremio.

Hay que dejarlo cuando no se siente esa opresión en el estómago. Es la primera de muchas señales de que no estás disfrutando de ello. Cuando te hace más ilusión el dinero que vas a recibir que la gente que va a verte. Cuando no te vale ya cualquier escenario.

La gente cree que siempre está en una continua actuación. Siempre le piden que haga algo que les saque de su aburrimiento, que elimine su curiosidad. Parece que el mismo momento que se enteran de su oficio, pierde el derecho a ser el mismo.

Billy Wilder dijo una vez que era mejor hacer comedia cuando se estaba triste y drama cuando se estaba alegre. Por esa regla de tres, le saldría la actuación perfecta. Creía que era una de las grandes paradojas de hoy en día. La tristeza interior del payaso.

CARLOS SERRANO

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