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COLEGIO PROFESIONAL DE PERIODISTAS DE ANDALUCÍA

Mostrando entradas con la etiqueta Diario de una equilibrista [María Jesús Sánchez]. Mostrar todas las entradas
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3 de abril de 2021

  • 3.4.21
Tengo –tenemos– dos opciones en este momento: o nos miramos el ombligo y despotricamos todo el día acerca de nuestra mala suerte y nos hundimos en el lodo del victimismo o miramos alrededor para ver qué hacer que nos haga sentir bien, dentro de las posibilidades de la jaula de la pandemia. Buscar emociones que nos hablen de vida y no de muerte.


El viernes pasado fue uno de esos días en los que algo se rompió en mí y pensé: "esto no es vivir, es dejarse arrastrar por las malas noticias". ¿Qué me hace feliz a mí? ¿Qué me emociona? Claramente, el arte en todas sus versiones.

Busqué la oferta cultural de mi ciudad y esa misma tarde había un recital de la soprano Ainhoa Arteta y la mezzosoprano Nancy F. Herrera. Ahí iba a estar yo. Sola o acompañada. Al final, una de mis amigas del alma me acompañó. Otra alma que vibra con la música.

Nos tomaron la temperatura, respetamos las distancias de seguridad y nos sentamos en nuestros asientos. Una entrada no muy cara nos permitió volar durante casi dos horas. Dos mujeres brillantes que no se hicieron sombra. Ainhoa, con sus agudos y su divismo no histriónico, y Nancy, con la artista que es. ¡Qué Carmen más maravillosa! Con su vestido fucsia de cola y sus movimientos de mantón bordado capaces de derrotar a toda la tropa francesa.

"Lo necesitaba". Ese fue el suspiro que se nos escapó a las dos a la salida. Necesitábamos sentirnos vivas, ya sea con un paseo por el campo, comiendo al aire libre con un amigo o escuchando a todo volumen ese disco de rock que nos vuelve locas.

Ayer practiqué otra de mis pasiones: hice una visita guiada a un pueblo cercano y aprendí algo más de nuestra historia, de cómo vivían los que nos han precedido. De cómo el hombre y la mujer siempre se han movido para descubrir nuevos lugares; de cómo han ido evolucionando y de lo que aún nos queda por mejorar.

Plantéate qué hace tu día diferente, qué pequeño gesto o decisión pueden marcar la diferencia entre la rutina y un momento para recordar. No se necesitan grandes estridencias, solo buscar la ilusión y dejarse llevar por ella. No quiero que el tiempo me huya: seré yo la que lo controle con mi reloj de arena.

MARÍA JESÚS SÁNCHEZ

20 de marzo de 2021

  • 20.3.21
Los sentidos son los únicos que nos permiten viajar a un tiempo pretérito. A menudo a momentos felices o, cuando menos, alegres. He recuperado aquella camisa de organdí que tanto me acompañó en esas noches de risas y bailes por bares desconocidos, con mi traje sastre y mi reloj con cadena, herencia de algún antepasado.


Aquello era libertad: vestir como quería, ir a clubes llenos de gente diferente donde todo el mundo cabía. "Diversidad" era la palabra. Nadie criticaba a nadie, la música nos unía. La uniformidad me aterra. Jóvenes con salud de hierro capaces de bailar sin parar durante horas.

Nunca probé las drogas, no más allá del alcohol y algún cigarro que me supo a estiércol. Era la novedad: había que probar el maldito cigarro. Gracias que a mí no me atrapó. Mi droga favorita es la música, la buena música, esa que es eterna y está llena de sensaciones, que te libera, a la par que te hipnotiza.

Cuando suenan los primeros acordes de guitarra de Long train running, de The Doobie Brothers, las piernas reviven, cobran independencia: son serpientes indias que solo responden a la flauta. Ese veneno va subiendo por la cintura, se extiende por los brazos y suelta el cuello. La cabeza no puede parar de moverse y los pensamientos desaparecen. Explosión de emociones que me hacen etérea e insuflan mi pecho con un cosquilleo de pura felicidad.

Podría saltar, gritar. Miradas cómplices con mis amigas adictas al baile. Esta nos gusta. Va muriendo la canción y la mente se prepara para la siguiente. Por favor, por favor, que sea Show me love de Robin S. El disc jockey era un mago: mezclaba con tanta elegancia que te mantenía todo el tiempo en una nube de endorfinas, sin parar el ritmo. Y todo por una camisa...

MARÍA JESÚS SÁNCHEZ

13 de marzo de 2021

  • 13.3.21
Tengo miedo de que ganen los tuyos. Tengo miedo de que ganen los míos. Tengo miedo de los extremos, de las polaridades que se están dando en nuestra tierra. No la mía, ni la tuya, sino la de todos. La nuestra. Recuerdo mis charlas con don Daniel cuando me hablaba de la guerra fratricida que asoló España en el siglo XX. Pero nosotros no necesitamos ir a ninguna guerra mundial: nos matamos entre nosotros. Me contó lo que era el frente, cómo intercambiaban tabaco con el otro bando antes de dispararse.


En un país siempre dividido, donde conviven aún distintos reinos, el odio es muy peligroso. Hay gente que se empeña en que nos odiemos, en que veamos al que piensa diferente como el enemigo. Tú contra mí, yo contra ti.

Este país no es más que la sangre de todos aquellos que vivimos cobijados bajo su manto de mar y montañas, de sol y nieve, de frío y de calor. Todo es necesario, todo cabe. No dejemos que nos metan mierda en la cabeza. No dejemos que se pierda esa hospitalidad con la que todos nacemos. No permitamos que nos convenzan de que el otro es una cosa.

Por favor, no volvamos al siglo XX. Avancemos en empatía. Conozcámonos, hablemos y descubriremos que todos somos iguales. Todos reímos y tenemos miedos. Todos necesitamos un abrazo y tener el derecho a ser nosotros mismos

Individualidad y colectividad es posible si nos miramos como hermanos con gustos diferentes. Aprendamos a respetarnos, hagamos de la democracia nuestra máxima vocación. Como dice Juanes, "ama tu sangre y no la riegues por ahí". Me niego a ser una odiadora.

MARÍA JESÚS SÁNCHEZ

27 de febrero de 2021

  • 27.2.21
Es verdad lo que dicen las voces del mundo de la cultura: ir a un espectáculo es seguro. Hay un protocolo rígido, se mantienen las distancias de seguridad y, en todo momento, portamos la mascarilla salvadora. Estuve viendo hace poco, por segunda vez, la obra teatral de Valle Inclán titulada Luces de Bohemia.


No fue una segunda vez predeterminada. Simplemente, cuando subieron el telón, me di cuenta de que esta magnífica representación del Teatro Clásico de Sevilla la había visto tiempo atrás. Pero mereció la pena verla de nuevo porque muchas de las reflexiones que se hacen de la sociedad y de la política están totalmente vigentes.

Escrita en los años veinte del siglo XX, Luces de Bohemia describe el esperpento que aún en pleno siglo XXI vivimos. Seguimos con desigualdades, con falta de justicia social, con persecución al diferente y denostando al librepensante. Políticos que se disfrazan para chupar del bote del erario. Pobreza intelectual y que aviva el mal ingenio. Gentes que se dedican a robar a los que menos tienen.

La representación era sobria, pero cargada de verdad y de reflexiones vitales. Somos el país del esperpento. El final fue muy emocionante y emotivo: un grupo de actores que nos habían llevado a pensar y a sentir bajaban sus cabezas en muestra de agradecimiento a un público cubierto con mascarillas y que aplaudía con entusiasmo.

Sus ojos agradecían no solo el aplauso, sino la valentía de haber pasado la puerta, comprado una entrada y haber apostado por la cultura, tan necesaria en estos tiempos. Fue un mismo final teatral, pero un final humano muy diferente al mundo antes de la pandemia. No fueron las mismas representaciones. Desde aquí me inclino hacia todos aquellos que nos alimentan el alma con sus creaciones y con sus puestas en escena. ¡Bravo!

MARÍA JESÚS SÁNCHEZ
FOTOGRAFÍA: TEATRO CLÁSICO DE SEVILLA

20 de febrero de 2021

  • 20.2.21
Regla, periodo, menstruación... Todos términos que hay que esconder, que provocan pudor, que no existen, que es una cosa de mujeres que no debe salir en ninguna conversación. Las abuelas decían que no te podías bañar porque se cortaba el flujo de sangre, que la leche se podía cortar si la tocaba una mujer en esos días en los que el endometrio sabe que no va a albergar una nueva vida y se desintegra.


Algunas tribus indias llevaban a las mujeres menstruantes a una choza aparte, como si aquello fuera algo sucio, algo que había que alejar de la comunidad; como si no fuera un proceso natural o un ciclo que, mes a mes, ocurre en el cuerpo de las mujeres.

Nuestro cuerpo es como la luna. No permanece estable: crece y mengua cada 28 días. Hay mujeres que han sido bendecidas por la madre naturaleza y no sufren dolores o cambios de humor, pero son pocas. La mayoría notamos los cambios: el cuerpo se expande para que, una vez finalizada la riada, vuelva de nuevo a su ser.

Tenemos días en los que la vida es más difícil porque millones de hormonas corren por nuestro organismo como locas adolescentes, haciéndonos pasar de la risa al llanto, de la necesidad de mimos a querer estar solas. Días de montaña rusa en los que es imposible bajarse de la atracción.

En mi caso, solo el chocolate y las pelis moñas pueden ayudarme. Cualquier cosa que haga una mujer lleva un esfuerzo extra. Cuando veo a las atletas o a las montañistas siempre pienso que el público no piensa en que son mujeres: las ven como hombres.

Ellas tienen que lidiar con sus hormonas, con el enfango que es tener que llevar todas esas "cosas" que necesitamos en los días en que la sangre fluye sin poder evitarlo. Hay que sentirse limpia, hay que cambiarse. Imagino a una gimnasta que tiene que hacer sus piruetas uno de esos días y me duele. Empatizo con ella y mi admiración es mayor.

La naturaleza es así: para el hombre los retos no tienen tantos frenos como para nosotras. Me consta que muchas mujeres recurren a pastillas para regular el ciclo, para que esos días negros no caigan en día de competición, pero no siempre es posible.

Es hora de que la gente deje de ver la menstruación como un tabú, como algo que hay que esconder. Y, sobre todo, que a ningún hombre se le ocurra utilizar lo que ocurre en nuestro cuerpo para atacarnos. Menos mal que ya quedan pocos cromañones. Mi chico, por ejemplo, se convierte esos días en un osito de peluche que me colma de mimos y de lindas palabras.

MARÍA JESÚS SÁNCHEZ

30 de enero de 2021

  • 30.1.21
Otra vez encerrados. Otra vez viviendo en cuadrículas. Y todo porque hay gente que hace lo que le da la gana, sin pensar en otra cosa que en su ombligo. No estamos ante la lepra o la peste bubónica; no estamos ante un desconocimiento total de la forma de transmisión de esta pandemia. Estamos ante muchos incívicos que están matando y poniendo en riesgo la salud de los otros.


Solo hay que mantener la distancia de seguridad, llevar la mascarilla y lavarse mucho las manos. Así de fácil. No hay que resolver integrales dobles, ni ecuaciones en diferencias: solo seguir unas pautas sencillas.

Da igual el toque de queda si antes del mismo los parques están llenos de niñatos bebiendo, todos sin mascarilla, apelotonados, como si no hubiera un mañana. Algunos, en su egoísmo, han matado ya a algún padre o abuelo.

Ahora pasemos a las terrazas de los bares. No es que haya que cerrar la hostelería, da igual la hora: grupos de adultos ríen sin mascarilla aunque no estén consumiendo. Juntos. Muy juntos. Los fumadores echan humo y gérmenes a todo el que los rodea. Sin distancias y sin tener en cuenta la salud del otro.

Los que no se ríen son los sanitarios, que tienen que poner día tras día su vida en peligro porque unos cuantos gilipollas están haciendo lo que les sale de las narices. Y así estamos: unos van por libre y practican el libertinaje, y otros pagamos la consecuencias, ya sea con nuestro cuerpo o con nuestra salud mental, que ya no aguanta más.

¡Es una pena que no se hayan inventado máquinas del tiempo! Metería a todos los incautos y a los negacionistas en ella y los trasladaría al siglo XVIII. No voy a ser demasiado cruel y no los voy a llevar a la Edad Media, con las ratas corriendo y la gente muriendo cubierta de bubas pestilentes.

No. Los llevaría a un momento antes de las vacunas, cuando no había penicilina. Una época en la que morir de un resfriado estaba a la orden del día. Y los dejaría allí para siempre, para que descubrieran lo divertido que era vivir sin vacunas, sin higiene y sin conocimiento de lo que ocurría.

Bueno, a lo mejor traía de vuelta a la actualidad a uno o dos de estos negacionistas para que nos contaran su experiencia. Pero, ¿para qué? Total, ya están los libros de Historia y, sin embargo, nadie parece leerlos...

MARÍA JESÚS SÁNCHEZ

23 de enero de 2021

  • 23.1.21
Sentada en el parque, rodeada de frío, veo huir las hojas de los árboles caídas. Giran sobre sí mismas pretendiendo traspasar las puertas que enjaulan este recinto. Es una carrera hermosa. Cada una es de un color y las hay grandes y pequeñas.


Una bandada de pájaros vuela unida bajo un cielo casi blanco. El viento intenta colarse entre mi ropa, parece querer empujarme hacia mi hogar, pero yo lo paro con gruesos abrigos y disfruto de este frío que me hace sentir viva. Aprovecho la luz del día para salir de mi cueva calentita. Mi hibernación no es completa: solo se circunscribe a la oscuridad.

Cuando retorno a casa llega el premio, la recompensa al paseo: una ducha calentita y el forrito polar celeste que tantos inviernos me ha acompañado. Buen algodón el de este amigo. Llego al sofá, a la habitación calentita, y allí me espera mi manta color canela.

Me hago un ovillo con ella, busco algo que ver en los mil canales de la tele y me quedo con esa película de una obra de Jane Austen que tantas veces he visto. Desafío al pasillo, esta peli se merece un chocolate calentito. La cocina está fría, pero el premio es grande. Sentada, cubiertas las piernas y con la taza calentando mis dedos, siento que me gusta el invierno. Me dicen que soy rara, pero mi rareza me hace feliz.

MARÍA JESÚS SÁNCHEZ

2 de enero de 2021

  • 2.1.21
Desde pequeña me llaman la atención los diferentes, los que han decidido tener su propia vida y no están dispuestos a formar parte de un rebaño. Es gente interesante que te aporta nuevas perspectivas de vida y te hace reflexionar sobre la tuya.


Eran las siete y media de la mañana y hacía frío. Un chico delante de mí arrastraba sus pies por la helada acera, con el abrigo resbalando por sus hombros y la cabeza gacha. Visto por detrás, parecía un chaval con problemas, por la forma de caminar. Hasta la parada del autobús no logré alcanzarlo y entonces fue cuando descubrí que era un ser extraño, raro, de esos que me encantan.

Tendría unos 14 años y llevaba en la mano un libro. Y ese libro era el que le hacía caminar lento y con la cabeza metida entre sus hojas. En un mundo digital, ver a un adolescente con un libro de papel, con sus pastas encuadernadas, atrapado en su trama, me llamó la atención poderosamente.

Y no solo estaba leyendo una novela. Había otra cosa aún más rara: el libro era de una biblioteca, como lo atestiguaba el papel pegado en su canto, ese que nos ayuda a los bibliotecarios a saber dónde hay que colocarlo, en qué sección, con qué autores. Unos códigos que solo nosotros conocemos, como si fuéramos poseedores de un saber oculto que nos ha enseñado el abecedario.

Eché de menos mi trabajo de bibliotecaria, mis fallidas oposiciones a la Biblioteca Nacional. Pero solo me permití este sentimiento durante un segundo. Tengo una vida como traductora que me sigue permitiendo estar cerca de lo que más adoro: los libros. Un trabajo que me permite comer y tener un techo.

Una no puede dejarse arrastrar por esa voz que siempre exige más y que nunca tiene suficiente. Menos mal que está esa tierna voz que me recuerda que para ser feliz lo único que tengo que hacer es disfrutar de lo que ya tengo. Mi propósito para el nuevo año es seguir dándole tribuna a esa linda voz que me permite saborear la vida, que no aspira a nada más que a regodearse con los sentidos. Para que entre lo bueno, habrá que echar lo malo.

MARÍA JESÚS SÁNCHEZ

26 de diciembre de 2020

  • 26.12.20
Ha sido una Navidad diferente, con una cena que empezó dando las gracias por tener un techo, comida, salud y el amor de alguien. Círculos pequeños, compartiendo lo que tenemos y volviendo a lo esencial.


Soy un ser atípico: me encanta la Navidad con sus luces, las caras de alegría, las reuniones, y el encuentro con personas a las que quieres. La familia no se compone solo de gente con la que compartes el ADN, es mucho más grande y, a veces, los amigos son más importantes que los consanguíneos. Quien te acompaña a lo largo de los años en tu camino, esa es tu familia.

En un mundo de consumismo extremo, puede parecer que la celebración del solsticio de invierno en la que los cristianos celebran a su vez la venida de Jesús, si no hay regalos caros y abundantes, la fiesta ha sido triste y sin sentido. Este año, sin embargo, yo solo he querido como presente la cercanía de los que quiero, esos que me ven como soy y me quieren así. Esos que están ahí y que han sido el apoyo en un tiempo de aislamiento y soledad. Soledad impuesta por el miedo a la enfermedad.

Ha sido una noche de risas, de canciones tradicionales, de los bracitos de Alma alrededor del cuello, mientras su cálido olor a niña te envuelve. Otra vez las pequeñas cositas: una sopa calentita, un poquito de jamón y almendras fritas. Algo de marisco y dulces hechos en casa.

Papá Noel me ha traído los pendientes que le pedí y no necesito nada más. Se me abre el pecho y mi corazón se expande en un gracias al Universo por lo que tengo, por lo que puedo compartir, por haber sido capaz de centrarme en lo que tengo y no en lo que carezco.

Noche de paz, noche de amor, noche de unidad frente al odio externo. Noche de comprensión, de vida sencilla, de volver a ver el regalo que es todo lo que nos rodea. De disfrutar del frío con la calidez del amor.

MARÍA JESÚS SÁNCHEZ

12 de diciembre de 2020

  • 12.12.20
¿Qué tal si volvemos al origen? A comprar a agricultores o pequeñas tiendas, donde la fruta y la verdura no conocen el frío. Volver a hablar con el librero, que nos conozca y nos recomiende lecturas para nuestra alma. Llevar a los niños a las bibliotecas, a escuchar cuentacuentos con ojos redondos de asombro y buscar por las estanterías libros que devorar por esos pequeños que todo lo absorben.


Pena da ver ahora a los más pequeños moviendo solo el dedito sobre un cristal distante. Niños y niñas con ropa color pastel. ¿Para qué ponerles unos vaqueros tan pronto? Ya tendrán tiempo de ser adultos. Jugar a los disfraces, imaginar vivir en cuentos, crear castillos con dos mantas... No darle la historia mascada y empaquetada; no poner límites a sus ideas y aspiraciones.

Hoy me he levantado viendo todo demasiado enlatado y plastificado. Tristes ratones que no salen del mismo laberinto artificial: comprar y comprar para llenar vacíos que antes cubrían los libros una y otra vez, las conversaciones del tú a tú, los abrazos y los besos.

Lo reconozco: últimamente soy una rata que solo conoce un recorrido, a la que su mente le ha creado unas paredes limitadoras que no existen. Mi vida está llena de esquinas y muros. Me he aficionado a la compra por internet, lo confieso, y busco cosas que pasan por mi cabeza con el único objetivo de conseguirlas. Pero, ¿cuándo las voy a saborear?

De nuevo me bajo del tren que corre y corre sin destino; miro al cielo, que hoy es azul; escucho a mi adorada Stacey Kent. Los sentidos se van imponiendo y me van bajando a la única realidad que existe: la de la vida. Saldré por el barrio y hablaré con gente real; compraré fruta con olor y buscaré en mi dormida librería alguna historia que me enganche y no me deje dormir. Quiero vivir.

MARÍA JESÚS SÁNCHEZ

5 de diciembre de 2020

  • 5.12.20
Tuvo prisa en salir: ella quería respirar ya y ser libre. Su pobre madre no pudo tener el alivio de la epidural. Abrió su bonitos ojos bordeados de pestañas rizadas el Día de la Constitución, así que nació como una mujer con sus derechos y obligaciones, en un país democrático, lejos de la oscuridad de la cueva.


Desde el principio se vio que sus ojos eran de su padre y su fuerza de su abuela materna que, como decía aquel, “podía trabajar de estibadora en un puerto”. Su abuela era de la época del hambre, de la del trabajo infantil duro, en la que la infancia era cosa de ricos y adeptos al régimen dictatorial. Le tocó cargar desde casi que pudo caminar. Una gran inteligencia perdida, que sí pudo transmitir a sus tres hijos y, por ende, a sus nietos. 

Araceli cumple 18 maravillosos años en el año de la pandemia. Su fiesta de cumpleaños espera el permiso de un virus que no admite las celebraciones familiares. Pero su eterna sonrisa, esa que hace que le brillen los ojos, siempre sigue ahí, disfrutando de todo el amor que la rodea. 

Sus padres, ambos feministas,  siempre le dieron alas. Nunca le dijeron aquello de “eso es cosa de chicos”. Al contrario, potenciaron sus capacidades. Desde muy niña se veía su pasión por el deporte y probó varios hasta que encontró su sitio en el rugby. Allí es feliz, jugando con su largo pelo lleno de rizos oscuros y con amigos que comparten su pasión. 

Ya es mayor de edad aquella niña que nunca se cayó con los patines; aquella que batalló con el dolor con One Direction; aquella que estudió sin dejar el deporte y sacó una notas excelentes que la han llevado por la senda de su madre. 

Ella también quiere ser ingeniera industrial. De madre inteligente y trabajadora, y padre renacentista al que todo le interesa, Araceli es hermana de un casi físico y de una linda niña que sabe que lo importante es ser lista y trabajadora” y que disfruta pintando.

Araceli es ya una mujer de pleno derecho, dueña de su vida y libre de corsés externos. Felicidades “angelita”, pues siempre supiste que tú no eras un angelito, sino una verdadera angelita. 

MARÍA JESÚS SÁNCHEZ

21 de noviembre de 2020

  • 21.11.20
De niñas nos enseñan cuentos con princesas desvalidas que portan preciosos vestidos largos y nos hacen soñar con tener uno igual con el que poder dar infinitas vueltas. Te crean la necesidad de tener un vestido hasta los pies para verte maravillosa y para poder convertirte en una princesa. Eso sí, una princesa de cuento, sin obligaciones.


Se ha vuelto a poner de moda esas anacrónicas puestas de largo que no eran otra cosa que presentar a la niña en sociedad para casarla. "Ahí la tenéis: joven, guapa y virgen; preparada para casarse con el mejor postor". Ese era el mensaje subliminar.

Y creces y te haces mayor y sigues queriendo tener un vestido largo, de talle pequeño y falda acampanada, que te convierta en el centro de una circunferencia de tules y sedas. Y te han hecho creer que así estás más guapa y eres más especial. El día de la boda muchas recurren a su sueño de princesa para rellenar ese gran momento. Gran momento porque así debe ser.

Recuerdo a una buena amiga escuchando de su prometido: "Pero a todas las mujeres les hace ilusión la boda: casarse, el traje...". Ella es tremendamente tímida y le causaba ansiedad ser el centro de algo. Eligió un vestido bonito, pero discreto y no quiso empezar el baile sola con el marido, prefirió que todos la acompañáramos. Sacó los pies del plato: el cuento no es así. No quiso ser princesa, ni reina. Solo quiso ser ella misma.

Te haces mayor, lees, te formas y descubres lo difícil que fue para la mujer deshacerse del corsé, dejar atrás esas pesadas faldas que llegaban hasta los pies y les impedían moverse con soltura. Tuvo que llegar el siglo XX, con sus feministas y sufragistas que dieron visibilidad a la mujer y la convirtieron en humana, dejando atrás la visión arcaica de ser solo un objeto más de la casa. 

Empezaron las féminas a no tener que vestir apretadas. El largo de las faldas se acortó, permitiendo el movimiento y proporcionando alivio en el estío. Se atreven con los primeros trajes de baño, muy lejanos a la nimiedad actual. Hasta los sesenta no se verán los biquinis, por lo menos en España.

Empiezas a reflexionar y decides que no quieres ser una princesa, ni buscar un príncipe; que quieres poder llevar la ropa que se te antoje en cada momento y lugar. Y sientes que vuelas por no estar constreñida por unas normas que solo hacen sufrir. 

Y no te gustan los príncipes sino que un chico con cara de vasquito, que lleva unos chinos y un polo de algodón; que no te abre la puerta del coche pero que te cuida y mima sin protocolos. Y entonces eres consciente de que eres feliz y de que tu vida es mejor que en un cuento.

MARÍA JESÚS SÁNCHEZ

14 de noviembre de 2020

  • 14.11.20
Mi amor y yo nos hemos visto después de tres semanas sin tocarnos y circunscribir nuestra relación a varias videollamadas al día. Poder estar conectados está bien, pero yo necesito su piel, necesito dormir pegada a él. Hemos aprovechado estas ventanitas que nos permiten desplazarnos para pasar dos días en el punto más meridional de Europa. 


Tarifa seguía con su paz, con su buena energía, con sus playas llenas de colores y su torre de Babel donde cabe cualquier persona del ancho mundo. Distintas lenguas, distintos aspectos, pero todo el mundo buscando ese viento que se lleva los malos sueños y nos reduce a una unidad caleidoscópica donde el blanco suma todos los colores. 

La isla de Las Palomas nos habla de unión entre el Mediterráneo –ese mar antiguo del que hablaba El último de la fila y que ha traído a tantos pueblos a nuestra península– y el misterioso Océano Atlántico que escondía un nuevo mundo y fue senda de todos aquellos que buscaban aventuras y nuevas rutas. 

Y allí estaba el Plus Ultra. Desde esta isla, ahora unida a la península por una carretera, se ve nuestro continente vecino, África, tan cerca y tan lejos en formas de vida. Mirando las luces de la noche del otro lado del Estrecho, que sospecho sean tangerinas, reflexiono sobre la diferencia de haber nacido en una u otra orilla. 

Yo estoy contenta en el lado que la fortuna eligió para mí. Siendo mujer y con mi carácter, creo que acertó de pleno. Y no solo con el lugar, también con el tiempo: éste es muy importante. Empecé a vivir en una Transición que olía a ventanas abiertas y a posibilidades; a mujeres libres dueñas de su destino; a hombres libres para ser ellos mismos, sin patrones previos. 

Ojalá vayamos ganando libertad para nosotros y para todo el mundo. Si existe un creador, eligió un ADN distinto para cada ser humano, por lo que todos no podemos sentir, pensar o amar de la misma forma. Uno nace con una semilla dentro y, si se lo permitimos, florecerá, dando lo mejor de cada uno. Todos no podemos ser rosas, ni claveles, ni jaramagos del campo, ni producir los mismos frutos, ni oler de igual manera. Solo tenemos que descubrir qué hay plantado en nuestro corazón. Y regarlo mucho. Muchísimo. 

MARÍA JESÚS SÁNCHEZ

7 de noviembre de 2020

  • 7.11.20
Últimamente tengo menos ganas de escribir, por eso recurro menos a ti, querido diario. Y es que esta vida actual solo da para sobrevivir, para intentar no sucumbir ante toda la negatividad y el egoísmo reinante. A ver si lo entiendo: yo me tengo que quedar en casa, no puedo salir de la ciudad, no puedo abrazar y besar a la gente que quiero, no puedo estar con mi novio porque vivimos en ciudades distintas... Pero otros sí pueden hacer lo que le salga de los cojones. Pues no lo entiendo.


Pandillas de jóvenes sin mascarilla, pegados unos con otros y disfrutando como si no pasara nada y, mientras tanto, en los hospitales, los extenuados sanitarios que aún no se han recuperado de tanto estrés, de tanto miedo y de tanta muerte en soledad, siguen desbordados. 

Tenemos suerte de que esto no sea Estados Unidos. Aquí, los médicos –sobre todo los que tienen 40 o 50 años– adquirieron un compromiso fuerte con el paciente: hicieron un juramento y no estudiaron la carrera para forrarse. ¿Y qué decir del resto de sanitarios que se parten la cara todos los días para evitar el sufrimiento humano, para asustar a la muerte?

¿Dónde están los jueces como el señor Emilio Calatayud, que impongan sanciones ejemplarizantes? Lo primero es que, aunque sea una injusticia para ellos poner su salud en juego, los Cuerpos de Seguridad del Estado tienen que empezar a multar y a detener a todo aquel que se salte las normas. 

Las multas muchas veces no se pagan o las pagan los padres. Y esa no es la solución. El castigo tiene que enseñar a reflexionar y, para ello, nada mejor que tener que realizar trabajos para la comunidad, ya sea llevando comida la gente que está sola o ayudando en los hospitales, trasladando enfermos, llevando a muertos por Covid-19 a la morgue o viendo llorar a sus familiares.

Aquí también englobaría a los negacionistas, que se manifiestan poniendo en juego la salud de la Policía. Y no solo los jóvenes se están saltando las medidas: hay muchos adultos en terrazas haciendo lo que les viene en gana. Esta gente tiene que aprender a respetar al otro, a entender que el bien común está por encima de todo y, como dice la señora Merkel, que mientras no arreglemos el tema de la salud y no paremos la pandemia, no podremos reactivar la economía.

Estos días me vienen a la memoria los murales que hacíamos en clase por el Día de la Constitución, en los que distinguíamos entre libertad y libertinaje. Y es que mi libertad termina donde empieza la del otro. Vivimos en sociedad y estamos ante un momento histórico difícil, con un bicho que no conoce fronteras y que mata. Y todo el mundo se tiene que enterar, ya sea por las buenas o por las malas. Vosotros también os podéis morir, estúpidos.

MARÍA JESÚS SÁNCHEZ
FOTOGRAFÍA: JOSÉ ANTONIO AGUILAR

24 de octubre de 2020

  • 24.10.20
En los días oscuros reviso mi vida y siempre soy yo la culpable de mi dolor. Soy descomunalmente dura conmigo misma. He leído tantos libros orientales sobre meditación que he llegado a tener la falsa idea de que todo depende de mí, como si yo fuera una superheroína que todo lo pudiese y todo lo aguantara.


No soy justa conmigo misma: tengo más compasión con los demás que conmigo. ¿Cómo no iba yo a estar mal si me golpearon? Si me trataron como un número sin vida, como una ficha que se mueve a la que no se le pide permiso. Mi vida ha sido un juego sin dado que algunos han programado a su antojo. 

Analizo los hechos una y otra vez y me critico, me digo que podría haber reaccionado de otra manera, que debería haber sentido de otra forma... Como si los sentimientos o los pensamientos se eligiesen. La única reacción que conseguí que me salvara, que no me hundiera por el maltrato recibido fue la rabia. Esa rabia que aún hoy sigue entre mis clavículas, estira mi piel y produce dolores de cabeza desalentadores. 

Voy a mandar a la mierda a todos esos libros que pretenden que yo sea zen, que yo sienta pero no padezca, que pretenden que yo viva en esta jungla que es la sociedad actual como si residiese en un monasterio en medio del Tíbet, sin presiones, sin metas, sin egoísmos propios y ajenos. 

Nos exigimos demasiado. Y yo solo soy una mujer de carne y hueso, con una sensibilidad infinita a la que le duelen las cosas, a la que las injusticias le cabrean; una mujer a la que no le gusta el "sálvese quien pueda". Mas que trabajar la ecuanimidad, en mi caso lo que necesito es aceptarme y quererme más, ser más amiga de mí misma y permitirme sentir el dolor cuando me dañan. 

No pude hacer otra cosa. No pude conseguir que no me afectara que me trataran como un trapo. Soy solo yo, humana e imperfecta. Ahora los golpes duelen menos porque he cumplido años y he decidido que es mejor estar en paz que tener razón.

MARÍA JESÚS SÁNCHEZ

10 de octubre de 2020

  • 10.10.20
Malos tiempos para el contacto humano, para sentir el latido del otro, para templar el alma con la suavidad de una mano. La única bandera que nos une a todos los españoles es la cercanía, el hablar con todo el mundo, el coger al amigo por el hombro y reír con cualquier tontería. Pero hay un bicho dando vueltas por el planeta Tierra que amenaza con quitarnos nuestra esencia. 


Veo programas antiguos en la tele, antes de que todo fuera anormal; veo a la gente expresar su alegría con besos y abrazos. También el consuelo ante la pérdida viene envuelto de esos mismos ropajes. Sin embargo, las circunstancias obligan ahora a la distancia. Qué duro es quedar con amigos y no poder sentirlos, no poder acariciarles el brazo para expresar empatía o cariño. 

Con la familia solo quedan los besos de los ojos, no esos besos de mariposa que tanta gracia les hacen a nuestros bebés. Ahora nos regalamos simples besitos que las miradas envían por el aire a una cara querida que, sin embargo, se nos presenta lejana. 

Y en medio de esta falta de cariño, oscuros seres utilizan la soledad impuesta para crear odio, para llenar las insatisfacciones personales de miradas negras hacia el otro, simplemente por ser diferente, por ser “el otro”. El siglo XX vio derramar mucha sangre humana por indecentes seres que movieron masas para señalar que la culpa de todas las desgracias era de uno que no era yo. 

Ayer escuché a una cantautora hablar de la fragilidad e imperfección que todos llevamos dentro. Ninguno puede mirar por encima a nadie, los sentimientos están dentro y todos tenemos los mismos. Sentimos miedo, ira, rabia, amor... El problema es cuando el que te domina es el miedo: no hay droga paralizante más fuerte. 

En estos días de malas noticias, verdaderas o creadas, necesitamos más que nunca el contacto, la unión, la colectividad. Necesitamos compartir deseos, sueños e intereses. Esta noche me acuesto feliz: he salido con buenos amigos y, aunque no nos hemos besado en la mejilla, nuestras conversaciones y risas han creado una lumbre alrededor de la cual nos hemos sentido conectados y nuestras vivencias compartidas han vuelto a unirnos, mirándonos y deseándonos lo mejor. Lo confieso: soy un ser gregario. Me gusta arracimarme con mi gente.

MARÍA JESÚS SÁNCHEZ

26 de septiembre de 2020

  • 26.9.20
A poco que corra algún ápice de sangre cordobesa por tus venas, la tendencia natural es ir de vacaciones al Mediterráneo. Más concretamente, a Málaga. Como yo tengo miles de gotitas de sangre de Córdoba, aquí me hallo frente al mar azul de los fenicios, en una localidad con un antiguo castillo que recuerda tiempos pretéritos de luchas y fronteras.



La mar está en calma. Las olas han dejado paso a un espejo de plata. El agua está fría aquí, el Estrecho y sus corrientes se perciben cercanas, pero yo quiero fundirme con el líquido elemento. Con suerte, a lo mejor me convierto en una sirena de cola larga recubierta de cientos de escamas tornasoladas.

Introducir no ya un pie, sino un dedo es un acto de valentía. Miras hacia abajo y todo es claridad: parece un río limpio y puro. Veo mis deditos, las piedrecitas y una mamá pez con su hijo, que se acerca todo el tiempo a mis piernas. No sé cuál de ellos se ha atrevido a pegarme un pequeño bocado, aprovechando que yo miraba el nítido horizonte.

Hoy, la raya que divide cielo y mar está bien definida. Los vientos permiten esta división, al igual que dirigen nuestra mirada hacia montañas antes vacías y ahora pobladas. No hay que pensar mucho si quiero sumergirme en este frío que revitaliza. El agua ya cubre mi ombligo y miles de escalofríos nacen en mis lumbares. Ahora o nunca. Y empiezo a bucear sintiendo mi valentía en este baño. ¡Qué maravilla poder desplazarse sin apenas esfuerzo!

Vuelvo al exterior en busca de aire para mis pulmones. Mi corazón late con fuerza y el sol se convierte en un abrazo cálido, en una caricia maternal que echa el frío de mi cabeza. Nado hacia la orilla. Allí el Mediterráneo malagueño está más templado, y me dejo mecer por diminutas olas que recorren todo mi cuerpo.

Lo mejor está a punto de suceder: una toalla en la caliente arena me espera, me abriga y me conecta con la tierra. Poco a poco me adormezco con la madre tierra y el padre sol devolviéndoles a mi cuerpo sus 37 grados.

MARÍA JESÚS SÁNCHEZ

5 de septiembre de 2020

  • 5.9.20
Veo a la gente en la calle y les invento vidas, personalidades y anhelos. Cuando era más joven jugaba a homogeneizar a la gente, a estudiar cómo la cambiaría estéticamente para que se viera más atractiva. Como si "gente" fuera un sustantivo neutro que igualara, que te convirtiera en una masa uniforme y sin alma.



Para mis amigas siempre deseo vidas de novelas románticas, en las que encuentran a maravillosos hombres que son capaces de verlas, de descubrir sus miles de tesoros que yo veo brillar, pero que algunas de sus parejas no han llegado ni a percibir.

Yo misma, en un ataque de adolescencia, le envíe a mi exenamorado la siguiente rima de Bécquer: "¡No me admiró tu olvido! Aunque de un día me admiró tu cariño mucho más, porque lo que hay en mí que vale algo, eso... ni lo pudiste sospechar". Elegí una postal con una flor para el envío y la guardé en un sobre que deposité en Correos. Yo fui la heroína de mi propia novela.

También imagino desenlaces fatales para las malas personas y justicia para los oprobios. Y me gusta vivir en ese mundo, un mundo diseñado por mí y por mi forma de ver la vida. Por eso me gustan los libros donde el malo recibe un castigo y donde el bueno tiene un final feliz. Si no existe la justicia divina, por lo menos podemos inventarla.

Me enfada que el cine haya cambiado el final de El conde de Montecristo. Me encanta que Dumas impartiera justicia a través de Dantés en sus páginas. Final feliz sí, pero justo. Mi abuela siempre me preguntaba: "¿Acaba bien la película?". Si le decía que no, no la veía. Bastante tenía ella con la realidad.

A mi abuelita le habría regalado una vida de mujer libre, que va a la universidad, que elige qué quiere hacer con su vida. El salto ha sido grande para las mujeres y para la sociedad en general. Por lo menos, en este lado del mundo.

Cada vez que paso por la plaza donde la Inquisición quemaba y torturaba a la gente, sonrío y me digo: "Sí que hemos mejorado; ya no nos gusta esa clase de espectáculo macabro". Por lo menos, a la mayoría, no. Seguimos avanzando, poco a poco. Y lo importante es seguir el camino sin echar a andar atrás. Si me dejaran a mí dibujar el futuro...

MARÍA JESÚS SÁNCHEZ

29 de agosto de 2020

  • 29.8.20
¿Cuánto hace que no me sumerjo en hojas de papel blancas y negras llenas de historias, de vivencias ajenas, de fantasía y de realidades que superan a la ficción? El trabajo con sus lecturas para traducir no me deja tiempo para elegir yo el libro en el que perderme. Termino tan cansada, con los ojos secos de tanta pantalla, con el cuello rígido por la falta de movimiento, que no tengo ganas ningunas de coger un libro. Y es una pena porque mi vida era más feliz cuando era una ávida lectora.



Nadie podrá quitarme esos veranos en el pueblo con mi abuelo cargados de lecturas diferentes. El conde de Montecristo, La dama de las camelias, Historia de dos ciudades, Viento del este, viento del oeste... Son tantas las novelas que me han emocionado y quitado el sueño... Eran como amantes para los que se roba tiempo de donde sea, solo por pasar otro ratito con ellos.

Recuerdo las noches de lamparita y tensión leyendo Los pilares de la tierra. Intriga, injusticias, pasión, amor... esculpidos en buena prosa. ¿Y qué decir de aquella convalecencia veraniega enganchada –creo que es la palabra perfecta para mi estado– a la saga sueca de Los hombres que amaban a las mujeres?

No sabía si era de día o de noche, si el día había sido más cálido que el anterior: lo único que quería conocer era toda la trama que había unido a aquellos personajes. Terminaba uno y cogía el siguiente; el problema vino cuando los terminé todos y me quedé huérfana de un mundo en el que había vivido la última semana –no recuerdo los días en que me bebí las miles de páginas, pero fueron pocos–.

Hay libros que tal cual los termino, los comienzo de nuevo porque no quiero que me dejen, no quiero volver a lo cotidiano. Cuanto más inteligente es el autor, más me atrapan. Y he de decir que una historia simple bien contada es maravillosa, pero no te produce ese subidón que te da la enganchante intriga de una novela negra.

En busca del tiempo perdido fue una delicia pero de esas que son tan saciantes que hay que digerir poco a poco. No es un libro para leer de golpe: hay que darle su tiempo, pararte en un párrafo y oler su belleza. Tampoco puedes tener prisa con Las olas, de Virginia Woolf: te podrías saturar y no disfrutar del balanceo de su escritura.

Volveré a las recetas del doctor Gallardo y me suministraré otro libro.

MARÍA JESÚS SÁNCHEZ

22 de agosto de 2020

  • 22.8.20
Sigo con la resaca y el problema es que la nueva embestida está al llegar. No me he podido recuperar y ellas ya están subiendo por mis pies. Este mes, Aníbal y sus hunos, con su caballería entera, han asolado mi pobre cuerpo. Venían disfrazados de hormonas invisibles que corrían como locas por mi torrente sanguíneo.



Primero decidieron acumular líquidos por doquier, haciéndome sentir como un globo pesado que no flota. Mi piel se estiró tanto que la irritabilidad hizo su aparición en forma de pensamientos oscuros cuyas olas gigantes me atraparon sin dejarme apenas respirar. Perdí territorios que creía conquistados, oasis de paz sitos en blancas montañas. El suelo se abrió y apareció un abismo. Un abismo que, por conocido, no deja de ser terrorífico.

Empujada todo el día a pensar y hacer cosas sin parar, yo pedía descanso y equilibrio, y la dictadura hormonal pedía "más madera", aunque el árbol fuese mi esencia. Es difícil nadar en aguas negras y turbias. Lo peor es que fui tan ingenua que creí que con el estandarte de la razón podría sofocar la rebelión que mi cuerpo sufría. Imposible flotar con toda esa loca fuerza convertida en maremoto. No supe ponerme a salvo, no fui capaz de ver el peligro y buscar un lugar seguro en un buen libro.

Me enfrenté a un fantasma que nadie puede controlar y fueron tantas las ahogadillas que aún no me he podido levantar. Y las noto, noto que vuelven porque el espejo me lo dice y porque el sueño se resiste a cubrirme.

¿Seré capaz esta vez de asumir que la naturaleza es así, o al menos la mía, y que no se puede enfrentar lo inevitable? La onagra suaviza los envites, pero no los hace desaparecer. Soy pequeña y débil. Reconócelo, Marta. Me gustaría ser como ese maestro budista que, para ser feliz, "abraza lo inevitable". Ojalá esta vez no trague tanta agua. Ojalá sea lo bastante fuerte para no enfrentarme, para no enfadarme porque mi cuerpo tenga su propio ritmo. Ojalá.

MARÍA JESÚS SÁNCHEZ

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