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Mostrando entradas con la etiqueta Agua llovida [Antonio López Hidalgo]. Mostrar todas las entradas
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24 de enero de 2022

  • 24.1.22
Cada verano, durante muchos veranos, los ancianos propietarios de estas sillas plegables las abrían al sol y al descanso buscado y merecido, y en ellas se sentaban a parlotear del tiempo que se fue, de la juventud extraviada en las venas, de los momentos fatídicos que cualquier biografía conlleva. Ellos y ellas, con tantos años a las espaldas, con la mirada desvaída y la piel descolgada y acaso también disfrutada desde la adolescencia, abrían estas sillas metálicas y las situaban cada día con la misma simetría, con la distancia medida entre ellas, pero sin medirla, con esa precisión que dan los días trasnochados, las tardes largas e inabarcables de cada verano.


Ya fueron abuelos y abuelas. La silla pequeña da fe de que alguno o alguna se sienta frente al mar en compañía del nieto o la nieta. Hablan de aquella vida que ya se les agota. En cualquier caso, en sus miradas, en sus tertulias serenas donde no tiene cabida la crispación ni el punto de vista encontrado, la palabra burla los escondrijos del infortunio, las calles vacías de una soledad que cualquiera de ellos rechaza. Beben cerveza muy fría, ríen sin escándalo del ingenio doméstico con el que amañan un futuro sin sorpresas.

Al mediodía, abandonan este campamento fútil. Y las sillas, por sí solas, cobran una vida que les es propia. Las he mirado cada día, durante años, a esa hora en que el sol castiga a los bañistas con una imposición propia de estas latitudes. Durante años, todos los días, a media mañana, estos ancianos bajan a la arena con su logística del descanso. En el mismo lugar vuelven a colocar las sillas, a la misma distancia, con una negligencia estudiada más propia de la precisión que del descuido. Pero ahí están: desvencijadas, diferentes, usadas. Cabe preguntarse cuántas jornadas esconden en su estructura simple y precaria y cuántas más les quedan para servir de infraestructura a estos ancianos que miran la vida cada tarde hasta que el sol declina y las gaviotas, mansas y esquivas, como gatos domésticos, buscan la carroña del dispendio, los retazos de aquello que sobra o que no gusta, o que ya no tienta cuando el exceso impone sus medidas.

En cualquier caso, este verano las sillas ya no estaban. Los ancianos tampoco. La pandemia esquiva algunas vidas, pero también cambia los paisajes. En esta ausencia que muerde una playa salvaje, hay ahora un vacío que no es de nadie. Nadie sabe si la pandemia pulverizó esta excursión de ancianos, aunque presumiblemente no vivían en residencias. Eran matrimonios con décadas de vida en común, con nietos que se abrían a la vida. Y mientras los niños jugaban en la arena o chapoteaban entre olas vencidas, ellos recordaban las tardes en que la sangre les bullía con prisa en las venas y el mero hecho de respirar se les antojaba el milagro más verdadero que nunca vieron.


Basta recordar el orden de este campamento fortuito, la ausencia de estos cuerpos cansados y cada día más extintos, delgados, decrépitos, también obsoletos para correr y amar con la urgencia de otros días, y también con la entrega y el ardor de entonces, de cuando la vida se miraba a largo plazo, como si fuera eterna, como también la esperanza lo era, y el error todavía podía suplir al esfuerzo y a cualquier dificultad que nunca hubo. Estas sillas, simétricamente dispuestas, en una simetría imprecisa y elegante, en una belleza vulgar que viste el paisaje de otros colores, suplen la ausencia de estos ancianos cuando ellos no están, porque, sin estar, han dejado la huella de sus manos quebradas, el índice de unos días cada vez más desvaídos.

La vida acaso sea solo esta disposición orquestada de unas cuantas sillas metálicas que el mar no atropella, pero sí esquiva el desaliento de los años, la terraza portátil del descanso estival, del merecido jubileo cuando la vida laboral se extingue con sus fiestas obligadas y sus horarios advenedizos y esa monotonía que mata los sueños rotos y los juguetes perdidos de una niñez olvidada. Hay en estas sillas desvencijadas una armonía pictórica pensada, frágil, huidiza, que permanecerá cada verano, aunque no estén aquí donde siempre las disponían sus dueños, dominando las distancias de un tiempo finito que se apagaba desde entonces, desde el primer día en que estos metales cobraron la belleza del efímero arte del que nadie se percata. Es por esta razón que, ahora, cuando el verano no está, tampoco importa que estas sillas no estén. Pero pronto, cuando los turistas desempaqueten su mal gusto y sus préstamos, y los turoperadores notifiquen sus ofertas sin saldo, habrá un espacio sin sillas y sin ancianos, y sin una respuesta a la pregunta qué fue de ellos, a dónde se van las vidas truncadas, quién se sentará en estas sillas que ya no son ni sillas ni soportarán el peso de cualquier otro usuario, heredero de otra vida también prestada.

Mirando desde estos árboles y desde la memoria, este paisaje se asemeja demasiado al tiempo de la felicidad: frágil, esquivo, nuestro.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO
FOTOGRAFÍAS: JES JIMÉNEZ

17 de enero de 2022

  • 17.1.22
Cada nuevo año, este hombre, como cualquier otro, sospecha que la vida será otra, que los sueños se tornarán tangibles, que el tiempo muerto y desordenado del ayer sucumbirá a otras nuevas posibilidades. Siempre, cada año, la esperanza inarticulada de alimentar la misma quimera, de cambiarlo todo, se muestra real.


El año se abre dejando la puerta de par en par, y detrás, sin que este hombre pueda apercibirse de este otro nuevo emplazamiento, un viento huracanado rompe los jarrones de cerámica china, los vidrios pintados de las botellas, las ventanas inútiles, las bambalinas que dividen cualquier realidad onírica de cualquier otra viable. Entre un momento y otro, el tiempo apenas cabe en una copa de aguardiente.

Los sueños son eternos porque siempre regresan con nueva mercancía cuando el sol se pierde entre las montañas nevadas y la noche cubre con su manto perverso todos los agujeros de la tierra. Afuera, este hombre, apostado en su sillón de orejas, abre los oídos al silencio perpetuo, a la remota colina donde viven los lobos, al agua turbia de un río que se nutre de su propio cauce. Quiere pensar que, esperando, ahuyenta a los fantasmas y seduce a las hadas de su fantasía, a las sirenas salvajes cuyo silbido le subyuga e hipnotiza. Pero a unos metros de esta casa nadie habita otra hacienda. Tal vez una lluvia remota y fina deje rastro de su paso inútil en los cristales de alguna ventana. Cuando la noche cubre esta habitación de probabilidades inverosímiles, este hombre cierra los ojos para extraviarse en otro mundo que no es este, aun siendo el mismo.

Pero siempre, el nuevo día, como el primer mes de un nuevo año, vuelve a ubicarlo en este demoledor espacio donde rige el huidizo paso del tiempo. Acaso esta sensación de no poder detener su esencia le perturba aún más que la solidez de la vida, aún más que el brillo de un sol incandescente, que la perfecta geometría del día y la noche, incluso de su alternancia precisa sin que nadie se atreva a romper un sistema perfecto que alumbra cada noche y oscurece un nuevo día. La luz y sus sombras, los rayos deshilachados del olvido, cada exhalación que centellea como una chispa única e imposible de conservar en frasco alguno.

En esta magia imperfecta que es la vida, este hombre se sienta a sus anchas a debatir consigo sobre sus orígenes, a replantearse el origen de él mismo y de cada uno de nosotros, a entender la geometría incomprensible del aire, el suspiro agónico del punto final de toda existencia, como así envidia el vuelo hirsuto del pájaro, la voraz y estéril inteligencia de la serpiente, en un reptar absurdo e inútil que envidia ruedas y piernas, la intención torpe de cualquier bacteria o virus, incluso del informático, que siempre sufrirá el ataque demoledor de otra ciencia postiza pero eficaz. Nadie muere nunca del todo. Así que este hombre se dispone a crear otea vida paralela donde cobijarse y dar forma a otros sueños que siempre le fueron ajenos.

Cada año que nace, como cada amanecer, abre otras probabilidades, que, bien escudriñadas, son las mismas de otros días y de otros años, pero así, vistas de soslayo, dibujan un paisaje nuevo, acogedor, iridiscente, como un mineral expuesto al soborno de los sentidos. Bastará con cruzar otras calles, escuchar a otros transeúntes extraviados en las mismas avenidas, destripar los titulares informativos y cautivadores de la prensa, para saber que el mundo no ha sufrido ni el más mínimo rasguño en estos años que sucumbieron al desencanto, que la revolución pendiente pende -valga la redundancia- y agoniza en los barrizales estériles de la memoria. Es entonces cuando este hombre abre la ventana para comprender mejor por qué otros propósitos son necesarios, aunque pisemos siempre las tablas del mismo escenario.

Y es así. Porque la vida se va agotando, el mineral del que se nutre se diluye en las venas y en las venas deja almacenados los momentos de los que se alimenta la nostalgia. Este hombre, cuando se ampara en otros motivos para mudar su biografía, en realidad sabe que no puede escapar de su propia piel y que, aunque mudara el pellejo como otros reptiles, se le queda el mismo hueco en la mirada y las mismas dudas, acaso más consolidadas, con las que ha sobrevivido hasta ahora. Pero no le importa. Ya no le importa. Porque los años gastados son más que los que el destino le pueda devolver intactos, o bien usados, que ya le daría igual. Sabe que, después de todo, la vida, en sí misma, con sus descosidos y sus ingratas sorpresas, supera siempre a cualquier lectura del mejor libro. Porque estas páginas, las vividas, las escribe cada cual, las escribe él, a su antojo, con la tinta indeleble de quien ha optado por abrir esta puerta donde no hay camino ni árboles, pero que ya él se dispone a dibujar como el único paisaje posible: aquel que uno es capaz de crear donde no hay nada.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO

10 de enero de 2022

  • 10.1.22
Una mañana de 2008, paseaba con una amiga brasileira por el Paseo Marítimo de Ponta Negra, en Natal, y alcancé a leer el nombre de un bar que me deslumbró: Bar Hemingway. No lo podía dejar pasar. Nunca me lo permito. Desde muchos años atrás, tenía el hábito de entrar en cualquier bar o restaurante o escondrijo con nombre de escritor. Así que le propuse a ella tomarnos algún refrigerio para sofocar el calor.


Ella aceptó sin contemplaciones y de buen grado. Le pregunté qué bebería y me respondió con la certeza de quien no lo ha hecho la primera vez a esa hora: ron con Coca-Cola. Me sorprendió, no por que eligiera el combinado, sino por la hora. Eran las 12.30 de la mañana. Pero lo podía entender. En Brasil amanece a las seis.

Mi segunda sorpresa fue cuando la camarera puso sobre el mostrador la botella ron y leí el nombre en la etiqueta: Montilla. El nombre de mi ciudad natal. Y después el año de su origen: 1957. El mismo en que yo nací. Tanta coincidencia no podía arrastrar ningún mal augurio.

A veces, recuerdo aquellas playas infinitas, su arena fina, su calor oprimente y sensual. Pregunté, pero no obtuve respuesta alguna de por qué aquel ron se denominaba así. El ron Montilla fue lanzado al mercado por la Industria Medelin en 1957 y adquirido por Seagram en 1970. Ya en 1980, Montilla logró vender un millón de cajas y en 2001 comercializó 1,9 millones, con lo que logró ser la marca número uno en su mercado.

En Brasil, tiene sus ventas concentradas principalmente en la Región Nordeste, aunque se puede adquirir en cualquier ciudad del país, y ha hecho que la marca sea un símbolo de la cultura local y el mejor patrocinador de eventos populares de la región como el Carnaval de Olinda, las Fiestas São João y numerosos proyectos populares.

El ron Montilla es hoy el más consumido de Brasil. En 2007 cumplió 50 años y celebró la fecha con el lanzamiento de una versión Premium. El Montilla Premium es un ron añejado de 18 años. La botella de vidrio incoloro de 750 mililitros posee un formato diferenciado de la línea regular, pero mantiene el diseño de la cintura de la marca.

La escena del pirata con loro que se repite en cada etiqueta desde hace décadas es todo un símbolo en el país, como lo pueden ser a otros niveles el personaje Bibendum de Michelin, el conejito de chocolate en polvo de Nesquik o Mr. Clean de Don Limpio.

El pirata, obviamente, protagoniza todos los anuncios de este ron. En uno, el pirata se afana en descifrar el mapa que, supuestamente, le dirá dónde se halla escondido el tesoro en una isla nada inhóspita. Para suerte de todo televidente, el pirata encuentra el cofre y rebusca entre las valiosas joyas, hasta que logra abrazar entre sus manos la botella de ron Montilla. La alegría rompe en su rostro.


De otra arqueta, sale, como por arte de birlibirloque, una bella joven en bikini que, al admirarse ante tal descubrimiento, grita de alegría: “¡Montilla!”. De la misma arqueta surgen también los demás invitados a esta fiesta improvisada frente a una playa paradisíaca. Todos bailan y beben. El anuncio se cierra con una frase obvia: “Acompaña tu ritmo con ron Montilla”.

En otros anuncios, el pirata, con aire embaucador, busca en distintos ambientes y escenarios, ya sea un bar o un comercio o un campo de fútbol, la complicidad de cualquier joven brasileña. Este texto acompaña a las imágenes: “Os piratas se modernizaram e estão presentes no nosso dia-a-dia. Esse é o mote da nova campanha de TV do Ron Montilla, líder em seu segmento, que vai ao ar a partir de 15 de dezembro, nos canais abertos do Nordeste”.


La empresa que elabora y distribuye este ron aprovechó en 2010 la tradición de las fiestas de San Juan para lanzar oficialmente la versión enlatada en todo el Noroeste de Brasil. Después de un gran éxito de ventas en el Carnaval de Recife, las latas de Montilla definitivamente llegan al portafolio de productos de la marca. El objetivo principal de la lata, según señala la empresa, es sumar nuevas ocasiones de consumo, como grandes eventos y fiestas en la calle. Manteniendo las características naturales de ese ron, el producto sigue la fórmula tradicional de la bebida, teniendo el mismo sabor, color y aroma que la botella. La lata conserva la identidad del ron Montilla, manteniendo la misma línea de comunicación que la botella, pero con un carácter Premium del producto, que aporta detalles en oro.

El ron Montilla es el buque insignia de la cartera de Pernod Ricard Brasil, grupo multinacional francés, colíder en el mercado de las bebidas espirituosas. La figura del pirata se ha convertido en el elemento más importante del producto, y se utiliza en todas las comunicaciones.

En 1998 se lanzó la variante Montilla Limão. En 2000, Montilla rompió otra barrera, con dos millones de cajas vendidas. 2005 celebró el año del lanzamiento de nuevos envases y nueva identidad visual, además de una campaña publicitaria más moderna e innovadora.

En 2007 la marca cumplió 50 años, alcanzando los 2,5 millones de cajas vendidas, con celebraciones durante todo el año, además del lanzamiento de Montilla Premium, un ron añejado hasta los 18 años. Con las versiones White Letter, Gold, Crystal, Lemon y Montilla Premium, ron Montilla es el líder absoluto en la categoría de ron en Brasil, con volúmenes que superan los 25 millones de litros anuales. Cada segundo se vende una botella de ron Montilla en Brasil.

Hay días en que la nostalgia me puede y recuerdo aquellos días eternos y llenos en las playas de Ponta Negra, con un vaso de ron Montilla y Coca-Cola entre las manos y con la sospecha insensata de que nunca acabaría el día y tampoco aquellos viajes de la felicidad usurpada por el paso del tiempo.

Todavía hoy sigo indagando por qué este ron lleva el nombre de mi ciudad. Hace unos años, Wikipedia tampoco decía nada al respecto. Ahora se puede leer: “Montilla nació en 1957 y su nombre se originó en España, siendo el municipio español Montilla del que tomó prestado su nombre. Ron es "ron" en español. En 2019, la marca amplió su portafolio, lanzando Tridistilled Montilla Vodka”.

Sé que algunas familias montillanas emigraron a Brasil en la década de los años cincuenta. De entre ellas, parientes míos, rama de los Hidalgo. Algunos de estos, años después, buscaron otro hogar y otro futuro en Australia. Sea como fuere, solo a un montillano se le puede ocurrir etiquetar una marca de ron con el nombre de su ciudad. O bien, a algún viajero que, por razones que no se nos han dado a conocer aún, optó por este nombre. En todo caso, me sorprende la elección. Y, sobre todo, y más, que en Montilla nadie, o casi nadie, sepa de esta publicidad concedida para bien y sin nuestra voluntad a la hora de poner nombre a una marca de ron y, ya también, de vodka.

Habrá que volver a Natal a matar la nostalgia y, de paso, indagar en estos otros pormenores que visten el interior del cuerpo perfumado de tantas botellas. La nostalgia es muy puñetera y caprichosa, sobre todo si tiene cintura de botella o de mujer.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO

3 de enero de 2022

  • 3.1.22
Jean-Louis Enzine ha advertido en Le Magazine Littéraire que Philippe Claudel es “el autor del libro más objetivamente inhumano de nuestro siglo, el más horrible, el más espantoso”. Lleva razón, desde luego, si borramos del mapa literario francés a Pierre Lemaitre quien, con un realismo brutal, ha sabido adentrarse en el alma humana. Sea como fuere, uno va a la zaga del otro. A la hora de describir el horror y de condenar al ser humano por la obra de sus atrocidades, ninguno se queda corto.


El caso de Claudel sí merece una breve reflexión ahora que ha publicado su último libro de relatos: Inhumanos. En sus páginas muestra, con un humor ácido, una visión descarnada de las nuevas burguesías tecnócratas, el hastío existencial y la ausencia de valores que padecen. En la contracubierta del libro se puede leer: “Es el reflejo de momentos cotidianos deformados y retorcidos hasta sus últimas consecuencias, poniendo de manifiesto la alienación social que sufre Occidente, con multiplicidad de objetos y personajes actuando como símbolo”.

Después del libro anterior, Aromas, una obra deliciosa, sus lectores, ha escrito Borja Hermoso, se han alineado en dos bandos. Los primeros, para quienes el libro es magistral. Y los segundos, quienes piensan que el escritor ha perdido la olla y se sienten acorralados “por un artefacto seco, bestia, valiente y ampliamente discutible” como Inhumanos. De cualquier manera, el libro, se lea desde el ángulo que sea, es políticamente incorrecto, producto de un autor atrevido y sobrepasado que se atreve a importunar a una sociedad que se ha amansado frente a todo tipo de adversidad y que opta por retar a cualquier lector de aquellos que aman libros que se paladean como papilla en los que no encuentran grumos que agredan al paladar ni les corten la digestión.

Claudel entiende que cada día hay más asuntos de los que no nos atrevemos a hablar, “asfixiados en una corrección política que anestesia cualquier debate de ideas”. Y sostiene: “Hace un tiempo, todos los temas podían ser objeto de risa y de ironía, hoy ya no. Hoy existe una forma de autocensura terrible. Cada vez hay más temas de los que no se puede hacer humor. Cada vez hay más humoristas obligados a pedir disculpas”.

El libro contiene 25 relatos breves. En uno, unos amigos de una empresa y sus mujeres practican sexo en grupo mientras los niños juegan en el piso de arriba. En otro, un grupo de veraneantes fleta un yate para contemplar cómo los inmigrantes de varias pateras se ahogan en el mar. El libro se cierra con una frase estremecedora: “La vida se vuelve soportable cuando se finge”. A la que añade: “Bueno, casi”. Los arranques de cada texto no dejan indiferente al lector. Están fabricados con hilos de fuego. El titulado “La convivencia” dice así: “Ayer un conductor nos hizo una peineta. Le amputamos el dedo. No soportamos las groserías. La falta de cortesía es insoportable. Dubois siempre lleva algunas herramientas en su maletero. Nunca se sabe”. Así, el lector podrá navegar por las siguientes frases sabiendo que la corriente sube.

El arranque del titulado “Suicidio asistido” no es menos grave, aunque en este el humor se hace patente: “Ayer por la noche Turpon, del Departamento de Expedición, nos invitó a su suicidio. Éramos una veintena. Solo los íntimos. Su esposa había preparado canapés de tarama”. En el titulado “Reducción a la brecha social”, las primeras palabras no dejan indiferente a nadie: “Desde hace relativamente poco tiempo los pobres han sido recluidos. Es mucho mejor. Era una situación insostenible. En una sociedad a dos velocidades donde los ricos pasan su tiempo enriqueciéndose y los pobres pasan el suyo empobreciéndose, no tiene sentido que los segundos ocupen el mismo espacio que los primeros”. En el titulado “Monogamia”, el absurdo vuela a lo ancho de sus páginas: “Mi esposa murió hace unos días. Sin avisar. La ingrata. Enseguida la reemplacé. La sustituí por la misma. Para qué cambiar. El día del entierro fui con ella. Todos los colegas estaban allí. Durand se acercó a nosotros. Parecía sorprendido. Pensaba que tu mujer estaba muerta. Sí, de lo contrario no estaríamos aquí. Y entonces ella. Es mi esposa. Eso es lo que te estoy diciendo. Por eso estás aquí. Es otra. Pues cualquiera diría que es tu mujer. Claro, escogí la misma. Ah, vale. Detesto los cambios”.

Pero que nadie se escandalice. Philippe Claudel (Nancy, 1962) no es un escritor cualquier y sabe lo que cuenta. Profesor, director y guionista de cine, está considerado uno de los mejores escritores franceses de su generación. En 2007 se hizo con el Premio Goncourt des Lycéens por su libro El informe de Brodeck. Curiosamente, Inhumanos apareció en Francia con el título Inhumanas. En España, su editorial, Salamandra, no quiso publicar la obra. Así que lo ha hecho Bunker Books. Hay quien dice que no lo hizo por miedo. Su editora en España, Sigrid Kraus, asegura por el contrario que no lo hizo porque sus ventas iban a ser mínimas. De uno u otro modo, el libro está aquí para irritar a unos, complacer a otros y encabronar a casi todos.

Cuando Claudel comenzó a escribir estos relatos, algunos alcanzaron los 40 folios. Los tiró a la papelera. El resultado final es que ninguno excediera los dos o tres folios. La eficacia narrativa debía ser matemática. Los arranques, eficaces. Los finales, definitivos. En el titulado “Relevo generacional”, nos muestra el mundo bocabajo. Puede parecer disparatado, pero no lo es si rebobinamos en la memoria los primeros meses de la pandemia y sus secuelas en las residencias de ancianos. Dice así: “Los viejos son un problema. Dónde los metemos. No se reproducen pero cada vez son más numerosos. El mundo va a reventar bajo el peso de los viejos. Y qué pasa con los pobres. Lo de los pobres es parecido a de los viejos. Cada vez hay más. Si todos los pobres fuesen viejos, esto no generaría un excedente. Pero el problema es que también existen pobres que son jóvenes. Y viejos que son ricos. Todo esto es demasiado. Demasiado”.

Más allá de la transgresión, del absurdo y del humor disparatado, este libro está escrito para incomodarnos en la fragilidad que amasamos cada cual en nuestra zona de confort. 25 relatos que son píldoras radiactivas que muestran cómo el ser humanos se equivocó al diseñar los bordes oscuros e inabarcables del mundo.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO

27 de diciembre de 2021

  • 27.12.21
El placer de leer un buen reportaje, para mí, solo es comparable a la satisfacción de haberlo escrito. A partes iguales para quienes leer es prioritario a escribir. Cara y cruz de la misma moneda: la única pasta que nos permite adquirir un pedazo de felicidad.


Tuve esa sensación cuando devoré ávido el reportaje titulado “El muro invisible”, de Ian Urbina, publicado por El País Semanal el domingo 5 de diciembre de 2021. En el mismo, el periodista estadounidense narra su viaje a la capital libia para reconstruir la historia de Aliou Candé, un joven de Guinea-Bisáu que murió en la cárcel de Trípoli después haber intentado, como tantos migrantes, alcanzar el paraíso europeo. Este trabajo de investigación no solo contiene los relatos de su familia, de sus compañeros de odisea y de cooperantes, la tragedia que sufren los migrantes en el Mediterráneo, sino también y sobre todo el oscuro papel de Europa en este holocausto sin precedentes. La investigación ha estado apoyada por The Outlaw Ocean Proyect, organización sin ánimo de lucro, dirigida por Urbina y especializada en rastrear crímenes contra los derechos humanos que acaecen en el mar.

Urbina arranca el texto con la descripción de un antiguo depósito de cemento y hormigón, ubicado al oeste de Trípoli y reabierto en enero de 2021 con muros más altos y coronados con alambres de espino. Hombres con uniforme de camuflaje azul y negro armados con kaláshnikov rodean un contenedor de mercancías que hace las veces de oficina. En su puerta principal, se puede leer este cartel: “Tribunal de enjuiciamiento de inmigrantes ilegales”. La instalación es una cárcel secreta de migrantes conocida como Al Mabani, que significa, para más abundancia, El Edificio. Entre sus muros murió Candé y fue torturado Urbina.

El reportaje narra el origen de la crisis migratoria, que surge en 2021 cuando los migrantes comienzan a huir de los conflictos bélicos en Oriente Medio, cuenta la vida de Candé y la motivación, suya y de su generación, de buscar una vida mejor en Europa, y de cómo la Unión Europea financia a las Guardias Costeras de Libia para limpiar las aguas mediterráneas de migrantes. Migrantes que acaban topándose con los muros de Al Mabani. Mejor no ofrecer más datos para el lector descubra por sí mismo en este reportaje el tormento que la realidad derrama en estas aguas fronterizas.

Comencé a leer el reportaje como un género ya clásico, normalizado en los manuales académicos al uso, hasta que me llamó la atención la primera persona que, de vez en cuando, encendía una luz de alarma en la lectura. Algo nada habitual en un género neutral como el reportaje. Pero a medida que me embebía su lectura, la tercera persona autorial se transformaba en primera persona, y la narración, plagada de documentación contrastada, producto de una profunda y ardua investigación -como las aguas del Mediterráneo-, se transformaba en una comprometida crónica de inmersión en la que su protagonista era el propio Urbina. Hibridación perfecta de un profesional que conoce los géneros periodísticos a pies juntillas.

El periodista estadounidense viajó a Trípoli en mayo para documentarse sobre el terreno y dar fe de cuanto más tarde escribiría. Después de seis días en Trípoli, en contra de los deseos del Gobierno libio, entrevistó a funcionarios, migrantes y trabajadores humanitarios. El día 23 de ese mismo mes, poco antes de las ocho de la tarde, estaba hablando con su mujer por teléfono desde el hotel, cuando escuchó un golpe en la puerta. Una docena de hombres armados irrumpieron en la habitación y le apuntaron con una pistola en la frente con estas palabras: “¡Tírate al suelo!”. Lo encapucharon y le dieron una paliza: lo patearon, golpearon y pisotearon la cabeza. El resultado: dos costillas rotas, sangre en la orina y los riñones dañados. Después lo sacaron a rastras de la habitación. A su equipo de colaboradores le pasó algo parecido.

El texto es pródigo en detalles, como todo buen reportaje. Urbina fue encerrado en una celda de aislamiento en la que, escribe, había un inodoro, una ducha, un colchón de espuma tirado en el suelo y una cámara sujeta al techo. Para comer, le daban latas de arroz amarillo y botellas de agua. Todos los días lo llevaban a una sala para interrogarlo durante cinco horas seguidas. A veces, ponían una pistola en la mesa o le apuntaban a la cabeza. El periodista escribe: “El hecho de ser periodista no contribuía a mi defensa, sino que se convirtió en un delito secundario. Mis captores me dijeron que era ilegal entrevistar a inmigrantes sobre los maltratos sufridos en Al Mabani”. Su esposa, que escuchó por teléfono el inicio del secuestro de su marido, alertó al Departamento de Estado de Estados Unidos para negociar su liberación. En fin, el reportaje de Urbina está plagado de detalles que denuncian, no solo su secuestro, sino el calvario humillante y terrorífico que sufren los migrantes y el papel cómplice e infame de la Unión Europea en este conflicto sin solución posible ni buscada hasta el momento.

Ian Urbina es un periodista prácticamente desconocido en España. Quien quiera conocerlo más de cerca, puede acercarse a su libro Océanos sin ley, basado en una serie de trabajos periodísticos, escrita en 2015, sobre la ilegalidad en alta mar que fue la base de este libro. Varias de sus piezas de investigación han sido adaptadas al cine. Ese mismo año, Leonardo DiCaprio, Netflix y Misher Films compraron los derechos para hacer una película basada en el libro y la serie de artículos contenidos en Océanos sin ley.

Periodista de investigación, Urbina escribe habitualmente para medios como The New York Times, The Atlantic y National Geographic, y es miembro del High Seas Initiative Leadership Council en el Instituto Aspen. Sus investigaciones generalmente se centran en la seguridad de los trabajadores y el medio ambiente. Ha recibido un Premio Pulitzer y un Polk, y ha sido nominado para un Emmy. En 2005 fue jefe de la Oficina del Atlántico Medio en The New York Times, donde cubrió los desastres de la minería del carbón de Virginia Occidental, el vertido de petróleo del golfo de México o los tiroteos de Virginia Tech. En la contracubierta de su libro, se puede leer también que ha escrito sobre diversos temas de justicia penal, reportajes sobre el uso de prisioneros para experimentos farmacéuticos, inmigrantes detenidos que trabajan sin remuneración, confinamiento solitario en centros de detención y sobre la dependencia del Departamento de Defensa de Estados Unidos del trabajo penitenciario. Fue nombrado reportero investigador principal en el National Desk en 2010, donde escribió una popular serie, Drilling Down, sobre la industria del petróleo y el gas y el fracking.

En fin, un periodista para recomendarlo en las facultades de Comunicación, ahora que el periodismo kleenex y las fake news, los memes y la prosa telegráfica y tan trillada se imponen al rigor profesional, a los textos contrastados y verídicos, a la independencia, libertad y compromiso del redactor y, sobre todo, al buen gusto por el lenguaje bien escrito, en el que caben la precisión, la metáfora y la denuncia. De esos manjares, y no de otros, andamos necesitados, ahora que las fiestas nos abruman con su prescindible abundancia.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO

20 de diciembre de 2021

  • 20.12.21
La escritora británica Doris Lessing, que obtuvo del premio Nobel de Literatura en 2007, y que siempre vivió a contracorriente, escribió sobre este compromiso personal de nunca dejarse avasallar por las normas impuestas y por las modas execrables. Y decía: “Ser rebelde lleva la vida entera,/ borrarte los privilegios de la piel,/ inscribirte en la soledad del desacuerdo,/ dejar atrás a los usurpadores.../ No hay premio a una rebelde/ más allá de poder regar sus flores en el tiempo que apropia,/ salir a dar de comer a las aves una mañana donde el capital devora,/ sonreír con los dientes maltrechos ante la desventura del desayuno,/ ser indigente en la casa que nadie sueña.”


Las Navidades siempre son un recurso propicio para hacer nuestras las reivindicaciones de un rebelde, como crisálidas que esperan inmóviles y expectantes encerradas en el capullo a que las fiestas se desvanezcan. Es imposible huir del bullicio universal en que nos meten estos días, ausentes de nuestras reivindicaciones y tal vez de nuestra identidad más honda y protegida. Entre la rebeldía de correr hacia nosotros mismos o someternos al ritmo de la pandereta y la botella de aguardiente, siempre existe la posibilidad de someternos a un tercer grado y purgar los pecados que nunca cometimos. La culpa, ya se sabe, es axioma de una cultura que nos impusieron y que fue la nuestra.

Estas fechas, no cabe duda, pueden servir para hacer lo que cada día añoramos llevar a cabo: cerrar la puerta, apagar el móvil, abrir una botella de reserva, mejor de gran reserva, mirar por la ventana, ausentes, para oír el frenesí impostado de los demás, y después abrir un libro –antes que encender el televisor– y buscar nuestra alma entre esas palabras que otros que escribieron para nosotros sin conocernos, pero que acertaron en las tildes bien colocadas –que no es poco–, las comas entreveradas, las metáforas pulidas y las verdades desnudas.

Ser rebelde estos días solo podría ser un anticipo de otro tiempo venidero en que ya no cabrán la bipolaridad, las propuestas impuestas, las citas atrasadas por incómodas, el mal de ojo a la esperanza. El fin de año solo anunciará el inicio de otro nuevo y las calles volverán a ser transitadas por ciudadanos ausentes que huyen de la covid, de los impuestos, de los jefes cabreados por norma y de los matrimonios calcinados. A veces, en una esquina, cada uno de ellos de se detiene, entra a un bar con las puertas cerradas y adentro el ruido de otras músicas satánicas les hacen olvidar las nanas de los villancicos impuestos por tantos días de alegría obligada.

La Nochebuena, ahora que cumplimos muchos años y los padres nos dejaron solos en el mundo, se nos antoja un disparate desproporcionado, cuando sin ellos ya no hay familia, ni cena pantagruélica, ni ese aire de un tiempo acabado que no está. Es difícil sumarse a esa solidaridad de quienes todavía viven el auge de hijos protegidos más allá de asumirlo como un sueño roto, extraviado en los recuerdos compartidos de otros días tan benignos cuando todavía éramos tan jóvenes. Jóvenes, éramos tan jóvenes, rezaba la letra de la canción de entonces, cuando nosotros solo éramos adolescentes emergentes que buscábamos un lugar en ese mundo de enigmas que todavía alimentan nuestra rebeldía apagada.

Pero basta con volver la mirada un tanto atrás, tampoco demasiado, para entender la fugacidad de la vida, el ímpetu de la juventud, el sentimiento volcánico del amor, la opresión de un abrazo cuando se busca y nos atrapa, el beso sutil que marca un antes y un después, que nos despide de un manotazo de una etapa de la vida que se fue para siempre, y de una rebeldía que, a partir de entonces, buscamos como una seña de identidad maltrecha y socavada por el despiste del infortunio. No obstante, va quedando, a nuestro pesar, un poso en cualquier poro de nuestra piel por donde se filtran aires nuevos de cambio, esa imposibilidad de tener que someternos a otras leyes opresoras. Siempre, quién lo diría, cuando despertamos, aunque hayamos traicionado todas nuestras más tiernas esperanzas, alcanzamos a vislumbrar una ranura por donde escapar de nosotros y a nosotros mismos.

Lessing, que siempre fue rebelde, escribió en el mismo poema: “Las rebeldes saben de qué están hechos los premios,/ rechazan los mendrugos que lanza la mano del opresor./ Una rebelde tiene como único premio la vida, porque de ella nadie se apropia, en ella/ nadie la usurpa,/ porque es la única tierra propia de cada rincón donde duerme./ Su rebeldía alcanza siempre a cobijar el desánimo del progreso/ y si de paso una rebelde tiene la alegría en soledad, ha vencido al mundo.”

Esta noche, o estas noches, si acaso estamos solos, y no nos sentimos solos, tal vez andemos más cerca de nosotros mismos, hurgando una herida que ya no sangra y que amamos, que nos reconforta, que ayuda a limar las asperezas cotidianas de una vida que no es tan bella como quisiéramos, pero que tampoco entorpece a nuestro ánimo cuando este pretende construir o ha construido un universo paralelo donde los villancicos anidan congelados en las fonotecas, las estrellas solo brillan en el firmamento, el anís seco también se bebe en agosto –con mucho hielo, eso sí–, donde una mujer te mira y te cambia la vida, y el nuevo amanecer se agradece como el mejor regalo que los Magos te dejaron en el balcón la noche anterior, y, entre unas dudas y otras, la rebeldía crece y crece para nunca dejarse vencer, para alimentar la inanición del desprecio de otros y la contundente voluntad de aprender, y de saber, que cada día puede ser nuevo y distinto, cegador, fulgente, avasallador, la primera página de un libro todavía por vivir y por escribir.

Ahí andamos.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO

13 de diciembre de 2021

  • 13.12.21
Rita Levi-Montalcini, neuróloga italiana que descubrió el primer factor de crecimiento conocido en el sistema nervioso, investigación por la que obtuvo el Premio Nobel de Fisiología o Medicina en 1986, compartido con Stanley Cohen, advertía: "La cabeza: Hay quienes la bajan, quienes la esconden y quienes la pierden. Prefiero a los que la usan". Dicho así, de manera general, la frase nos resulta ingeniosa o extraña. Aplicada a nuestra vida en pareja, es una sentencia lapidaria. La vida en pareja tal vez sea la gran mentira que nos enterrará. Asumir ese fracaso, en cierto modo, es reconocer que esta es imperfecta o incómoda.


No ocurre nada. Hasta que un día estalla el mundo. Él o ella dice que se va, que no es feliz, que todo se acabó, cuando nada se acaba del todo. Pero, a veces, hay que reconstruirse desde los escombros, asumir que siempre hubo una voz apagada incapacitada para gritar, para decir estoy aquí, este es mi tono, mi voz, mi identidad. Después de tanto tiempo de silencio, nada queda. Cualquiera es capaz de asumir nuestra propia voz, hablar en nuestro nombre y por nosotros. Pero las tormentas suelen romper todos los tabiques y ahuecar las habitaciones amuebladas. Son tornados sin ton ni son, que nunca supimos ver y vimos y que, de golpe, se hacen presentes, subimos la cabeza escondida durante tantos años y se muestran como son, como nunca supieron o supimos que eran. Y ya no amonestan, sino que imponen sin retorno, fumigan las malas hierbas, dicen adiós sin otra probabilidad. Alzan la cabeza, y ya el pasado es una masa deconstruida.

A veces, escondemos la cabeza, porque el mundo no nos gusta, porque acá adentro el frío se insinúa más benigno que adverso. Pero la cabeza igual guía que engaña, igual rompe que construye. El avestruz también esconde la cabeza. El avestruz insinúa un camino que engaña. Un día, cualquiera, asomamos la nariz, y el paisaje es otro. No desde ese momento, sino desde mucho antes, cuando nos escondíamos del vendaval que no existía y de las lluvias pertinaces que carcomían otros paisajes que no eran el nuestro.

En otros momentos, hemos perdido la cabeza. Razones que justifiquen la contienda, las hemos esbozado sin contratiempos y argumentado a nuestro placer durante años. Pero para ese entonces, la fiesta ha apagado las luces y afuera nadie nos espera. No hay confeti en las calles. Y es entonces cuando las justificaciones se nos caen igual que la resaca se diluye y nos dejan los ojos desorientados y la mirada muerta. De golpe, la casa es un espacio deshabitado e irreconocible, que no parece nuestra. Medimos las distancias en la memoria, con la pretensión inútil de adivinar cuándo nos cambiaron el paisaje perdido. Pero tal vez haya sido al revés: nos fuimos y a la vuelta ya no quedaba nadie acá.

En cualquiera de los casos, es entonces, mirando a lontananza, cuando nos apercibimos del caos que nos aísla o nos entierra. Usar la cabeza ya para qué, piensa cualquiera. Tal vez para no sucumbir del todo en el lodazal del encubrimiento. Dos no es igual que uno más uno, cantaba Sabina. Cómo lo sabía. Ahora ella rompe los espejos, las tarjetas postales, las palabras a medio decir, los momentos únicos, sellados son selfis imposibles y poemas desajustados en sus metáforas. Ahora, de golpe, se suman los desvaríos y los despropósitos, los desencuentros, las distopías, las noches vacías, el amanecer incierto.

Ella lo sabía, pero cualquier ignora los designios nunca escritos, la sospecha remota de que el mundo, amañado con las propias manos, pueda reventar de golpe, sin ton ni son. Como si la otra persona con la que compartíamos la vida, sin aviso previo, se levantara sin permiso del rincón que le habíamos adjudicado y, durante años, después de haber aceptado sin remisión su espacio en esta relación, se desplaza para allá y para acá sin saber nosotros por qué y solo acierta a decir me voy. Me voy para siempre.

Ocurre cualquier día. No es festivo. No hay nada especial en la jornada que celebrar ni de lo que quejarse. Pero él va y le dice a ella: me voy. Sin metáforas. Sin justificaciones. Ella no pregunta, porque sabe. Todos sabemos. Ella se mete en la cama. Deja los días pasar. La vida es así, como la fiebre. Hay que dejarla pasar. Enfriarla. Pero la vida va a su ritmo, sin tener en cuenta el dolor que deja a su paso ni el barniz con que escondemos sus secuelas. Ahora ella sabe que las posibilidades de reconstruir los escombros de sus descalabros son ninguna. No se asusta. Porque sabe también que la cabeza es capaz de asumir sus derrotas y de proyectar otros desvaríos.

A veces -pensar solo pensar-, se detiene en algunos días que la hicieron feliz. Fueron pocos, es verdad. Ahora, por el contrario, esos momentos se hinchan como globos ocupando un espacio inusitado. Se culpa de los desarreglos imposibles de reconstruir, le duele el vacío que la lleva a una calle sin salida. No le importaría volver, para nada, volver a la vida usurpada para siempre. No sabe cómo ocurrió, o no quiere saber. La noche es oscura, como siempre fue, pero ahora en su oscuridad no caben tantos días que no sabe cómo colocar para que no se tropiecen con los sueños apenas usados. Solo es un momento. Después se sume en un sueño ancho y desconocido del que no quisiera despertar.

No sabe que, al otro lado de la habitación, alguien que no duerme, vigila sus sueños.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO

6 de diciembre de 2021

  • 6.12.21
Algunas condenas erróneas nacen para ser materia prima de inauditos guiones cinematográficos. Porque la vida, ya se sabe, a veces está necesitada de historias inverosímiles, pero también veraces, que sacudan el cómodo colchón donde retoza nuestra alma. Porque lo grave de estas historias que resultan inverosímiles, pero también veraces, es que, sobre todo, son verídicas.


En EE UU, algunos jueces y tribunales, con sus impredecibles errores, ayudan a que la creatividad en la literatura y en el cine no decaiga y se arrugue, y también a que los periodistas encuentren en la propia realidad hechos más propios de la fantasía. Es exactamente lo que le ha ocurrido a Kevin Strickland, liberado tras 43 años de prisión. Desconectado del mundo durante todo este tiempo, ahora sufre las secuelas del aislamiento. Él lo dice así: “No sé hablar con gente normal”.

Sobre esta intrincada verdad, la periodista Amanda Mars ha escrito: “Es difícil ponerse en la piel de Kevin Strickland cuando ni él mismo se siente del todo en ella. El 26 de abril de 1978, cuando tenía 18 años, la policía llamó a su puerta para hacerle algunas preguntas por un triple homicidio ocurrido la noche anterior del que él solo había oído hablar en las noticias. Aquella mañana se disponía, por primera vez él solo, a cuidar a su hija de seis semanas mientras la madre, su novia, acudía al médico. La joven salía por la puerta cuando llegaron los agentes. Y Kevin no cuidó jamás de esa niña. Lo condenaron a cadena perpetua en un proceso plagado de agujeros. La semana pasada, 43 años después, salió exonerado tras cumplir una de las penas erróneas más largas de la historia de Estados Unidos”.

Cuando esto ocurre, cabe preguntarse si se puede o se debe pedir algún tipo de responsabilidad al juez y al tribunal. Pero cuando la vida entra en su tramo final, qué respuesta se le puede ofrecer a un ciudadano inocente que ha pagado una condena eterna que no le corresponde. Ahora Kevin tiene 62 años y va en silla de ruedas. En silla de ruedas lleva también la esperanza y la probabilidad muerta de poder entenderse con los demás. Ahora, cuando arrastra la vida por las aceras de una vida que no conoce ni entiende, ni pretende conocer ni entender, los recuerdos se le deben revolver por dentro como los flecos de una tormenta que se desvanece en retirada.

Cuesta pensar cómo contaba los días sin sosiego, cómo proyectaba el futuro que nunca vería, cómo sorteaba los sueños recurrentes de libertad en las largas noches de vigilia. Cómo lloraba cada amanecer claro de un sol que sospechaba incandescente, cálido, necesario. Los años entre rejas deben abrir un paréntesis que hace imposible conectar dos trozos de una vida tan distantes y tan ajenos. La juventud maltratada que cuelga con el nacimiento de un hijo y la vejez congelada que no conduce a ningún paraíso.

Su vida de antes ya no existe. Sus padres murieron. Los hermanos no quisieron saber, abrieron distancias. Para qué. Su novia de casó, como era de esperar, con otro hombre. Ninguna mujer, ningún hombre, espera toda una eternidad. La vida es efímera y nuestra única misión aquí en la tierra, al parecer, es gestionarla con interés para que no se agrieten las tuercas del desencanto, que no hacerlo con felicidad, antes de que las llamas nos devoren. Aquí no queda todo. Durante todo este tiempo, Kevin solo ha visto a su hija cinco veces. Llenar la memoria con solo cinco imágenes debe ser ardua tarea de funestos resultados.

Al año del juicio, la testigo que le delató comenzó, empezó a decir públicamente que se había equivocado, hasta que en 2009 escribió una carta a The Innocense Proyect, plataforma de abogados que trabaja en la exoneración de inocentes, en la que decía: “Estoy buscando información sobre cómo ayudar a una persona que ha sido condenada erróneamente”. Cyinthia Douglas, ese es su nombre, era el único testigo de un caso en el que las cosas no estaban nada claras. Excepto para el tribunal que condenó a Kevin. Todos sus miembros eran blancos de piel, oscuros de sospechas y concluyentes sin pruebas.

El sueño por alcanzar la libertad es el único privilegio que se puede conceder cada día, un día tras otro, un preso condenado a cadena perpetua. Es la única herramienta útil en un espacio donde otros condenados de por vida a sucumbir entre esas mismas paredes optan por romper su existencia como tantos otros lo hicieron. Pero es difícil respirar sin aliento y componer otro mundo en un mundo que ya no conoces, un mundo usurpado desde la juventud y que ya acaso solo es el recuerdo de algunos familiares y amigos que te conocieron cuando a tan temprana edad las palpitaciones llaman a la locura.

Kevin Strikland ya es viejo, tal vez muy viejo para recomponer los destrozos de su maleficio. Tampoco tiene derecho a una indemnización. Y aunque lo tuviera, cabría preguntarse cómo compensar tal desaguisado existencial. Él se expresa con una precisión sin fisuras: “No sé hablar con gente normal, me he criado entre animales”. Ahora solo busca una casa fuera de la ciudad, donde nadie le encuentre. Tal vez busque el lugar más parecido a una prisión, donde no haya nadie, pero cerca de la naturaleza. Quiere ver la televisión y dormir sin miedo. Y, sobre todo, como él dice: “No quiero a ningún vecino en una milla a la redonda, no necesito a nadie”.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO

29 de noviembre de 2021

  • 29.11.21
Hay frases enigmáticas cuyo origen y razón desconocemos, pero que han guiado nuestras vidas de adolescentes y muchas noches de parranda. Tal vez la más exótica sea aquella que decía que el whisky sabe a chinches. La oí desde pequeño, cuando todavía no adivinaba que esta y otras bebidas espirituosas serían parte inalienable de nuestras vidas. Es cierto que el olor de las chinches se parece al del whisky. Y cualquiera se podría parar a pensar quién se ha puesto a oler chinches alguna vez o ha degustado un cóctel con la savia de estos insectos.


En aquellos días de la niñez, las chinches, las pulgas, los piojos y las garrapatas deambulaban a sus anchas en aquellas casas frías que sobrevivieron a la guerra y en las que crecimos con la conciencia de que aquellos pequeños insectos picaban, aunque no volaban. Habitaban los colchones rellenos con lanas de oveja y los asientos de sillas y mecedoras de enea –o anea–, planta cuyas hojas se empleaban también para hacer esteras. En aquel zoológico casero y compartido con aquellos seres minúsculos y molestos, cualquier día alguien inventó aquella frase encriptada que comparaba el sabor del whisky con el olor de las chinches.

Guillermo Jiménez Smerdou ha escrito que el whisky empezó a beberse en España hacia los años veinte, whisky procedente en su mayor parte de Escocia. Y fue ya en los años cincuenta, cuando el denominado segoviano, es decir, el Dyc, entró en nuestras fiestas para quedarse por siempre jamás. El Dyc empezó a elaborarse en Palazuelos de Eresma, un pueblo de la provincia de Segovia. La elección de este lugar no fue un capricho de sus creadores. Los expertos llegaron a la conclusión de que el agua más parecida a la de Escocia era la de este rincón segoviano, habitado entonces por solo un millar de habitantes.

Aquellos eran años de brandy, sobre todo. Pero en los muebles-bar de nuestras casas, sobrevivían de una Navidad a otra las mismas botellas de Licor 43, Cointreau, Peppermint, o sea menta, y Marie Brizard. Hasta que el rey de los guateques se impuso por derecho en el escenario de cualquier farándula. En todo caso, el whisky, cualquier whisky, e incluso el ron, hubieron de pasar todavía un tiempo en el limbo de las bebidas foráneas y extrañas hasta que los asumimos como la botella de cada día. Los cubatas eran combinados de ginebra y Coca-Cola. Algunos amigos todavía lo beben y no han conocido otra bebida larga, aun sabiendo que su origen se marida con el ron.

También Jiménez Smerdou escribe que los primeros catadores de la bebida decían que el whisky sabía a chinches. “Extraña comparación”, escribe, “salvo que el catador hubiera ingerido chinches en algún momento de su vida”. Conforme fuimos creciendo y conociendo la jerga que ayudaba a definir en el paladar los sabores infinitos de los whiskys y de los vinos, más extraña se nos antojaba su comparación con las chinches. Ya comenzaban a extenderse por nuestro país términos de moda para referirse a este mundo tan sorprendente y sorpresivo de los aromas y los sabores. Se hablaba ya de “piña”, “afrutado”, “madera”, “redondo en boca” y un larguísimo etcétera.

A. Fled advierte que explicar un sabor debe ser sencillo por comparación, pero a ver con qué lo comparamos, porque, añade, “mi abuela le decía a mi abuelo que el whisky sabía a chinches”. Y este, con su humor inglés, le respondía: “¿Tú has probado alguna vez las chinches?” Flez cuenta también que, en una cata de aceites, el entendido en el tema percibía en el paladar toques de acidez con reminiscencias de dulzor que no eran propios del óleo. A lo que el dueño de la marca dijo: “Tomate”. El entendido dijo: “Sí, en efecto, muy bien explicado, veo que es usted un especialista organoléptico”. Y de nuevo le replicó el dueño de la marca: “No, es que los olivos y las tomateras están plantados juntos”. Fled, con el humor inglés heredado tal vez del abuelo, escribe: “Quizá en esa línea nació el sabor a roble y el redondo en boca (puede que hasta el ‘a chinches’ de mi abuela) pero un crítico no debe ir a juzgar un plato o un restaurante, sino a ensalzarlo, a rescatar los sabores que se dejen y ponerlos frente al lector/comensal”.

En cualquier caso, en el léxico más exquisito de cualquier especialista que digne distinguirse como sumiller debe brillar la palabra chinche como una perla estilística que todavía vive su leyenda encriptada. Pero más al fondo de la cuestión, cabría preguntarse si a las chinches les gusta el whisky –y de ahí su olor– o si bien son alérgicas al mismo. En la web “Sinchinches.club” leo otra frase enigmática: “Alcohol para chinches: ¿Las chinches se mueren con alcohol?” Se explica en la misma que todos sabemos que rociar o frotar alcohol es tóxico. Al ser tóxico para los humanos, cabría deducir también, según esta página, que es “una de las primeras cosas que se nos viene a mente para intentar matar chinches de forma casera”. Y añado yo: Y si es con whisky, mejor.

Leo en la misma página web una serie de preguntas que nunca me he planteado en mi devenir espirituoso y que ahora se han vuelto imprescindibles y han cobrado un nuevo valor en mi conocimiento de este insecto tal vez etílico. Por ejemplo: ¿El alcohol mata las chinches de cama? ¿Pueden las chinches oler el alcohol? ¿Ahuyenta el alcohol a las chinches? Cómo usar el alcohol para matar chinches y sus huevos. ¿Cuánto tiempo funciona el alcohol isopropílico? Alternativas al alcohol isopropílico para las chinches. Y a todas estas preguntas embaucadoras cuyas respuestas son de la misma naturaleza, el lector puede hallar otras herramientas y utensilios para deshacerse de estos insectos. Eso sí, sin probabilidad alguna de provocar su extinción en la faz de la tierra. Tales como insecticidas y productos para fumigar y eliminar chinches, veneno para chinches y fundas antichinches. Todo un mundo nuevo para mí que me acerca sin remisión a los primeros años de mi vida.

Las chinches son insectos del género Cimex, de color marrón rojizo y presencia ovalada y plana, del tamaño de una semilla de manzana. Estos parásitos no vuelan, pero pican la piel de los seres humanos y de los animales y, como consecuencia, producen erupciones cutáneas, efectos psicológicos y síntomas alérgicos. Sus picaduras se pueden parecer a las de otros insectos, como mosquitos o niguas; sarpullidos, como eczemas o infecciones micóticas, e incluso urticaria. Los entendidos dicen también que algunas personas no reaccionan en absoluto a las picaduras de las chinches. Yo tengo mi propia teoría al respecto, aunque no demostrada, sobre estos seres humanos que son inmunes al picotazo de este insecto etílico. Y la razón es fácilmente deducible: son aquellos que beben whisky. Y tal vez de aquí se logre deducir el olor a esta bebida espirituosa que desprenden las chinches.

En todo caso, que el whisky sabe a chinches sigue siendo para mí la frase más enigmática que me ha perseguido en la vida y que he asumido como un axioma aun sin conocer su profundo significado ni de dónde proviene mi convencimiento más contumaz sobre este litigio retórico. Hay frases que nacen con un uno e insectos que mueren al paso de los años. Es cierto que hace décadas que ni he visto ni me ha picado una chinche. No sé nada de su existencia y ni si la humanidad sobrevivirá a su exterminio. Por el contrario, he investigado el mundo del whisky y su jerga metafórica que todo lo confunde como si fueran efluvios etílicos en la sangre. Entre todos esos términos, ripios e hipérboles que asumimos sin doblez, la chinche sigue ocupando por sí misma un lugar de privilegio en este lenguaje tan literario como fantasmal que aúna mundos tan dispares como excluyentes.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO

22 de noviembre de 2021

  • 22.11.21
La Fundación Biblioteca Manuel Ruiz Luque quiere recordar los cien años del nacimiento del escritor y bodeguero montillano José Cobos Jiménez con una conferencia de Antonio Varo Baena y una exposición de sus libros, en cuyas vitrinas también se pueden ver algunos libros míos que dediqué a este articulista. Varo ha calificado a Cobos como el Azorín montillano. Y creo que no se equivoca al llamarlo así. Tuve la suerte de compartir con él muchos fines de semana en Córdoba en los últimos años de su vida, cuando volvía de Montilla y partía para Sevilla cualquier domingo de aquellas semanas siempre recordadas, y compartíamos en unos y otros bares, o bien en la casa de alguno de sus hijos un almuerzo abundante de exquisiteces y tertulias golosas.


Era un escritor local. Escribía de Montilla. Y siempre he pensado y he escrito que ese es su gran valor. Saberse hijo de una tierra y aprender a amarla dejando el rastro de sus venas y de sus vísceras en la tinta impresa de los libros. Adoraba sus títulos, breves y bellos, como si fueran un poema comprimido en varias palabras, frases a veces robadas a un poema y que en la portada del libro cobraban una nueva identidad, otro significado, títulos que parecían proceder de aquella escuela que inauguró Marcel Proust con En busca del tiempo perdido y que alcanzó su cumbre con El desorden de tu nombre, aunque, dicho de paso, el título no es de Juan José Millás, solo lo ganó a un amigo jugando a las cartas. De esta escuela de títulos prodigiosos procede también Pepe Cobos. Baste recordar esta breve galería: Menos que nube, Al correr del tiempo, Corazón plural o Montilla, verde estrella.

Recuerdo cuando Manolo Cobos me mostró los folios de este último manuscrito. Le propusimos a su padre la publicación del libro. Él aceptó, después de añadirle algún capítulo más. Hice el prólogo y el Ayuntamiento lo publicó un año después. Le pedimos a Antonio Povedano la ilustración de la portada, que vio la luz sobre un fondo verde de hoja de pámpano. Manuel Ruiz Luque, como siempre, cuidó la edición.

Los años pasan en su fluido insobornable y la memoria, aunque ya deteriorada, conserva algunas imágenes inalterables en su poso. Siempre recuerdo a Pepe Cobos sentado a la mesa de alguna terraza, frente a la estación de ferrocarril, con el puño cerrado de su mano derecha en el que a veces apoyaba el mentón. Bebía tinto de Valdepeñas. Hablaba. Le gustaba hablar. De vez en cuando, hacía unos mohínes que lo llevaban a mover su nariz celestial y que lo caracterizaban. Era de oratoria fluida y elegante. Le gustaba escuchar a su interlocutor y mostrarle trozos de su vida como el carnicero que despedaza la pieza para ofrecer la porción medida, justa y limpia.

Hablamos entonces tanto de aquellos libros que nunca escribió, que nunca supe por qué alguien como él un día opta por abandonar la pluma o la máquina de escribir y solo esboza delante de los amigos los manuscritos de escritura encriptada en el olvido o en cualquier otro lugar al que nadie tiene acceso, tampoco él. Nunca sabré por qué alguien decide no escribir más o por qué piensa que su obra ya está ultimada, cerrada para siempre, sin saber acaso que un escritor nunca es dueño de sus propias palabras ni de su indeclinable destino. Y Pepe Cobos lo sabía, pero la vida le había golpeado sin compasión. Ahora, allí sentado, escuchando el silbido de los trenes que partían a cualquier rincón del mundo o que regresaban de cualquier otro ángulo de la vida que ya no ansiaba conocer, él se debatía entre un tiempo luminoso que se diluía en sus recuerdos y un futuro brumoso que pisaba sin mucho entusiasmo.

Pero le bastaba con que la conversación se encendiera un tanto para que los fantasmas difusos del desencanto se borraran en el frío inclemente de aquellos inviernos cordobeses. Nunca sabremos qué sueños masticaba en lo más hondo de su espíritu ni qué libros hubiera escrito si la vida le hubiese otorgado algunos otoños más de aquella felicidad serena con la que alimentaba sus días últimos.

En las cartas que su familia ha cedido para esta exposición, el visitante puede conocer la correspondencia que el escritor montillano mantuvo con Azorín, El Caballero Audaz o Dámaso Alonso, entre otros muchos. Con él se fue un modo de entender la vida, de compartirla, como se desprende de estas misivas, de mirar al pueblo, esa capacidad para describir las cosas pequeñas y para amar esos detalles nimios e insignificantes que hacen de cada día un hogar que huele a pan recién horneado y que nadie ve a no ser que alguien como él nos advierta del peligro de cruzar el lugar sin apercibirnos de pon dónde andamos.

Lo recuerdo siempre elegante, cercano, soportando el peso de la tristeza con una disciplina espartana, reventando a cada instante el dolor como si fuese un globo de feria, que flota a nuestro alrededor sin alcanzar nunca los tejados de la ciudad ni el azul del cielo. Lo veo sentado a nuestro lado, empuñando su bastón, mirando a ninguna parte o hacia dentro de él mismo, consciente de la labor bien hecha e inacabada, pero hermosa, sencilla, equilibrada, con las aspiraciones precisas de quien solo aspira a contar, pisando con sus botas el terruño donde nació, la vida que nos ha dejado en unos cuantos libros: breves, coherentes, bien medidos en su narrativa y en sus aspiraciones. Me gusta leerlo y releerlo. De él he aprendido que hay que saber mirar las cosas como si fueran menos que nube, con un corazón plural a prueba de sobornos emocionales, a la par que andamos al correr del tiempo, persiguiéndolo en sus bucles y controlándolo con la palabra clara, cristalina, justa, imprescindible. Eso es la escritura, me diría él. Cómo lo sabía.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO

15 de noviembre de 2021

  • 15.11.21
El periodista montillano José María Carretero, más conocido como El Caballero Audaz, escribió que la resaca de la Primera Guerra Mundial había traído a España un gran contingente de tipos exóticos. Entre ellos, aristócratas prófugos que frecuentaban salas de juego en San Sebastián y noches galantes en la ‘Parisiana’ de Madrid, así como siniestros aventureros que buscaban refugio en el Barrio Chino de Barcelona. Y solo faltaban conspiradores políticos como Gorki, hasta que Francia extraditó a Trotsky a nuestro país. Sentado en uno de los despachos de la Dirección General de Madrid, a Carretero le sorprende que este sea un revolucionario peligroso, sino más bien un hombre de apariencia inofensiva del que se dice que es un “tremendo agitador”. Lo describe así: “De mediana edad, un poco achaparrado, vestido con cierto abandono, mira desdeñosamente por unos ojos grises y, bajo ellos, sus cejas espesas, lleva negros lentes con montura de oro. Por sus bigotes, grandes y lacios, que empiezan a grisear, se le creería un burócrata sedentario, un jefe de negociado o, mejor aún, un burgués profesor de un Liceo Francés”.


Trotsky viaja a España a fines de 1916, expulsado por el Gobierno francés, y en enero de 1917 parte para Nueva York. En 1929 publicó, por primera vez en español, Mis peripecias en España, un libro que, según escribió, debía “su origen a la casualidad”. Posteriormente, después de varias ediciones, en 2011, vio la luz con el título En España. Diario de un viaje, 1916-1917. Carretero no supo de la edición de este libro y este hecho tan simple le ha delatado después de tantos años. Aunque de su impostura ha dejado alguna huella indeleble en sus escritos.

Dos inspectores de Policía franceses acompañaron a Trotsky hasta la frontera. Curiosamente, los mismos que escoltaron a Pablo Iglesias. Al llegar a San Sebastián describe su mar severo sin malicias: gaviotas, espuma, aire, espacio. Le sorprende que las mujeres vistan con mantilla y los hombres estén tocados con boina en vez de con sombrero. Le asombran los colores y los gritos. Ve a guardias municipales, “que no tienen nada de guerreros”, con bastón. Describe también a los militares: “Los uniformes de los militares son complicados, producto, por lo que se ve, de madura reflexión; pero no dan la impresión de seriedad”.

Compara a España con Francia, que la dibuja más primitiva, más provincial, más tosca. Un país en el que se bebe vino en botijos y se habla a voces, las mujeres se ríen a carcajadas y los hombres andan envueltos en capas con forro encarnado o en chillonas mantas a cuadros con bufandas que les cubren hasta la nariz. En realidad, escribe, “se muestran habladores impenitentes”. En el tren, de camino a Madrid, describe cuanto ve: “Llanuras arenosas, colinas con matas enfermizas y arbustos enclenques. Aurora gris. Casas de piedra sin adornos. Paisaje triste. Palos de telégrafo bajos, como en ninguna parte. Por la carretera, asnos cargados de fardos. España. Pero yo, ¿para qué estaré aquí?”

En Madrid, una multitud le arrebata las maletas, le proponen limpiar sus botas, comprar periódicos, cangrejos, cacahuetes. Escribe que la ciudad deja mucho que desear desde un punto de vista sanitario, que hay mucha moneda falsa, que en las tiendas cargan los precios sin piedad y que las chinches abundan en las fondas. El ritmo de la vida es perezoso. Madrid es una ciudad provinciana, escribe. Ausencia de industria y abundancia de devoción hipócrita. En las calles, la prostitución no llama la atención como en las ciudades francesas. En los cafés hay pocas mujeres, su presencia está mal vista. Piensa que España se parece a Rumanía, o dicho mejor: “Rumania es una España sin pasado”. En las calles hay también muchos asnos cargados con grandes cestas en los costados, o sea, con serones. Su conclusión es inevitable: “Todo esto sigue absolutamente igual que en los tiempos de Dulcinea del Toboso y hasta de sus lejanos bisabuelos. Por la noche, gritos en la calle… A pesar de la devoción española, los curas fuman abiertamente en la calle”.

En Madrid conocerá la Cárcel Modelo. La policía registró sus bártulos. Le quitaron el cortaplumas, unas tijeras, el dinero. La celda era grande, tenía una alfombra en el suelo, mal olor y una cama incómoda, una sábana sospechosa, dos armarios rinconeros con vidrieras, un biombo, un sillón, una mesa con un crucifijo, todo sucio y lleno de escupitajos. Al día siguiente le contaron que en esa cárcel había celdas de pago y celdas gratuitas. Su celda era de pago. Cuenta que la prensa en España inició una campaña a su favor. No habla de Carretero. En la cárcel, para tener electricidad hasta la una de la madrugada, tenía que pagar dos pesetas y media. Esta frase de Trotsky define a la perfección, no solo la cárcel en la que se hospedaba, sino el corazón del país: “Esta cárcel de Madrid es verdaderamente admirable. Aquí todo se puede tener: un buen cuarto, cerveza, vino, tabaco, luz hasta hora avanzada de la noche; basta solo pagar. Este liberalismo carcelario está sin duda fundado en motivos de orden fiscal. Al alquilar estas ‘habitaciones amuebladas’ a sus inquilinos más pudientes, el Estado economiza en los gastos carcelarios, y, tomando en cuenta el déficit permanente del presupuesto español, esta cuestión no deja de tener su importancia…”.

El Gobierno español traslada a Trotsky a Cádiz y después a Barcelona, donde partirá para Nueva York. En su viaje al sur, describe el paisaje. Ya cerca de Córdoba, escribe: “Olivos. ¡El Sur! El suelo es suavemente ondulado. Tranquila variedad. Casitas blancas. Edificios árabes, sin techo. El Mediodía español”. En el tren, los vendedores de lotería no le dejan en paz. Le sorprende el espacio que ocupa la lotería en la vida social. Descubre y describe el Guadalquivir: “Aquí, en sus orígenes, es un riachuelo estrecho y sucio, de agua amarillenta, pantanosa, que parece inmóvil, al menos hasta Córdoba… Cactos enormes, sin vida, impasibles al sol. Aquí y allá altos abedules, acacias, olivos, encinas. Un castillo vetusto en lo alto de unas peñas, reparado hace poco y habitado por un duque”. Dice que los españoles son amables y sociables, pero también sucios, escupen en el suelo, arrojan papeles y colillas bajo los asientos. Y del sombrero cordobés sugiere que es fuerte, con anchas alas redondas y, por esta razón, “produce un gran efecto”.

Trotsky no solo ve paisajes y celdas. También ve mujeres. De las sevillanas ha oído que son “un dechado de belleza” y de las andaluzas, en general, que son dignas de toda atención. Ya en Cádiz, el sol quema y el aire de otoño es agradable, el cielo es azul. Pasea por las calles de Cádiz, mal cuidadas y con los olores de España –a aceite y comidas picantes, vino, ajo y pobreza humana–, balcones, ancianos durmiendo en los bancos, barberos, limpiabotas, mujeres en el umbral de la puerta y en los balcones, soldados, guitarras, juego de dominó en los talleres, mucha pobreza, muchos colores, mucho ruido.

Me encanta la visión de Trotsky de nuestro país, la capacidad de dibujar en tan pocas páginas un mapa étnico tan singular para él, sin desprenderse de su humor inteligente, como lo hace en este párrafo donde todos reconocemos el país en el que vivíamos y en el que tal vez todavía vivimos: “ Un poco de estadística social: durante media hora que he pasado en el café, los chicos me han ofrecido doce veces el ABC, diario madrileño ilustrado; cuatro individuos me asediaron con billetes de lotería; tres pordioseros me pidieron limosna; tres vendedores ambulantes pasaron ofreciéndome cangrejos cocidos; dos trataron de venderme dulces misteriosos, y si los limpiabotas no vinieron a ofrecerme sus servicios, fue porque uno de ellos ya estaba lustrándome los zapatos desde que entré en el establecimiento”.

De Cádiz partirá para Barcelona, donde se embarcará para América. Le interesa más el Ebro que el Guadalquivir, con su corriente rápida de aguas turbias. Y llega a Barcelona, ciudad de tipo hispanofrancés, extraviada en un infierno de fábricas, humos y llamaradas, pero también de flores y frutas, ciudad industrial de tipo moderno. Describe Cataluña como la región más emprendedora de España, que aún conserva sus tendencias separatistas. En el buque que lo llevará a Nueva York ha embarcado también un sobrino de Oscar Wilde, exboxeador, pero con nombre cambiado, y en parte también escritor francés, por su procedencia de línea materna.

Como ya me esperaba, Trotsky, en este librito singular y curioso, no habla del periodista montillano. No me sorprende. Y eso que alude en determinados momentos a la prensa española. Pero ni huella de El Caballero Audaz. Siempre tuve la sospecha de que Carretero se había inventado alguna que otra entrevista. De hecho, en su día ya lo acusaron de haber imaginado la falsa entrevista realizada al pretendiente al trono de España don Jaime de Borbón, primo de Alfonso XIII. El propio Galdós asegura que este coloquio es “una obra maestra”, pues narra este encuentro con una serie de detalles que “supera la realidad”.

Si Carretero hubiese conversado con Trotsky, con toda seguridad que el revolucionario ruso hubiese dejado constancia de esta conversación en un libro tan minucioso y exquisito como este en el que narra sus peripecias por España. En cualquier caso, poco importa. Sobre todo, si tenemos en cuenta que la entrevista es el género más utilizado para la ficción desde tiempos inmemoriales del periodismo. Y, además, sorprende que alguien que alcanzó a entrevistar a figuras destacadas de la vida española como Unamuno, Pío Baroja, Galdós, Valle-Inclán, Pablo Iglesias, Alfonso XIII y tantos otros, necesitara completar su galería de personajes históricos y reconocidos con entrevistas imaginadas.

Me gusta la descripción que Carretero esboza de Trotsky. La entrevista la recoge en el volumen cuarto de Galería, publicada en 1948, pero yo no la hallé en ninguna publicación periódica del momento, ni diario ni revista. Tampoco mi labor de campo fue tan rigurosa como para asegurar, a pies juntillas, que no la publicó en aquellos días de finales de 1916. Pero si alcanzó a entrevistarlo, tampoco se entiende que se guardara la primicia en un bolsillo del gabán. A fin de cuentas, da igual. Ya sabemos a estas alturas que la ficción también es una herramienta útil en el periodismo. Quién lo diría.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO

8 de noviembre de 2021

  • 8.11.21
Despertó de un sueño abrasador y extenuante, pero asimismo apacible y vivificador. Cuando abrió los ojos no supo qué día era ni cuánto tiempo había andado por un mundo que nunca fue suyo, o tan diferente al que había vivido hasta entonces. No le importó demasiado, porque siempre quiso cambiar su vida de cualquier modo y a cualquier precio. Así que, al incorporarse, no reconoció la habitación, ni la ropa que había vestido el día anterior, aunque estaba mal colocada en la silla del rincón. Abrió la ventana y el paisaje le pareció desconcertante, otro, irreconocible.


Pensó que no había dormido suficientemente y que el cansancio del día anterior le enajenaba la razón. Pero no era así. Se sentía despierto, con los reflejos a flor de piel, los ojos iluminados por el sol de la mañana. Buscó en otras habitaciones de la casa retazos de su vida anterior. No encontró ningún objeto propio que le fuera propio. Le costó asimilar su nueva identidad en el error desconcertante de que era él mismo en un cuerpo que no era el suyo. En el cuarto de baño le deslumbraron los focos del espejo y, cuando fijó la mirada en el rostro proyectado en el cristal, no supo que era él mismo.

Le gustó del otro su pelo cano, su piel sin apenas huellas del desahucio de una existencia apurada de desencuentros, sus manos suaves que haberlas empleado en trabajos cómodos, su aspecto desenvuelto de quien no sufrió lo suficiente. Se preguntó qué veía en este hombre que le era propio, qué le había robado de una personalidad ya marchita, extraviada en lo más hondo de su ser.

No le disgustaba la realidad que se construía a cada paso, le costaba identificar los detalles más nimios, leer los títulos de otros libros que no le despertaban interés o pasión alguna. Y pensó quién vivió allí todos estos años y que pudo ser feliz con tan poco. Quiso imaginar su porte, definir sus esperanzas, meterse tan adentro de él para asimilar como propias sus entrañas y sus días truncados por el tsunami del fracaso o del infortunio, o también por el sinuoso éxito de los elegidos. Pero no halló ni un solo indicio de infelicidad. Desconcertado, volvió a abrir la ventana y en el mismo paisaje que unos momentos antes le desconcertó, dibujó la sospecha de que aquel otro hombre de quien no sabía nada pudo haber sido feliz en algún momento o, tal vez, en muchos de sus días. En cualquier caso, rechazó esta última idea por ambiciosa e irrealizable.

Ahora pensando, sentado en el sillón, se dispuso a ordenar el día y, también en lo posible, sus horas futuras. No le pareció banal reconstruirse desde el vacío más limpio, ni adolecer de recuerdos le cerró la posibilidad de inventarlos de nuevo y, de este modo, acomodarlos a ese futuro posible al que ahora se entregaba a modelar. En un principio, le pareció una tarea ardua, si bien reconfortante. Le costó vestirse con un sentido de la estética diferente, adaptarse al olor de las mismas paredes, encontrar en los mismos sabores otros que le avivaran nuevas sensaciones. No rechazó el olor del café, pero el whisky se le antojó que olía a chinches. Aunque no acertó a entender si esa relación improvisada entre whisky y chinches tenía algún sentido.

De golpe se sintió cansado, como si no hubiese descansado durante semanas o meses, y optó por meterse en la cama. Antes había cerrado la ventana, había bajado la persiana. Se cubrió hasta las orejas, como si así pudiera salir del mundo de los vivos, y, en un silencio total, oyó sus propios pasos en la habitación y otro, que no era él, si bien se le asemejaba demasiado, le llamaba a despertar. Pero él no estaba dormido. Así que concluyó que las escasas energías de las que disponía le llevaban a construir escenas irreales en las que no creía ni podía creer.

Extraviado en estos y otros pensamientos, se quedó dormido. En pocos minutos logró encontrar la puerta abierta de aquel sueño en el que había sido feliz. Pensó incongruentemente que lo lógico sería no despertar jamás, hacer de aquel espacio onírico su hábitat para siempre. Nunca pensó que un hombre pudiera vivir permanentemente en un sueño. Y ahora la idea no le parecía desproporcionada, sino posible. En unos instantes entendió que aquel descubrimiento le podía cambiar su existencia e, incluso, patentándola a su capricho, la vendería a otros. Y así, en el transcurso de un tiempo controlado, todos seríamos otros, sin ser conscientes de tal artilugio.

Llegado un momento, este hombre no recuerda si despertó o se quedó divagando en el mismo sueño. La memoria es lo que tiene cuando no está: no solo enajena a cualquiera, sino que lo empuja a una equivalencia equivocada, forzada, dispar. Cuando este hombre abra de nuevo los ojos, sabrá que la vida no se ha movido de su sitio, que es él quien ha transmutado en otro. Y esa sensación de tocar lo insondable, de sentir lo inalcanzable, le llevará a otra conclusión baldía e inútil. Pero ya no lo recordará.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO

1 de noviembre de 2021

  • 1.11.21
El periodista Juan Cruz pregunta a Suharma: “¿Qué certeza le ha supuesto más dolor?” El músico catalán responde: “La misma que me produce felicidad: que todo va a terminar. Hay cosas que se sufren muchísimo. Pero el sufrimiento también es estar vivo, entregarme completamente a todo lo que me va sucediendo”. Así es, desde luego. La vida no es moneda de doble cara. También tiene su cara y su cruz, su as y su envés. Pero nos gusta mirar solo desde un ángulo, desde aquel en que la distancia coloca los objetos donde se pueden ver con más nitidez y menos sombras.


En la vida, en nuestra vida, hemos tirado a un lado los desescombros que dejan las arrugas, el corazón que está cansado, la piel áspera de los años transcurridos, la memoria fracturada de pérdidas, el dolor como rincón donde guarecerse de un futuro que ignoramos. Hemos diseñado nuestras biografías en un laboratorio de moda, pero no nos han dejado elegir la estatura que nos lleva de un lado a otro, ni los ojos que evitan la enfermedad, la dependencia o la minusvalía, ni las manos que buscan cada noche las mismas manos que se fueron nadie sabe a dónde, ni acaso las lágrimas que escondemos como felices impostores de un currículum falseado y fotocopiado en sueños.

Hemos deshecho con malabarismos de incompetencia los momentos aciagos, el miedo a la muerte, las pérdidas que no queremos ni podemos olvidar. Nos gusta vivir a este otro lado de la mampara donde casi todo es fetiche y mentira, alfombra roja y celebraciones con música envasada al vacío. Hay en toda perversión ascuas de tristeza que se nos escapan por los ojos, silencios que gritan a nuestros oídos sordos confesiones que nos son ajenas, aunque sean propias. Hemos dejado al dolor tirado en mitad de la calle para que no desdiga de nuestro traje de gala, para que no huela a alcanfor en la fiesta que nunca se apaga, en la vida que quisiéramos eterna.

Pero la vida es la vida con sus sombras y sus luces, en los días negros y en las noches fulgentes, más allá de donde el dominio de nuestros pasos impone una presencia altiva y dominante, porque después, allá donde los árboles extienden sus sombras inabarcables solo que quedará, como ya advirtió Héctor Abad Faciolince, el olvido que seremos. Acaso el olvido que somos ya sin advertir que todo cuerpo se diluye al paso de las horas, en la impotencia e imposibilidad de atrapar cualquier momento para momificarlo donde los recuerdos ya no admiten más caprichos irreales.

Hay un dolor que nos habita y que al mismo tiempo que nos va matando a cada instante también nos resucita para no morir con un hilo de voz que no es la nuestra, y nos arrastra, sobrecogidos, por los laberintos insondables de la memoria, donde duermen, quizás, todas las voces que perdimos y que escuchamos cuando el silencio nos atenaza. En esa intención insultante de pretender caminar dejando atrás el sufrimiento que nos es propio, hay un escarnio que despreciamos y que nos humilla, que envuelve cada hora de nuestra residencia en la tierra, aunque pretendemos esbozar una sonrisa de dentífrico que no vende ni nos gusta ni le gusta a nadie.

En la vida equivocada e infeliz también hay una belleza que todos buscamos, porque los errores y los fracasos también unen y empatizan, y los sueños desvencijados también valen para contar una historia, porque la felicidad encriptada en las vísceras tal vez canse tanto como la pérdida más cruel. Hay en el dolor mucho del color indescriptible con que vemos el lado oscuro de nuestras entrañas, el ángulo desde el que pretendemos esquivar los días que se apagan, la vida que se difumina en esas calles estrechas que frecuentábamos cuando la juventud engolfa de vitalidad la existencia.

Pero ahora, cansados, rechazamos el dolor, aunque sabemos también de su esfuerzo inútil, porque de donde venimos, que no adonde vamos, no se acepta un halo de cansancio, ni unas ojeras de vértigo, ni la piel deshidratada, ni la belleza camuflada con efectos de focos o de cremas rejuvenecedoras. Porque ya sabemos que, de donde venimos, la vejez es una palabra excluida del diccionario, y la enfermedad una acepción pocas veces útil, y la fealdad un mal pandémico del que se debe huir. En ese lugar de donde venimos, que no es al que vamos, hay que lucir una perfección a prueba de trileros, una sonrisa diseñada milimétricamente para la seducción, y una atracción sexual que enajene al más incauto.

Reivindicar el dolor, podría pensar cualquiera, es sumirse en un baño de demencia, lucir una fístula por donde el pus emana el mundo que nadie quiere ver. Pero el dolor, quién lo diría, también es un pedazo inalienable de la vida, de esa vida de donde vivimos y de donde venimos, y tal vez lo sea también de esa otra vida que nos lleva no sabemos a dónde. Hoy, día de todos los santos, sabemos, aunque nos cueste, que la belleza de la vida radica, después de todo, en esa brevedad que nunca lograremos atesorar en un frasco como el perfume más preciado. Saberlo no provoca dolor, aunque duela. Ignorarlo no nos hace más felices, pero, como recuerda Shuarma, “el sufrimiento también es estar vivo”.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO

25 de octubre de 2021

  • 25.10.21
Leo el título del reportaje de Sandra López Letón y me pongo a temblar, a pensar que la historia se repite sin que apenas algunos años se hayan deslizado sobre nuestra piel y a intentar prever el cataclismo que se cierne sobre nuestras vidas: “La vivienda en el mundo vuelve a calentarse”. Explicación: la pandemia ha creado el caldo de cultivo para que algunos países tengan mayor riesgo de burbuja inmobiliaria. La razón es ancha y de peso: la previsible quiebra del gigante chino Evergrande, la promotora más endeudada del mundo. ¿Y España se ha sumado ya a esa hecatombe de la que ya comienza a escribirse? El precio de la vivienda sube y el salario de los ciudadanos baja o se mantiene congelado en el mundo. La fórmula ideal. Más pobres al canasto.


La pandemia, escribe esta periodista, ha sido la tormenta perfecta: la amplia liquidación por unos estímulos fiscales y monetarios nunca vistos capaces de mantener en pie la economía global, el sabroso ahorro de las familias acumulado desde el comienzo de la pandemia, los bajos tipos de interés favorables al endeudamiento y las sospechosas expectativas diseñadas de recuperación económica. Súmese a este diagnóstico de diseño la necesidad de viviendas y la falta de mano de obra y de materiales, así como los altos costes de construcción.

Al parecer, antes que nosotros, otros países se mecen en el borde del acantilado: Nueva Zelanda, Canadá y Suecia. Pero no están solos. Les siguen Noruega, Reino Unido, Dinamarca y Estados Unidos. España alcanza ya el puesto 17.º en este listado del peligro. Libre de peligros, escribe la periodista, pero no de sustos. De sustos, por supuesto que no. Con lo que nos gustan los ladrillos en este país, bastará con que nos esforcemos un tanto, tampoco mucho, para que escalemos sin esfuerzos la cúspide del descalabro. En el segundo trimestre de 2021, el precio de la vivienda subió un 3,3 por ciento, pero se esperan más subidas en España.

Que yo sepa, los jóvenes españoles no pueden acceder a una vivienda. No porque les dé urticaria pensar en el tema, sino porque han heredado de nuestros mediocres sueños las migajas menos sustanciosas. Así que el mercado se lo han dejado al antojo que quienes invierten sus ahorros en ladrillo para vivir de la renta de su alquiler. España, ya lo sabemos, es muy dada a prodigar rentistas que no saben hacer otra cosa. Y no son pocos. El mismo reportaje señala que en julio se pagaron casi 15.000 casas al contado, sin hipoteca.

Pese a todo, los más entendidos advierten que en España, al menos de momento, no se ven señales de burbuja. Si bien José Carlos García Montalvo, economista y catedrático de la Universidad Pompeu Fabra, destaca que “eso no quiere decir que mañana no estemos como EE UU”. Por su parte, el organismo de la OCDE advierte sobre el aumento gradual de los precios de la vivienda durante 2021. Los datos aparentan ser tranquilizadores: los precios están a un 20 por ciento por debajo de los máximos de 2007. Pero esta es una verdad parda. Es decir, oscura sin miramientos. 2007 fue el año del polvorín. Alcanzar esa cima supondría enterrar para siempre el futuro de este país en un montón de escombros predecibles. Se niega, pero la sombra de la burbuja es alargada en un país sin horizontes donde el ladrillo y el turismo chabacano y masificado son las únicas y torpes salidas a la desesperación. Carlos Martín Urriza, director del Gabinete Económico de CCOO, lo tiene claro: “Cuando el coste de un bien como la vivienda se desacopla de la capacidad de pago de la población llega un momento en el que el ajuste de la burbuja se vuelve inevitable”. No quiero ser pesimista, pero hacia allá vamos.

Nada más cruzar la próxima esquina, nos tropezamos ya con una nueva ley de vivienda y con novedades para una nueva regulación del alquiler. El alquiler, ese otro problema tan emparentado con el ladrillo. ¿Es la solución? Difícilmente. De siete millones de jóvenes, uno de cada tres de entre 25 y 35 años cobra menos de 1.000 euros. Que yo sepa, todavía no se han construido en las grandes ciudades pisos que se puedan alquilar con sueldos tan esquilmados. La solución, que ya la practicamos nosotros a su edad, está inventada: compartir piso. Con amigos o con pareja, si ella tiene acceso a un sueldo ruin como el nuestro. ¿Pero hasta cuándo?

Se ha escrito, y todos lo sabemos, que la vivienda, como el trabajo, es un bien básico. Mientras tanto, las familias más modestas mudan sus años de jubilación a las periferias de las ciudades. La sociedad, cada día, es más desigual, en salarios y en viviendas. Los conoceréis por los ladrillos en que viven, parece decir la publicidad del futuro. Y junto a los ladrillos alquilados, conviven en buena armonía los ladrillos desocupados, vacíos. Algunos datos son estremecedores. En 2001, España contaba 3,1 millones de casas desocupadas. Diez años después, y gracias al impulso benéfico de los desahucios, la cifra creció hasta los 3,4 millones. Pese a las medidas adoptadas en algunas comunidades autónomas –incentivos para quienes alquilan pisos y sanciones o expropiaciones de uso para quienes practiquen lo contrario– el problema sigue latente.

Lejos o cerca de nuestras vidas, la burbuja inmobiliaria es una gaviota que pivota sobre nuestras playas como un mal endémico, que nunca abandona de manera elegante nuestra economía cotidiana y que se cierne sobre nuestras ciudades como un ave de presa presta a engullir el futuro apenas repuesto de otras crisis que nunca quisimos. Han bastado tan solo unos meses de sosiego económico –o de paréntesis caótico de nuestras finanzas maltrechas– para que la sombra siempre alargada de la sospechosa burbuja inmobiliaria cierna sobre nuestras cabezas otro apagón de esperanza.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO

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