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Daniel Guerrero | Agresiones sexuales

Últimamente, raro es el día en que alguna noticia sobre violaciones y otras agresiones sexuales no forma parte del contenido informativo de los medios de comunicación. Unas veces son jóvenes –y no tan jóvenes– los que aprovechan una fiesta u otra celebración cargada de alcohol para abusar de mujeres en portales o descampados; otras, curas, jefes o educadores que hacen uso de su autoridad para tener acceso carnal con sus pupilos; también padres, tíos u otros parientes que abusan de familiares menores de edad e, incluso, catedráticos de universidad que obligan a profesoras, becarias y alumnas a satisfacer sus deseos libidinosos.



Tal abundancia de acontecimientos noticiosos sobre violencia sexual puede hacernos creer que, en la actualidad, se producen más agresiones de este tipo que en épocas pasadas, cuando en realidad, aún sin contar con datos que confirmen esta opinión, es todo lo contrario. Trataré de argumentarlo.

En principio, no se puede negar que abruma el número creciente de noticias que dan cuenta casi a diario de sucesos de esta naturaleza. Desde un vicario de Guipúzcoa, imputado por tocamientos deshonestos a menores, hasta ese entrenador deportivo enviado a prisión por abusos a varios menores, pasando por el padre de una niña, cuya enfermedad ha sido utilizada para cometer una descomunal estafa a escala nacional, al que se le ha hallado un archivo electrónico con fotos de contenido erótico o sexual en las que la menor está incluida, todos ellos son casos que despiertan, como decimos, una muy justificada alarma social. Esa reiteración prácticamente diaria de este tipo de sucesos nos puede inducir a pensar que hoy se cometen más agresiones sexuales a mujeres y menores de ambos sexos que nunca. Y podríamos estar equivocados.

Es verdad que todavía no hay en España registros fiables ni estadísticas actualizadas sobre este tipo de violencia que desmenucen en datos el problema, no sólo para cuantificar lo más exactamente posible su volumen, sino también para analizar el contexto y las posibles circunstancias o causas que lo producen o favorecen.

Partimos aún de impresiones, hipótesis y casuísticas parciales que nos dibujan, con todo, un panorama preocupante que debería ser abordado con mayor contundencia por las autoridades, modificando la legislación y tomando nuevas iniciativas de prevención y castigo, si fuera necesario.

Un panorama preocupante porque se trata de un asunto en gran parte invisible, del que emerge sólo esa “punta del iceberg” que aparece en los periódicos o páginas de sucesos de los medios. Lo desconocido, lo no denunciado y que se queda en la intimidad del agredido/-a y en el orgullo patológico del agresor es infinitamente mayor. Nos podemos hacer una idea de su tamaño con el dato que maneja el Ministerio del Interior, según el cual una mujer es violada en nuestro país cada ocho horas, de promedio. Pone los pelos de punta.

Parece evidente, pues, que se trata de un asunto grave, de enorme complejidad, que cuestiona nuestra moral, nuestra ética y un modelo de sociedad, todavía profundamente machista, en el que la mujer y los niños quedan desprotegidos y dependientes de un patriarcado que no les reconoce la igualdad, la dignidad y el respeto como personas.

Un patriarcado que confunde dependencia con pertenencia, por lo que se cree autorizado a tratar a sus dependientes como si fueran objetos susceptibles de ser utilizados, incluso por la fuerza, para satisfacer pulsiones y apetitos.

Así, con sólo rascar el problema, se descubre que detrás de esta violencia hay una patología individual y un trasnochado componente sociocultural que hace prevalecer al hombre sobre la mujer, lo que genera conductas estereotipadas de dominio y superioridad masculinas que cuestan trabajo erradicar de nuestras tradiciones, costumbres y, en definitiva, de la convivencia diaria.

En su conjunto, son actitudes individuales y colectivas difíciles de modificar o corregir, a pesar de los esfuerzos que se llevan a cabo, desde no hace muchos años, para conseguir una verdadera equiparación en derechos del hombre y la mujer, una igualdad real que, más allá del texto de las leyes, impregne la vida cotidiana, doméstica e individual de las relaciones entre ambos sexos, sin discriminación ni perjuicios.

Mucho se ha avanzado con estas políticas de igualdad, que muchos aún cuestionan, en nuestro país, pero es insuficiente. Incluso se han realizado importantes reformas legislativas para considerar delitos, y poder castigarlos, muchas de esas conductas machistas que convierten a la mujer y a los miembros más indefensos de la familia, los niños, en objeto de abusos y violencia de todo tipo, fundamentalmente de carácter sexual.

Así, se ha tipificado como agravante de género la comisión de aquellos delitos que se ejercen contra la mujer por el hecho de ser mujer y como acto de dominio y superioridad. También se definen los delitos de odio, con los que se penaliza toda apología de la violencia de género y las incitaciones contra la dignidad de la mujer y la violencia contra ellas, tanto a través de los medios de comunicación como de las redes sociales e Internet. Se persigue, pues, cambiar la situación en que se halla la mujer en el contexto de una sociedad más igualitaria, diversa, plural, respetuosa y tolerante.

Aún así, se producen en nuestros días una cantidad intolerable de casos de abusos y agresiones contra ellas y los niños por parte de sujetos de toda condición y estrato social. Quedan todavía, a pesar de todas las campañas de sensibilización y medidas legislativas, restos de una “cultura de la violación” residual entre nuestros comportamientos y actitudes sociales que no se ha logrado erradicar completamente.

Una “cultura” que mide la masculinidad según el nivel de dominio y poder que se ejerce sobre el otro y que considera los impulsos sexuales como inevitables e irrefrenables. Un ramalazo cultural que caracteriza a la mujer como “incitadora” de esos bajos instintos difícilmente controlables del hombre y que, por tanto, justifica y banaliza las agresiones y la violencia que se cometen contra ellas, hasta el extremo de culpar a las víctimas y “comprender” a los agresores.

Ese machismo aún perdura en nuestros días y su más repugnante expresión es la violenta que se manifiesta con abusos, agresiones y violaciones a ese “otro” (mujer o menores) sobre el que cree tener dominio y poder.

Y si esto pasa en nuestros días, ¿qué no pasaba antes, cuando ni la mujer tenía los mismos derechos que el hombre, cuando el poder tenía derecho de pernada y el varón era cabeza de una familia que le pertenecía por derecho patrimonial?

Pasaba que la mujer y los hijos eran sujetos que le debían obediencia y sumisión al ser el varón el único sustento de la familia. Los varones tenían preferencia hereditaria, incluida la del trono, y retenían en exclusividad los mejores puestos laborales del mercado, quedando la mujer relegada, con la pata quebrada, a las tareas domésticas del hogar, donde debía prestar consuelo y solaz al hombre que retornaba sucio y cansado.

Allí éste podía pegar, maltratar y humillar a los suyos, pues la ley, humana y divida, se lo autorizaba y consentía. Las violaciones formaban parte de los botines de guerra y eran consecuencias de la conducta exigida a los que se visten por la pierna y han de demostrar su fuerza, carácter y hombría.

Todo ello, en más o menos grado, era lo común no hace mucho, sin que nadie se atreviera a denunciarlo, menos aún una mujer. No pasaba desapercibido, pero era considerado algo natural de la intimidad de la pareja. Y si hoy, con todo lo avanzado en políticas de igualdad, una de cada tres mujeres ha sufrido algún tipo de agresión sexual, según la Organización Mundial de la Salud, ¿cuántas lo fueron entonces? Imagíneselo.

DANIEL GUERRERO
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