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J. Delgado-Chumilla | Las sábanas arrancadas

"¿No estás contenta, querida? Parece que lo estoy haciendo bien". Y el macho hace un ruido con los dientes. Como un dromedario. Tú estás manchada de diamantes y yo me repaso la musculatura con una carraspera tímida. Cuando te has subido las medias hasta las rodillas, yo me he arrojado al suelo y he anotado para el doctor: "Frecuencia de la monta, cadencia pélvica".



Después, con el tartamudeo de la luz del ascensor, me he dedicado a romper tus novelas románticas, de cutis y divinidades, de héroes en leggings y tipos arrogantes. De esas que lees mientras te rasuras y prendes rosas. ¡Al carajo con ese botín ampuloso de mosquitos Anopheles y hombrotes de jarabe! Hoy estoy oficiando una misa improvisada, subido a un atril de oro con voz de águila.

Me hice violentamente fascista. Me hice fascista por temor a convertirme en una florista. Para no acabar recogiendo mis lágrimas y pasándolas de una pipeta a otra. Me hice fascista para poder mear a quemarropa y hacerlo donde me viniera en gana.

Es liberadora la sola idea de ser capaz de cometer las mayores bajezas con los argumentos más lujuriosos. Ser capaz de granjearse la enemistad del mundo. Me aterra caer enfermo. Entro en cólera con el desorden del tráfico. Con mi propio desorden. Voy al gimnasio y por unas horas me convierto en Spiderman.

Hoy doblaban todas las parroquias. En todas, puertas de hierro y candados. Y en todos los cementerios secretos. Irrumpo en una de ellas y hago como que sorbo sopa de forma escandalosa. Un ejemplar magnífico de pastor alemán detiene su sermón allá en el púlpito.

Saco la pistola y me deslizo por el suelo sembrando frío. Una señora se recoloca las tetas y unas jovenzuelas comienzan a notar que les están saliendo a ellas los puffies de Madonna. Viejas que desprenden un tufillo a mermelada de melocotón rancia me observan aterradas. Los viejos nunca aparecen en el retrovisor. No hay dimisión irrevocable en ellos.

Y esas cruces tan altas que lastiman a los ojos al tratar de contemplarlas. Y ese crucificado, con las manos aceitosas de quien me entrega un cheque, con el abdomen agusanado, con la mirada en los terrenos mantillosos.

Mirando un reloj que no existe pero que se deja escuchar como una ópera. Alguien espera de él una voceada: "¡Viajeros al tren!". Mientras no es oro todo lo que reluce. No es oro todo lo que reluce. Es metano, es remonte, son galerías. O sí, parece decirme El Invicto desde una fumada en pipa, desde el lugar que le corresponde a una cifra tan alta.

Le explico que no tengo la menor intención de hacerle daño a nadie. Que estoy allí porque estoy solo, porque una vez tuve un perro y un viejo con los que conversaba en el banco de aquella plaza. Que el perro murió, que el viejo también. Que el banco ha quedado sólo, y ha desaparecido el trigo que comían las palomas. No podría ser un asesino eficaz porque no sé tirar una colilla con desprecio.

No quiero matarlos, Señor, tan sólo ahuyentarlos. No vengo a traerles nuevas mandrágoras, sólo vengo de parte de El Irrefutable. Y los pájaros no se atreven a pisar el cielo. Y los gatos ya no andan por los tejados. Que los árboles no se recuperan de las heridas ni recobran sus hojas.

Odio no encontrar aquello que ando buscando. Que siga nevando hasta la gloria, hágase tu voluntad.

¿A qué has venido a este templo, hijo mío, así, de esta forma, atropelladamente, armado, amenazante? Es un actor correcto, con alzacuellos y batuta. Me increpa una merluza flaca, de manos venosas y mofletes temblones, levantando los brazos como un banderillero. He interrumpido su cremoso discurso tras el rebufo del primer tiro.

Deposito la pistola frente al altar y armado de dedos simulo sendas ráfagas de metralleta. Quiero que Cristo me fabrique una puerta. ¿Acaso no es carpintero? Quiero una puerta para escapar. Los feligreses permanecen sobrecogidos en sus asientos. Aún tienen los sesos frescos y la literatura médica arrugada en esos gestos compungidos.

Soy el Nixon de siempre. O ya no, que mi carne está fría y hoy me toca ser tres veces Kennedy. Porque acabaré muerto. Conozco la estación, la hora del día. A los hombres los matan las islas. Y el hecho de tener que mantener la comida caliente entre dos rieles. Manolete, Marat, el general Custer. Víctimas de las islas, los isleños o los isleros.

El sol luce tan firme que el cielo parece haber perdido el color. Aquel perrillo sigue aguardando las puertas de la panadería. Aguarda un pan que no se va a comer. Las piedras rodando, las maletas con ruedas. Los mejunges rodando. Jarras de cerveza van y vienen. ¡Heil Hitler! ¡Bello sonido el de los escuadrones de caballería trotando sobre el remiendo de los adoquines!

Mi tumba está sobre la alfombra persa, en las primeras fechorías del orgasmo. Arrellanado en una poltrona juego a la ruleta rusa. Hoy soy un telescopio vacío al que han pateado el corazón. Me aferro a las gangas como cualquier otro mono.

La abuela no tiene viente linternas sobre la mesita de noche porque tenga miedo a la oscuridad sino porque tiene miedo al frío helador. Comenzaste a desnudarte por primera vez ante mí. El violín en las ingles. No tienes ombligo, mujer aniñada. Esos labios rojos, brillantes, mordería una mitad y escupiría sobre la otra.

Tu voz rompía las paredes. Los chirridos de los perritos calientes escapaban de un beso en la boca. Ahí descubrí la codicia. El sexo es sagrado. Al igual que la gripe y la sangre para los vampiros. No recuerdo si eran las pisadas de un animal salvaje o eras tú pasando las páginas de un libro.

Me afeito en la nubosidad del baño. Afuera, alfileres en muñecos, la tormenta sigue pendiente de todos nosotros. Y se desgañita en una melodía aromática de tierras mojadas y quejidos de blues. Me provoco un pequeño corte cuando mi propia mano se vence y descarrila. La cuchilla cae en un sonoro brindis con los cuerpos desnudos.

Pero no es la herida ni la carne entreverada los que me duelen. Una gota de agua resbala como música hospitalaria por el cuello. Y circula asestando una y otra vez un pintarrajo. Mi mandíbula se endurece y rompo a llorar. El vermú me produce dolor de cabeza. Cojo el whisky y lo derramo sobre la herida.

Paso las lágrimas de una pipeta a otra, me inundan los órganos femeninos. El espejo es espejismo, el mapa cambiante del mundo. Mis pupilas se dilatan, se dilatan, y puedo ver en ellas la fijación del óvulo en la pared del útero.

Tumbado en la cama apuro el whisky, mesándome el escaso vello púbico. Los segundos cuentan. Una pastilla efervescente me manda callar. El miedo anochece la garganta y la deseca. Frente a mí, el retrato de una tarta. O de una tribu. O de un vómito en un tiovivo. La Verdad es la mentira más votada.

Anoto para el doctor la frecuencia de la monta, la cadencia pélvica. Engraso mejor los números. Los engordo. Yo no tengo problemas oxidativos, es todo mental, es todo mental. ¿Dónde habré metido mi antiguo Katovit?

Más coches, más humos, más ruidos. Les grito como el que grita a los elefantes. ¡Mundo tan gastado que no se puede odiar a cara descubierta! ¿Igualdad? ¿Libertad? ¿Fraternidad? "Aún estamos con los postres", ha dicho Franco. ¡Cuidado!, ETA te quiere matar. ¡Cuidado!, alguien te va a pedir tabaco.

Tumbado en la calle. Me han acribillado. Pones tus manos sobre mi pecho y te manchas los dedos con ese puré de manzana que hace la guerra a los bebés. Ya viene la policía a llevarse las dos orejas de este toro. Tú me besas los labios y ya no eres mujer, eres reloj de arena. Te ha costado un kilo de silver que te haya dicho un adiós enamorado. Por primera vez.

Y el cielo se parte con dos latigazos. Hasta que aparece el sol abriendo sus fauces y logra arrancar las sábanas.

J. DELGADO-CHUMILLA
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