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Feliz Navidad

Hace unas semanas, cuando todavía faltaban algunas jornadas para el inicio "oficial" de la Navidad, ya se notaba en el ambiente la proximidad de esta celebración: las grandes superficies exponían en primera línea los productos típicos para la ocasión. De esta forma, imbuidos por esa espectacular puesta en escena, caemos en la tentación de pensar no hay hogar que tenga ya en su congelador sus buenos langostinos y sus cigalas, así como el jamón ya preparado en un rincón del mármol de la cocina, o el besugo encargado en la pescadería.

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Como cada Navidad, nuestras madres y esposas preparan los condimentos para las clásicas tortillas y, quien más y quien menos, tiene preparado desde hace unos días un buen surtido de polvorones, además de los tradicionales décimos de Lotería y de las papeletas de hermandades, asociaciones y peñas de la ciudad. De igual manera, en los últimos días también se han celebrado las cenas de empresas y los encuentros de amigos y en familia que, al igual que la clásica cena de Nochebuena y el almuerzo Navidad, están basados en el consumo exacerbado.

Y todo esto estaría muy bien si no fuera porque en estos días no tomamos cuenta de que hay muchísimas familias que no tienen ni para ir a comprar, en los que el cabeza de familia lleva sin empleo prácticamente dos años en los que, con muchos sacrificios y privaciones, van sobreviviendo más mal que bien.

Pero ¿esto a quien le importa? ¡No es nuestro problema! ¡Nos da lo mismo! ¿Y saben? Yo conozco a familias que están viviendo al límite de la más absoluta pobreza y, sinceramente, las Navidades que están viviendo no son nada felices, pues ni siquiera podrán comprarles a sus hijos ni un triste juguete cuando muchos de nuestros hijos y nietos no saben qué hacer con tantos. Con todo, estos niños tan pobres tienen suerte de que siempre hay gente generosa y caritativa.

También tenemos a esas personas mayores que no son atendidas por nadie y que, por desgracia, hay muchas más de las que nos podemos imaginar. Pienso que en estas fechas tan señaladas nos tendríamos que acordar de ellas y, como hacen en algunos barrios, organizarles una cena de Nochebuena o una merienda. Con este simple gesto, se sentirían inmensamente felices pues, en muchas ocasiones, sólo tienen alguna vecina generosa que se acuerda de ellos, dado que los hijos ni aparecen. Por desgracia, vecinos tan solidarios van quedando cada vez menos…

Queramos o no, todos estamos abocados a esta vida de consumo basada en el materialismo más atroz: la cocina mejor equipada, el mejor coche, los mejores muebles… En fin, que no nos damos cuenta pero que, poco a poco, nos volvemos egoístas y posesivos, sin importarnos un pito lo que ocurre a nuestro alrededor.

La gran diferencia entre lo material y lo espiritual es que mientras lo material tiene un valor temporal o momentáneo, lo espiritual tiene un valor infinito. Con esto quiero decir que, tal vez, si bajamos del pedestal que nos hemos creado de opulencia y abrimos nuestro corazón y somos más generosos hacia estas personas, nosotros también pasaríamos una Navidad más feliz, pues nos sentiríamos más reconfortados. Y es que, el mayor error del ser humano es intentar sacarse de la cabeza aquello que no es capaz de salir del corazón.

La alegría comienza en el mismo momento en que cesas la búsqueda de tu propia felicidad y procuras la de los demás. También nos tendríamos que acordar de los sin techo pues, como todos sabemos, son personas que lo han perdido todo: bien porque les ha faltado el trabajo, por el alcohol o por las drogas… Gente que se ha quedado sin familia y vive en la más absoluta miseria.

Y créanme, muchos han llegado a este extremo sin desearlo, abocados por la circunstancias. Por eso, tendíamos que ser generosos y tenderles nuestra mano. Sabemos ya que en el mundo, dos de cada tres de nuestros hermanos están desnutridos y que millones de ellos no pueden ir a la escuela. Si no ponemos todo nuestro esfuerzo en salvarlos, la miseria de la Humanidad nos condenará a todos.

Dando algo, salvamos a muchos seres humanos. Sin embargo, con esa actitud egoísta que mantenemos, impedimos a estas personas que vivan con decencia y, sobre todo, con dignidad –es decir, por sí mismos, no gracias a las limosnas o a la beneficencia-. Pienso, en definitiva, que deberíamos ayudar antes que nosotros a quienes sufren más que nosotros pues Nuestro Señor Jesucristo y el Niño Jesús se sentirían contentos por nuestra acción. Feliz Navidad.

JUAN NAVARRO COMINO
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